Una jornada con los proyeccionistas de cine
Ver películas gratis puede convertirse en una experiencia extremadamente mecánica. Omar, proyeccionista de un cine limeño, trabaja de pie todo el tiempo, yendo y viniendo para atender a sus 12 voluminosas compañeras. Son las máquinas de proyección, grandes roperos de metal que hacen posible la magia, esa que presenciamos cada vez que nos sentamos en las cómodas butacas de nuestro multicine de barrio.
El proyeccionista de una sala de cine de antaño quizá haya disfrutado, desde su privilegiada ubicación, de mejores condiciones para apreciar las películas que por sus manos pasaban. A sus 25 años, Omar ve pasar decenas, cientos de películas, ya no por sus manos, sino por el inmenso proyector que alimenta cada 3 horas -lo que dura una función promedio- con los 4 rollos que completan una película. Las ve todas y no ve ninguna. Cómo podría, cada semana 3 ó 4 películas nuevas llegan a esa línea de producción que es su área de trabajo, aquella área restringida que conocemos como la sala de proyección.
La «sala de proyección» no es precisamente una sala con cuatro paredes, puertas y ventanas. Es algo más parecido a un corredor en forma de media luna, un pasillo estrecho en el que tres personas juntas no podrían caminar cómodamente. A este ambiente se llega a través de tres puertas ubicadas en los extremos del lobby del cine. Tras cada puerta, una angosta escalera de caracol y tubos de metal recorriendo el techo nos anuncian la llegada a una especie de fábrica, su ambiente cargado por la jornada anterior recibe a Omar todos los días, con un aroma a pizza sazonado con el calor generado por las máquinas.
Alimentando la máquina
Paredes grises, de concreto, sin pintar, y una serie de tubos fluorescentes iluminan tenuamente el largo pasillo. Rápidamente comprobamos que se repite el mismo esquema, tantas veces como salas hay en este multicine: Un proyector principal, mueble de casi 2 metros de altura, abre sus puertas por un lado para recibir los rollos de la película. La imagen fotográfica será enviada por un canón ubicado al otro extremo del proyector, y al cruzar una pequeña ventana en la pared llenará de movimiento la gran pantalla.
Para mala suerte de Omar, las especificaciones técnicas del proceso de proyección han determinado que dicho cañón esté ubicado a un metro y medio del suelo. Es a través de aquella ventanita, y robándole espacio a la «trompa» del proyector, que un encorvado Omar verifica que ningún actor aparezca decapitado o que los subtítulos queden fuera del ecran, problemas usuales en las proyecciones diarias. Omar y sus compañeros, lanzando un promedio de 60 películas al día, alimentan el segmento más lucrativo del negocio de los multicines. El 65% de sus ingresos proviene de la venta de tickets, el restante 35% se logra con la venta de canchita, gaseosas y demás chucherías que encontramos en las dulcerías.
Última función
Todos, o al menos los más curiosos hemos visto el haz de luz blanquecina que baila sobre nuestras cabezas durante la proyección de una película. La fuente de aquella luz es una bombilla con la potencia de 20 focos de 100 watts. En el caso de las nuevas salas 3D, la potencia se cuadruplica. El calor generado, como adivinarán, es insoportable en las cercanías del cañón de proyección, calor que incluso puede llegar a ser peligroso. Si la cinta de celuloide que pasa a centímetros de estas poderosas bombillas, se acerca demasiado, terminará en llamas, quemándole literalmente la película a los espectadores.
Mientras uno de sus colegas se encuentra en pleno trabajo, Omar de pie a unos 10 metros de distancia, comienza su labor. A lo lejos se escucha el eco de los comerciales que se presentan antes de las películas. Omar se apura, es uno de los momentos clave de su rutina diaria. Se asoma a la ventanita, confirma que la sala ya está a oscuras, enciende la bombilla, el carrete empieza a girar. Silencio. Empieza la función.
(Este texto fue mi tarea del Taller de Crónicas dictado por Esther Vargas. Gracias a la profe lo pude terminar. También gracias a Lucho, Manza y Anto por leer el draft, y a Rolo por la foto. De yapa, la crónica de Antolín, «Los últimos vaqueros de Lima».)
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