The Boy in the Striped Pyjamas
Dir. Mark Herman | 94 min. | EEUU – Reino Unido
Intérpretes: Vera Farmiga (madre), David Thewlis (padre), Asa Butterfield (Bruno), Rupert Friend (Kotler), Jack Scanlon (Shmuel), Amber Beattie (Gretel), David Hayman (Pavel), Cara Horgan (Maria), Richard Johnson (abuelo), Sheila Hancock (abuela), Jim Norton (Herr Liszt).
Estreno en el Perú: 05 de marzo de 2009
Estreno en España: 26 de setiembre de 2008
Mark Herman hace un paralelo entre los encierros del campo de concentración y el mundo opresor, subraya la infelicidad de los que detentan el poder detrás de una imagen de completo dominio, y recrea el espíritu nazi tanático y fratricida, que se mutila y persigue a sí mismo, encarnado principalmente en la abuela de Bruno, en el padre de Kotler, y en el boomerang de la maquinaria asesina. En esa línea, El niño con el pijama de rayas es el lúgubre recuerdo de que la aventura siniestra del Tercer Reich no sólo hizo daño a sus vecinos y al mundo, sino principalmente a la propia nación alemana, a pesar de todo erigida a partir de diversos orígenes.
El niño con el pijama de rayas es una rápida adaptación del best seller homónimo del escritor irlandés John Boyne, cuyos derechos cinematográficos se vendieron incluso antes de publicarse en el año 2006. Es la enésima recreación de la Segunda Guerra Mundial, una veta inagotable que en conjunto ha dado y seguirá propiciando gruesas taquillas y numerososas nominaciones y premiaciones, como el triunfo de Vera Farmiga en el BIFA o la presentación fuera de competencia en San Sebastián. Esta historia, sin tener grandes pretensiones, es digna, y apuesta por la paradoja autodestructiva de la barbarie y el filtro ambiguo de la perspectiva infantil, el cual ha sido respetado por el director británico Mark Herman (Brassed Off, Little Voices) hasta casi mimetizarse con la ingenuidad del protagonista.
Bruno, un niño de ocho años, es hijo de un oficial nazi que, a principios de los años 40, ha tenido que dejar Berlín y viajar con su familia para dirigir un campo de concentración, llamado «Auchviz», que no es otro que Auschwitz. El pequeño todavía no es consciente de los pavores de la guerra y piensa sólo en jugar, tener amiguitos, leer libros de aventuras y explorar los espacios que están a su alcance. El problema es que la mansión donde vive lo aburre y está relativamente cerca del infierno que sufren los presos judíos, lugar que más temprano que tarde terminará encontrando. Herman construye el relato desde la mirada de Bruno, entre aburrido y afanoso por soltarse, y para ello lo coloca en ambientes no sólo oscuros y cerrados, sino también rodeados de barrotes, rejas y vigilantes, que limitan su movimiento e imaginación.
Su capacidad de observación le permitirá ir notando tensiones de sus padres, el fuerte olor de las chimeneas y hechos de aparente incongruencia, como la dedicación a menesteres domésticos de Pavel, un médico judío tomado como sirviente; la permanencia de otro niño, Shmuel, en un área cercada que Bruno cree que es una granja; y el discurso fanático que aprecia en su padre, su hermana Gretel, su tutor Liszt, el teniente Kotler y las primeras lecturas nazis que llegan a sus manos. En la mansión, el encuadre es generalmente furtivo, y los personajes no se comunican con fluidez; en cambio, cuanto más se aleja Bruno de ella, la cámara gana movilidad y corre con él, en un recurso que repite en parte las escenas del comienzo en Berlín. Los diálogos frontales de Bruno y Shmuel, a pesar del ambiente enrarecido en el que se encuentran, son mucho más distendidos que las esporádicas conversaciones que Bruno sostiene en su casa, sin que ninguno de los dos pueda entender del todo el horror que los rodea.
La intención de Herman es obvia, aunque no desdeñable ni carente de cierto manejo narrativo, pero nada más. Es hacer un paralelo entre los encierros del campo de concentración y el mundo opresor, subrayar la infelicidad de los que detentan el poder detrás de una imagen de completo dominio, acercar a los bandos enemigos y recrear el espíritu nazi tanático y fratricida, que se mutila y persigue a sí mismo, encarnado principalmente en la abuela de Bruno, en el padre de Kotler, y en el boomerang de la maquinaria asesina. En esa línea, el filme viene a ser el lúgubre recuerdo de que la aventura siniestra del Tercer Reich no sólo hizo daño a sus vecinos, al mundo y a la Humanidad, sino principalmente a la propia nación alemana, a su pesar hecha de diversos orígenes. Conmueve, pero no agrega algo significativo. El tono infantil llega a aplanar la narración por momentos, y provoca un desfase temporal, pues los hechos transcurren en poco tiempo y se siente muy rápido el deterioro de la estadía familiar. Se precipita el desenlace, punto al que el director quería llegar sin mucho trámite al parecer, y así la película pierde consistencia en el espesor de sus conflictos. Por supuesto, pese a estos reparos, la película merece verse. Uno de sus aciertos es el elenco, hasta en los roles secundarios. Destacan Asa Butterfield y la pareja que conforman David Thewlis y Vera Farmiga, la actriz de Infiltrados de Scorsese, como la mujer que estuvo entre DiCaprio y Damon.
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