Dir. Rocío Lladó | 100 min. | Perú
Intérpretes: Oscar López Arias (Felipe), Jimena Lindo (Bertha), Renzo Schuller (Sixto), Fernando Vásquez (Teodoro), Edgar Núñez (alcalde), Rocío Lladó (fiscal), Yiliana Chong, Hernán Romero, Mónica Rossi, Gonzalo Molina, Julián Legaspi, Martín Abrisqueta, Ismael Contreras.
Estreno en el Perú: 25 de setiembre de 2008
Tratándose de una película que cuenta –mediante convenio expreso– con el aporte logístico del Ejército Peruano, sorprende que no se mencione para nada el hecho central del periodo cubierto por el filme: la derrota de Sendero Luminoso. Lo que fue el mayor logro político militar de aquellos años, la captura de Abimael Guzmán, el encarcelamiento de la cúpula senderista y sus principales líderes (incluyendo los del MRTA) y la desarticulación del grueso de estos grupos terroristas, brilla por su ausencia. Incluso se recuerda en la película el terrible atentado de Tarata, pero no se menciona para nada la posterior captura del «camarada Gonzalo». De esta forma, para un espectador foráneo, pareciera que la situación de 1983 fuera la misma de 2003 y que el terrorismo no hubiera sido derrotado en el país.
Este filme de Rocío Lladó ofrece un punto de vista sobre la lucha contrasubversiva durante el conflicto armado interno que vivió el Perú, a través de la historia de dos amigos de la infancia, uno que se volvió terrorista y el otro, militar. La estructura dramática está inspirada en Infiltrados (The Departed) de Martin Scorsese. La directora, en su opera prima, demuestra tener un buen dominio de los elementos técnicos del lenguaje audiovisual, destacando un buen uso de la música, un manejo apropiado de la cámara y un concepto narrativo que opta por el género de películas «de acción», siendo la mejor parte las primeras secuencias, donde conocemos la relación entre ambos protagonistas y el suceso que definiría el destino de ambos. Este buen manejo inicial, sin embargo, comienza a perderse debido a las exigencias de un avance trepidante de la acción, que, además, cubre un lapso quizás ambiciosamente largo: 20 años, de 1983 a 2003. Lo cual conduce a que los diversos giros de la acción se hagan cada vez más expeditivos, lo que afecta en varios momentos la coherencia del relato. Por ejemplo, no está suficientemente justificada por la acción, la decisión de un oficial del Ejército de adoptar a quien luego sería el teniente Cano, ni tampoco queda claro por qué éste no es eliminado y sí llevado a la emboscada final por sus enemigos, para no hablar de la insuficiente preparación para la secuencia del juicio con el que finaliza el filme, el cual es sacado de la manga por razones ideológicas (sobre las que volveremos más adelante).
Lo anterior afecta también la construcción de los personajes, cuyas personalidades no sufren transformaciones necesarias tras las tremendas acciones y presiones a las que son sometidos. El caso más evidente es, nuevamente, el de Cano, cuya voluntad de venganza o de justicia nunca llega a cumplirse, y cuyas acciones tampoco nos ayudan a entenderlo en medio de las más complejas situaciones que enfrenta. De hecho, a lo largo del filme aparece como un pelele, sometido a personajes y fuerzas que no controla y que, a veces, ni siquiera entiende. Parece más bien una víctima a la que se nos pretende hacer pasar como héroe. Por otra parte, tampoco se explota la relación emocional entre el trío protagonista (Sixto, Cano y Berta), lo que hubiera dado más humanidad a los personajes y no sólo sexo ocasional. Otro elemento a explorar hubieran sido los dilemas de que enfrentan los protagonistas ante los juegos de identidad que Cano debe asumir. Lamentablemente, todo este buen material dramático se desperdicia un poco, ya que la directora pasa por encima de estos conflictos internos, privilegiando la acción externa en función de una legítima opción comercial (aunque, en realidad, ambos aspectos no son excluyentes). Lo cual también impacta en las actuaciones, sobre todo cuando comparamos el buen desempeño de Jimena Lindo y varios actores secundarios, con el de la pareja protagonista. Así, luego de su primer enfrentamiento con Cano, Renzo Schuller se dedica a deambular por la película no muy convencido ni convincente en su papel de camarada Sixto, mientras que Óscar López Arias luce una impavidez estatuaria. A ambos les falta no digamos ya el salvajismo o la furia justiciera que debieran caracterizarlos, sino al menos la fuerza o convicción que podría emerger de los oscuros recuerdos de sus respectivos pasados.
No obstante, el filme funciona por tres motivos. El primero es el ritmo de la acción que, pese a su superficialidad y (en mi opinión, excesiva) rapidez, consigue enganchar y sorprender de alguna forma al espectador. El segundo es la identificación del público con la reconstrucción de la época, el realismo de las acciones subversivas en la Sierra, la identificación con los combatientes (soldados y terroristas) y el despliegue logístico (las demostraciones bélicas con helicópteros incluidos). En cierta forma, es como una película del cine regional pero del tipo «superproducción»; es decir, con buen acabado técnico, con una mejor (aunque algo tosca) narrativa y actuaciones precarias, pero con un contenido atractivo; de allí el éxito de taquilla. Y la tercera razón es, obviamente, el factor ideológico: todos quieren saber cuál sería el punto de vista oficioso del Ejército sobre la guerra interna. Además, su intención –declarada por su autora– es proponer un enfoque presuntamente novedoso y abrir un debate sobre el tema, y justamente esa es la principal debilidad de la cinta (y fuente también de algunas de las debilidades arriba señaladas).
El factor ideológico
En efecto, tratándose de una película que cuenta –mediante convenio expreso– con el aporte logístico del Ejército peruano, sorprende que no se mencione para nada el hecho central del periodo cubierto por el filme: la derrota de Sendero Luminoso. Lo que fue el mayor logro político militar de aquellos años, la captura de Abimael Guzmán, el encarcelamiento de la cúpula senderista y sus principales líderes (incluyendo los del MRTA) y la desarticulación del grueso de estos grupos terroristas, brilla por su ausencia. Incluso se recuerda en la película el terrible atentado de Tarata, pero no se menciona para nada la posterior captura del «camarada Gonzalo». De esta forma, para un espectador foráneo, pareciera que la situación de 1983 fuera la misma de 2003 y que el terrorismo no hubiera sido derrotado en el país.
Esta sensación se refuerza cuando la cinta muestra a los senderistas siempre a la ofensiva y tomando la iniciativa, mientras que la fuerzas armadas aparecen casi siempre a la defensiva; más aún, Cano, el personaje que representa el punto de vista de los militares, nunca logra un triunfo decisivo –sólo participa en un éxito parcial– contra el enemigo, y más bien es derrotado y hasta le perdonan la vida. Aunque la cinta muestra con apropiada crudeza los crímenes de Sendero (lo que es un punto a su favor), hay otros momentos en los que se roza la apología del terrorismo. Es el caso del «camarada Teodoro», una especie de alter ego de Abimael Guzmán, el único personaje que –en el contexto de una película que no profundiza en asuntos ideológicos ni explicaciones sociológicas– sí enarbola un discurso y convicciones políticas muy definidas. En su enfrentamiento cara a cara con Cano, Teodoro se muestra no sólo desafiante sino también decidido a matar y morir por sus ideas, lo que no ocurre con ningún otro personaje de esta película; es decir, no hay ningún otro líder, civil o militar, que lo enfrente a este nivel de discurso y compromiso (o, por lo menos, no se lo muestra en imágenes, como sí ocurre con Teodoro). Todo esto supone una sobrevaloración del terrorismo, no sólo retrospectivamente, sino también en el presente.
En efecto, Vidas paralelas –pese a las apariencias– no se limita a realizar una evaluación del pasado, sino que está dirigida al presente más actual que quepa imaginarse. Todo este sobredimensionamiento del fenómeno terrorista alimenta la sensación de que el senderismo está tan vivo hoy en día como hace 25 años atrás y de que se trata de un enemigo sumamente organizado, capaz de los peores crímenes y engaños. La realidad, sin embargo, es que Sendero ya ha sido derrotado y sus remanentes actuales obedecen a una situación distinta a la del conflicto armado interno. Además de la notoria diferencia de grado en la extensión del fenómeno entre ambos periodos, en los 80 y 90 el terrorismo era un movimiento político y militar, con respaldo social y con un apoyo colateral en el narcotráfico. En la actualidad, en cambio, lo que tenemos es un peligroso crecimiento del narcotráfico, algunas de cuyas «firmas» son grupúsculos senderistas con un discurso político inercial. En el primer caso se requirió de una estrategia político militar para vencer a este fenómeno nacional, mientras que en la actualidad es un problema focalizado y policial. Sin embargo, hay sectores del actual gobierno, incluyendo al propio presidente de la República, que sobredimensionan intencionalmente a estos pequeños grupos. El objetivo es revivir temores de que el terrorismo de entonces es equivalente al de ahora, en métodos y dimensiones; pero como esto es indemostrable, entonces hay que «completar el faltante» etiquetando como terroristas a todos aquellos que no estén de acuerdo con sus políticas.
Pero hay un segundo y más importante objetivo coyuntural en esta cinta. Vidas paralelas representa el punto de vista de los mandos medios del Ejército durante el conflicto armado interno. Son los oficiales de los primeros grados (tenientes, capitanes y mayores) que participaron en enfrentamientos armados en aquellos años. No es el punto de vista de los estrategas de la lucha antisubversiva, sino de sus ejecutores en el campo de batalla; más preocupados de luchar y sobrevivir, antes que de entender la ideología del enemigo. Por ello mismo, en su percepción, los senderistas aparecen –si bien como criminales y fanáticos– también como gente más preparada en los aspectos político e ideológico; los que eran ajenos a su preparación meramente militar. De allí que Cano decidiera luego convertirse en comando y, por circunstancias del relato, entrara también al campo de la inteligencia con el objetivo de estar al nivel de los terroristas. En todo este tránsito, él sufre las consecuencias de la guerra en el ámbito familiar y profesional, antes que lograr poseer una visión estratégica sobre la guerra. Asimismo, y siempre en la percepción de este grupo, en el enfrentamiento con el enemigo se observan combates muy «civilizados», combates donde militares y terroristas aparecen claramente identificados, interrogatorios donde no se utiliza la tortura y tampoco se aprecian muertes en la población civil, salvo las producidas por el terrorismo.
Sabemos, por muchos testimonios, que esta guerra interna no fue exactamente como la pintan en la película. Al menos en sus primeros años los senderistas eran indistinguibles de la población civil y hubo matanzas indiscriminadas y hasta bombardeos a comunidades, donde murió mucha gente inocente y otros tantos fueron desplazados. Sin embargo, es cierto que hubo un importante grupo de militares que peleó esa guerra respetando a la población civil y que protagonizaron actos de heroísmo; como lo registra el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR). Y también es posible que oficiales o personal de tropa hoy enjuiciados por presuntas violaciones a los derechos humanos sean inocentes, como lo plantea la película; la cual está hecha y presentada para presionar mediante este testimonio de parte a los tribunales que hoy ven estos casos judicializados.
Desapareciendo las desapariciones
Hasta aquí todo sería aceptable, ya que se trataría de un punto de vista legítimo, con el que se puede estar de acuerdo o discrepar. El problema viene cuando la cinta sugiere que los juicios no son por desapariciones forzadas sino por «desaparecidos» que en realidad estarían conformando las filas senderistas en las zonas cocaleras. Lo cual no sólo es absurdo sino, sobre todo, falso; ya que –al igual que con la omisión del triunfo sobre Sendero– la película ignora el fenómeno bien documentado de la desaparición forzada de personas y pretende atribuirlo a una acción «maquiavélica» del propio terrorismo (interesadamente sobrevalorado y sobredimensionado). Por otra parte, este argumento no es nuevo, al contrario, fue la primera respuesta oficial dada por el gobierno de Fernando Belaunde cuando ya era inocultable el reclamo masivo de los familiares y la aparición de tumbas clandestinas. La respuesta, entonces, fue la misma que ahora ofrece el filme: los «desaparecidos» eran gente que se había unido a los terroristas y los botaderos de cadáveres se explicaban porque los senderistas se llevaban los restos de sus compañeros caídos y los arrojaban en esos lugares. O sea que también en este aspecto la película repite en 2003 (y en la actualidad) lo que se decía en 1983, como si nada hubiera pasado en el Perú entre esos años.
Esta burda mixtificación puede prosperar por el hecho de que buena parte de la opinión pública y de la misma población prefiere no recordar e incluso ignorar (como lo hace este filme) la muerte de cientos de miles de personas inocentes atrapadas en el fuego cruzado de esa guerra interna. Se trata, como lo propone esta cinta, de no «reabrir heridas» o «dividir a los peruanos». Sin embargo, la realidad es que aún viven las esposas/os, hijos o nietos de muchas de esas víctimas que pretenden ser olvidadas o ignoradas; y ellos se hacen preguntas, quieren saber qué les pasó o dónde están sus cuerpos. Además, siguen (y seguirán) apareciendo las tumbas y los restos, como ha ocurrido recientemente –y por cientos– en la comunidad de Putis. No se trata, por tanto de «reabrir heridas», sino de heridas abiertas desde hace décadas en la mente y el alma de cientos de miles de personas; heridas que brotan y seguirán brotando de la tierra misma. Otra cosa es que no se quieran ver estos hechos o que se los quiera ignorar, pero lo cierto es que están allí. Sólo conociendo la verdad sobre esos hechos y aplicando la justicia, será posible la reconciliación.
Este problema no es exclusivo del Perú. En la Rusia de Putin, los organismos de derechos humanos luchan por visibilizar a las víctimas del Gulag y de las clínicas siquiátricas estalinianas y brezhnevianas, las que se cuentan no por miles sino por millones. En el caso de Ruanda se ha establecido un tribunal internacional para juzgar el genocidio en ese país africano. En Colombia se ha iniciado el proceso de exhumaciones de tumbas clandestinas, el que se estima durará al menos 50 años; y por primera vez se ha empezado a encausar a militares responsables de haber colaborado con los crímenes de grupos paramilitares en ese país. En España, se ha presentado ya una lista de 133 mil nombres de desaparecidos durante la Guerra Civil y sus posibles lugares de entierro; es decir, se exhumarán restos dejados por un conflicto ocurrido hace casi 80 años.
Estos y otros procesos no son obra de comunistas ni terroristas, sino de órganos autónomos de la justicia de esos países o de organismos internacionales del sistema de Naciones Unidas. Es cierto que en todas esas sociedades hay fuertes resistencias a reconocer las graves violaciones a los derechos humanos, ya sea por mala conciencia, por tratarse de crímenes masivos o demasiado vergonzosos, o por mantener en la impunidad a los responsables que aún tienen posiciones de poder. Pese a ello, al mismo tiempo, crece en un mundo globalizado la necesidad de vivir en un Estado donde se respeten los derechos de las personas, empezando por los más básicos, como el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad. Es de esto de lo que se trata. Por otro lado, otros países hermanos ya han pasado o están pasando por este proceso de verdad y justicia, como Argentina y Chile.
En el caso del Perú, la CVR ha estimado en 70 mil el número de fallecidos durante el conflicto armado interno, mientras que la anterior estimación era de 25 mil; ambas cifras aterradoras. Muchas de ellas debido a acciones de desaparición forzada, ya sea por terroristas como por fuerzas del Estado. Esta es la otra gran omisión de Vidas paralelas y no la mencionaría si no fuera porque el propio filme la trae a colación, pero para desnaturalizarla y convertirla en una burda manipulación ideológica. Y un tercer dato pertinente que, por supuesto, tampoco se menciona es que el número de militares encausados por este motivo –a sugerencia del Informe Final de la CVR– representa un porcentaje muy pequeño del total de las Fuerzas Armadas (incluso considerando la ampliación –realizada por el Poder Judicial– al personal de tropa involucrado en determinados hechos), sin olvidar que no se les está condenando, sólo procesando, manteniendo mientras tanto la presunción de inocencia.
No obstante, y vista como mero vehículo de propaganda (o desinformación), la película también funciona. Si consideramos que el gran público –según diversos estudios de opinión– no tiene interés en el pasado conflicto interno, lo ignora o prefiere mirar a otro lado, un filme que utiliza un formato atractivo (película «de acción»), con elementos que favorezcan la identificación del espectador resulta convincente en tanto portador o actualizador de información. Hablamos de un público poco informado y que sólo ocasionalmente escucha noticias sobre el terrorismo, los derechos humanos o sobre juicios a militares; es decir, una buena parte del país. Para este público, los mensajes serían: 1) el terrorismo de los 80 es el mismo que el actual (como si Sendero no hubiera sido derrotado), y mantiene su gran capacidad operativa y de inteligencia y 2) los juicios a militares que los enfrentaron por desaparición forzada de personas son parte de una estratagema terrorista, para destruir a aquellos militares que los combatieron, justo cuando más se les necesita. Es decir, por un lado se reactualizan los peores temores de una época de terror y, por otro, se victimiza a militares enjuiciados por desapariciones forzadas; sugiriendo, además, que no existen tales desapariciones sino…. ¡que eran terroristas que ahora están en el VRAE! Por más descabellado que pueda sonar en los tribunales, es posible que para un sector de la población resulte una versión coherente y «reveladora».
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