Según palabras de Héctor Soto, “los cinéfilos son personas que rechazan el mundo”. Es posible. Hay algo de eso al encerrarse en salas oscuras para vivir otras realidades. Realidades que están controladas y que nos afectan de manera completamente distinta a la forma en que la realidad “real” nos afecta. ¿Juego de palabras? Sí, puede ser. Pero siempre hay algo de juego en las cosas. Hay algo de imaginación. Y la gente que gusta del cine –evitaré de aquí en adelante usar la palabra cinéfilo, la cual está algo manoseada y denostada hoy por hoy– le gustan los juegos y tiene imaginación. Y sí, rechazan, en parte, el mundo.
Todo lo anterior viene a colación por el nuevo libro de Andrés Caicedo (Colombia, 1951) titulado «Mi cuerpo es una celda, Una autobiografía». Libro editado y dirigido, según reza la portada, por Alberto Fuguet. Resulta extraño que una autobiografía sea realizada por otra persona, pero al entrar en el relato nos vamos dando cuenta del motivo de esto. Andrés Caicedo se suicidó a la edad de 25 años. Fue un fanático del cine, quiso ser escritor desde que tenía 14 años y escribió novelas de corte juvenil. Pero su mayor obra fueron críticas de cine y cartas. Miles de cartas. Cartas que escribía a sus conocidos, a sus amigos, a sus familiares, a agente que vivía en su propia casa, a gente que casi no conocía. Y en estas cartas expresaba todo lo que sentía, todo lo que vivía, todo lo que veía en las salas de cine. Y es gracias a estas cartas que podemos conocer su vida. Durante el transcurso de toda su corta existencia, Andrés Caicedo escribió una autobiografía sin saberlo. Y es con este material con el que Fuguet arma una línea de tiempo y nos va reconstruyendo la vida de este joven dañado y adicto, temeroso y tartamudo, creativo y lleno de sueños.
Separado por distintas etapas de edades, «Mi cuerpo es una celda», nos hace partícipes de la vida de Caicedo, quien por pasión primaria y casi única, tenía el cine. Y su sed de imágenes era insaciable. Veía todo lo que se proyectaba y su sueño era verlo todo. Saberlo todo. Dominar aquel mundo a la perfección, compartirlo, debatir en base a él. En un mundo pre VHS/DVD/Internet, es alucinante darse cuenta de cuanto era lo que sabía y veía. Investigaba sin cesar y su mayor aliciente en la vida eran las imágenes en movimiento.
Desde pequeño, Caicedo mostró una sensibilidad distinta a la del resto de su familia, en especial a la de su padre, hombre hosco y distante que no entendía, ni trataba de entender, a su hijo. Un tipo criado a la antigua quien no resultó ser una buena guía para un hijo que era su total antítesis y quien siempre se sentía aislado, incomprendido. Andrés pensaba que sus intereses no eran compartidos o entendidos, por lo que se retraía buscando refugio en la ficción de la sala oscura y en sus escritos, los que producía por montón. Largas cartas expresando todo, eran su pan de cada día. Su maquina de escribir era su válvula de escape y el cine su ventana al mundo y su mejor compañía. “Noto mejoría notable cuando estoy solo, cuando se trata de altercar o de hacer progresar ideas por medio del diálogo entre dos o más personas, soy casi un inútil (…) si con estas limitaciones para la vida pública no logramos dedicarnos a escribir, estamos jodidos”, escribe en una carta a Germán Cuervo, amigo del colegio.
Andrés Caicedo fue un joven repleto de ideas, de palabras, de cine y de literatura. Encarnó a la perfección el mito del eterno adolescente, quien no quiere morir viejo y quien quiere hacerlo todo en muy poco tiempo. Un chico sin filtro en la vida y que se atrevió de una manera asquerosa, y envidiable, a tratar con todas sus fuerzas a llevar a cabo sus sueños y a intentar lo inimaginable, como el ir a Los Angeles, California a vender sus guiones. Un chico que posó muchas veces como el rockero duro, pero que era un tipo frágil y solitario, que perdió el camino en algún momento y que nunca más lo pudo encontrar.
«Mi cuerpo es una celda» es un libro para todos, no sólo para los amantes del cine. Claro que el cine corría por las venas de Caicedo de una manera absoluta y él era una persona que entendía la vida y el mundo a través de las películas, pero no por esto es un libro para entendidos en el séptimo arte. Si bien es cierto la historia de Caicedo es única, también es parecida a la de muchos solitarios soñadores que ven como sus sueños se van truncando y, al final, tienen muy pocas cosas de las que aferrarse. Para Andrés fue el cine, para muchos otros podría ser este libro.
Al final no estamos tan solos y todo el mundo es una gran película en la cual todos participamos por igual.
Rebotes: En el blog de Fuguet, y en El Dominical de El Comercio.
Deja una respuesta