“Lo que es según la intuición interna y lo que el hombre parece ser sub-specie aeternitatis se puede expresar sólo mediante un mito. El mito es más individual y expresa la vida con mayor exactitud que la ciencia”.
– Carl Gustav Jung, Recuerdos, sueños,pensamientos, p.16
No sé por qué simpaticé casi inmediatamente con el título de la segunda película de Claudia Llosa. Es posible que haya sido un caso de prejuicio positivo, no del todo involuntario, por cierto. Y la simpatía creció cuando observé que el filme transcurre en Manchay, un asentamiento humano de Lima al que fui varias veces, allá por la segunda mitad de los años 90, visitando a la familia de Santiago, la persona sobre cuya historia se filmó Días de Santiago, la película de Josué Méndez. Conocía a su esposa desde que ella estaba en el colegio y me encontré con la pareja, antes y después del rodaje de la cinta, siendo testigo del gran cambio operado en la personalidad de Santiago, gracias a su participación en esa filmación. Por tanto, el nexo de La Teta Asustada con Manchay y de esa localidad con Santiago, era ya demasiada casualidad como para no intuir que se venía algo especial y muy distinto de lo que sugerían los primeros comentarios, varios de ellos hechos sin haber visto el filme que comentamos.
Pero estas buenas vibras no hacían presagiar –incluso a sus propios productores– que esta obra lograría el Oso de Oro en la Berlinale, como mejor película y también el premio de la FIPRESCI. Ello porque se trata de una cinta aparentemente sencilla, de tono menor, intimista, en algunos momentos sutil y, en otros, divertida; así como de bajo presupuesto (ni siquiera tiene los fastos ceremoniales de su antecesora, Madeinusa). No obstante, La Teta Asustada es una obra bella y con indudables valores estéticos, que narra la liberación de un trauma por la protagonista en los términos de sus propios patrones culturales y en interacción con otros. No es una cinta “comercial”, en el sentido que no sigue a pie juntillas los patrones dramáticos convencionales, sino que apela al silencio y la sugerencia; como tampoco es un filme de tesis ni mucho menos de propaganda, ya que se centra en la subjetividad de una joven afectada de manera muy específica por una de las secuelas más terribles del conflicto armado interno: la violación sexual, en este caso, la de su madre. Al mismo tiempo, y pese a sus diferencias, esta cinta comparte varios aspectos comunes con Madeinusa y los desarrolla, profundizando la visión que sobre el Perú propone el cine de esta directora.
Economía de medios
Su gran cualidad es la economía de medios, es decir, la gran capacidad de Claudia Llosa para crear sensaciones potentes y duraderas a partir del uso de elementos muy simples. El comienzo –por ejemplo– es notable en todos los sentidos, pues nos transporta a una intimidad que seguirá más allá de la muerte, desde esa pantalla en negro, siguiendo con el canto de la madre de Fausta, su rostro y luego el primerísimo primer plano, tan expresivo, de la protagonista. Aparte de despertar la curiosidad, este comienzo nos instala en la atmósfera que rodea a Fausta, sugiere su legado de horror y nos prepara para su temor permanente. Aparecen también dos tremendos elementos expresivos de esta película: el canto y el silencio. Un poco más adelante tenemos ese plano extraordinario donde la protagonista conversa con su tío, separados por unas cintas de tela celestes en forma de “X”, que sirve tanto para enfatizar la divergencia de criterios entre ambos como para marcar en ella el estigma de la teta asustada; es notable cómo con elementos tan frágiles se puede producir una sensación tan fuerte. Y, luego, en contraste con la vida y colorido del mercado de Manchay, tenemos esas escaleras en el cerro desnudo, también en forma de “X” –pero una X quebrada–, por las que suben Fausta y su prima Máxima; lo cual amplifica tal estigmatización traumática y la proyecta sobre el desnudo paisaje aledaño.
Mundos de sentido contiguos
Aquí nos topamos con una segunda característica, la del aprovechamiento expresivo de las locaciones. Llosa es un ejemplo de la importancia de la ambientación y dirección artística, ya sea por su buen ojo para el manejo del espacio físico existente, como para el diseño creativo de escenografías, con resultados admirables (como sucedió con Madeinusa). En este sentido, el trabajo sobre Manchay destaca tanto por su aspecto documental (el mercado, la participación de la gente), como por la elaboración de algunas situaciones (matrimonios masivos) o la invención de otras (toques de humor negro en las visitas de Fausta a las funerarias locales; y de humor a secas, como el traje de novia de la hermana, la piscinita en casa del tío o el salón de belleza informal). Estos ambientes festivos revelan un mundo con diversidad y tolerancia; así como de multiculturalidad, ya que si bien es un espacio urbano, en el primer matrimonio vemos cómo el presentador habla primero en quechua y luego en castellano. Además, estamos en un ambiente dominado por la cumbia, otro elemento de integración cultural; y, por ello, entienden que Fausta cante sus melodías andinas, ya que sufre el trauma de la teta asustada (y, en ese sentido, la aceptan como parte de su mundo).
La mirada sobre lo popular es muchas veces irónica, burlona (cachosa, diríamos en Perú), pero también tierna y entrañable; y siempre bordeando lo kitsch o naif (léase huachafería, para seguir con los peruanismos). El humor se extiende a los nombres de algunos de los personajes que rodean a Fausta; por ejemplo el tío Lúcido (su “lucidez” se opone a la loca idea de su sobrina de ponerse una papa en la vagina para protegerse de la violación), o los de Severina (su prima) y Perpetua (su madre), que sugieren tanto la gravedad del trauma de la heroína como la extensión en el tiempo de sus efectos.
En cambio, tal ambiente popular está contrapuesto a lo que parece ser una casa-hacienda enclavada en el mismo asentamiento humano, caracterizada por la formalidad, la penumbra y la decoración fría, cuando no convencional. La existencia de tal casona en esa localidad no es real pero tiene sentido ya que Manchay es una zona contigua al distrito de San Juan de Lurigancho, donde hubo hasta siete haciendas en la época colonial y a Jicamarca, ni más ni menos que una comunidad campesina aún existente, dedicada originalmente al pastoreo. Es decir que en un área geográfica común (aunque en épocas distintas) se reúnen, simbólicamente, los tres espacios en los que se desarrollará el relato: lo urbano, lo andino y lo colonial.
Es interesante advertir que esta última locación, presuntamente “pituca” y señorial, es presentada bajo el punto de vista andino; pero tal como la imaginaban los provincianos allá por los años 70 y 80 del siglo pasado. Es decir, que no se trata de la clase alta limeña que muestra –con realismo y conocimiento de causa– Méndez en Dioses, sino quizás de una clase terrateniente post reforma agraria y venida a menos; un grupo social más cercano a las elites dominantes provincianas, antes que a la verdadera clase alta limeña. Cabe recordar que cuando Sendero Luminoso inició sus acciones armadas en Lima, ataca ciertos locales comerciales, los cuales ya no representaban los emporios comerciales de la época, sino que se correspondían a la “modernidad” urbana de una década atrás (años 60 y comienzos de los 70). Esta percepción de los grupos de poder por parte de Fausta nos revela que la mirada de Llosa no se limita a mostrar lo popular urbano, sino que también se hace desde lo popular (específicamente desde lo andino y en un determinado momento histórico, el de la guerra interna de los 80).
Este espacio –que, por comodidad, llamaremos “señorial”– es totalmente ajeno a la protagonista, al punto que es allí donde se siente más temerosa; sobre todo, cuando ve en (el plano desenfocado de) un viejo cuadro la foto de un militar y su espada (que ella asocia con la violación de su madre). Mientras en el mundo popular ella es aceptada, en este espacio decadente y aristocrático más bien pierde su identidad al serle su música “pirateada” y manipulada por Aída, su ama; una dama rubia acompañada por su hijo, un oscuro muchacho que hace todo lo posible por escurrirse en las sombras de ese mundo (interpretado por nuestro buen amigo Antolín Prieto). Como Fausta, Aída también ama la música (de hecho, ambas tienen nombres operísticos –otro detalle irónico, para variar–), aunque lo suyo es ser concertista de piano en un teatro mesocrático, donde se lucirá a costa del arte de nuestra protagonista. Ese plano impactante del piano vertical destrozado, aparentemente arrojado por su dueña, “sugiere” (de manera más insólita que irónica) la sequía de inspiración que afecta a Aída y que la empujaría a pagarle a Fausta por proveerle temas musicales. Hay aquí un interesante contrapunto entre el arte popular andino y su versión occidentalizada; mejor dicho, una interpretación de cómo la cultura oficial percibe (y/o una manera de cómo se apropia de) la cultura popular.
Fuentes para la construcción de lo andino
Nos hemos referido a los ámbitos de lo urbano-popular y de lo señorial, pero con respecto a lo andino, en esta película no lo tenemos como paisaje o espacio físico, sino como una vivencia encarnada en Fausta y en otros personajes: su madre (y, específicamente, en el reclamo de sepultarla en su comunidad de origen), el jardinero de la casa señorial y toda la cosmovisión que motiva las acciones de la protagonista. Para empezar, la misma teta asustada es un fenómeno real, identificado por investigaciones hechas a mujeres víctimas de la violación sexual durante el conflicto armado interno; las cuales traducen esa experiencia traumática en la convicción de que es un mal que se hereda a través de la leche materna “y va a quedar inscrito en su memoria e identidad”, tal como lo refiere la psicóloga Paula Escribens. Lo que es la elaboración simbólica de un shock, emocional y físico que estigmatiza y culpabiliza a las afectadas, el cual fue perpetrado por fuerzas del Estado “que luego no asume la responsabilidad”.
Por otra parte, Emilio Bustamante ha realizado un notable análisis del filme a partir de esa cosmovisión mítica en la que está inmersa Fausta (el cual debe leerse luego de ver la película). Lo importante de su análisis es que explica buena parte de la acción en los términos de esos patrones culturales que definen la presencia silenciosa de las raíces andinas en nuestra protagonista. Así, las imágenes iniciales, la papa en la vagina, las relaciones e intercambios musicales y simbólicos con Aída, el uso del quechua o el castellano en las canciones o el nexo entre una de ellas –Sirenita– y las escenas finales de la cinta, entre otros puntos, describen una visión –desde el pensamiento mágico– de dónde y cómo Fausta superará su trauma. Lo andino, entonces, no se manifiesta en un espacio físico, sino en un sinfín de acciones, relaciones, gestos y objetos que de manera misteriosa se presentan en los otros dos espacios; casi mezclándose con el escenario multicultural de Manchay y contraponiéndose con el señorial. Y de hecho, esta última oposición es extraordinaria ya que muestra a dos mundos aparentemente encerrados en sí mismos –uno, mentalmente (Fausta) y el otro, físicamente (Aída en su casona)– que, sin embargo, ¡interactúan! Más aún, que están íntimamente imbricados, según el análisis de Emilio, desde el punto de vista del mito.
En suma, estamos ante un proceso de empoderamiento en el cual la protagonista superará el trauma por sí misma, apoyada en sus raíces culturales y en interacciones con el mundo popular-urbano (su red familiar y social) y con el mundo señorial (Aída). Como vemos, la descripción de los espacios en que transcurre el filme no es un mero trasfondo, sino que constituye un soporte fundamental para entender la visión que sobre el Perú ofrece el cine de Llosa.
El sonido y el sentido del silencio
Un segundo componente de esta visión mítica-andina es, sin duda, la música y, dentro de ella, el silencio como un importante elemento significativo. En la música el silencio suena, es decir, tiene una función agógica: debe preparar el nacimiento del sonido y debe evidenciar su cese y gradual disolución; además, sirve para que sintamos la respiración –en este caso– de la cantante, y que la música nos haga llegar hasta el mismo hilo vital de la protagonista y de un arte en permanente nacer y morir. Este es un soporte básico para la amplia gama de sugerencias involucradas en el ámbito del mito que tan bien ha analizado Emilio.
Sumemos a ello que desde el punto de vista del lenguaje audiovisual, el silencio es significativo (y en esta película lo es considerablemente) ya que sirve para “encerrar” a Fausta en su mundo cultural y al temor (susto) permanente en el que vive. Pero el silencio es también una forma de desconfianza ante el Estado, por ejemplo, cuando calla ante el médico que niega la existencia de la teta asustada como enfermedad. Más aún, ese mismo silencio evidencia la exclusión, por parte del galeno, de la cosmovisión de la paciente y, por esa vía, de un importante segmento de la población. Asimismo, el rechazo de Fausta a seguir el tratamiento ordenado por el médico tiene un rasgo de desafío al mundo oficial; ella escogerá llegar a esta decisión por sí misma y no por imposición externa. El silencio, por tanto, tiene también una connotación de empoderamiento y de cierta rebeldía.
Como vemos, estamos ante un instrumento significativo muy poderoso y que se convierte en un vehículo para otra característica de esta cinta: la sugerencia. Por ejemplo, en un filme convencional, la decisión de Fausta de aceptar la propuesta de Aída y cantar para ella se hubiera resuelto mediante un diálogo o un breve parlamento dentro del libreto. En cambio, lo que tenemos es a la protagonista en silencio y, de pronto, caminando por los opacos pasillos de la casa, seguida ominosamente por la cámara, cantando mentalmente (en off), luego de lo cual brota su canto al llegar a la presencia de su patrona, sorprendiéndola (y sorprendiéndonos). Escena simple y extraordinaria a la vez, pues lo que parecía una manifestación más del temor de Fausta era su contrario: ella empieza así a vencer sus miedos y a tomar decisiones que la llevarían a acabar con el susto. Y todo esto está dicho por el (poder significativo del) silencio, la música y el movimiento de la cámara; todo lo cual es musical y, al mismo tiempo, sugerido y misterioso. Al ser un producto audiovisual, la amplitud de sentido que se consigue es distinta y mayor que si tomáramos los componentes de audio e imagen por separado; siendo el silencio –que ambos aspectos comparten– el gran vehículo potenciador de significado. Hay varios momentos en esta película en que podemos disfrutar de este tipo de episodios mágicos.
El silencio y su contraparte, la sugerencia, son también fundamentales para referir el ámbito del mito; ya que este funciona con una concepción del tiempo (circular) distinta que la nuestra y el tránsito hacia esta concepción obliga a la desconexión (léase silencio) de Fausta con respecto a los hechos del entorno contemporáneo. De otro lado, los mitos hacen parte de una tradición oral, no tienen la fijeza del texto escrito (y menos, del impreso), varían por la influencia de culturas foráneas (y el sincretismo resultante) y del paso del tiempo, de una de una comunidad a otra y de un país a otro; aunque mantengan una estructura común y universal. Estas modificaciones permiten también que la realizadora haga sus propios cambios o añadidos en el marco de la ficción. Los momentos de cambio en estas leyendas dejan vacíos o diluyen los bordes de su narrativa oral, lo que deja nuevamente espacio para la sugerencia (y el aporte estético) antes que para la enunciación explícita. Pero, además, esta tradición oral sólo tiene sentido en su relación con la naturaleza; es dicha (cantada o representada) en un lugar determinado y en un tiempo que se repite perpetuamente en el ciclo agrícola. De allí la fascinación que despierta el contrapunto entre este despliegue mítico y los espacios urbanos en que se soporta.
La desconcertante fuerza de la sencillez
La asimilación de estos elementos marcados por el silencio y la sugerencia exigen también un determinado tempo, es decir, un discurrir lento y parsimonioso de las imágenes. Lo cual es indispensable para introducirnos gradualmente en los procesos mentales y emocionales de Fausta, en el marco de los espacios sociales y culturales que la rodean. La deliberada –aunque no excesiva– lentitud nos permite detenernos en esas imágenes impactantes (por lo insólitas o simbólicas), como cuando Fausta está dentro de la casa señorial (un segundo “encierro”), o cuando debe preguntar quién toca el portón y, luego, abrirlo y cerrarlo; o la forma en que se acerca para escuchar quién llega. Lo que potencia el impacto de estos gestos y situaciones es el silencio, que nos remite a un mundo mágico y hermético. Aquí pasamos de este efecto misterioso al ámbito del misterio mismo; y la clave está en ese tránsito, ya que en estos estímulos sensoriales reside la esencia del lenguaje cinematográfico. Aunque también es enriquecedor, sin duda, conocer tanto las fuentes de esta introspectiva puesta en escena del mito como de los sentidos emanados por el contexto urbano.
Para este segundo ámbito podemos añadir el admirable trabajo con un buen contingente de actores no profesionales; lo que ayuda en términos de verosimilitud y de contrapeso documental a los escenarios por momento surrealistas en que transcurre el filme. Asimismo, la cumbia del grupo Los Destellos juega su papel –contrastante con la tristeza y pureza del canto de la protagonista– como soporte de la multiculturalidad que reina en ese espacio urbano. Además de los a menudo admirables encuadres encajonados en los que presenta a Fausta y que crean esa sensación de temor y atosigamiento que la aflige. Todos estos son mecanismos por los cuales podemos identificarnos y disfrutar esas diferentes culturas en interacción –o sea, buena parte del Perú– que muchas veces nos son ajenas.
Volviendo a la dupla de silencio y sugerencia, ésta impacta en una estructura dramática que es muy sencilla y en la cual los conflictos son bastante laxos y su resolución en ocasiones es eludida. En realidad el único conflicto importante es el de Fausta consigo misma y lo que sigue es cómo ella lo resuelve apelando a sus raíces culturales. En su relación con Aída, ella se apoyará en su amigo jardinero, con quien se comunica muy bien en términos del mito. Mientras que frente al tema del entierro de su madre, su tío Lúcido se muestra comprensivo, ya que pese a pertenecer al mundo urbano multicultural –o, quizás, por ello mismo–, entiende la naturaleza mítica del trauma de su sobrina. Y todo concluye tan pronto Fausta obtiene el dinero para cumplir su objetivo, cumpliendo luego los rituales correspondientes. Dado que algunas de estas situaciones se resuelven de esa forma vaga y silenciosa –a veces misteriosa– que hemos descrito más arriba, podríamos interpretar la estructura dramática incluso de una forma más sencilla y lineal. Simplemente como una serie de obstáculos que la protagonista tiene que vencer hasta alcanzar su meta, en un ejercicio de suave incremento de la tensión; luego de lo cual, la decisión de la protagonista deviene en un anti clímax y el desenlace, si bien bello, resulta obvio.
Ciertamente, si lo vemos desde el punto de vista del mito, encontramos una historia mucho más dramática e intensa; pero que siempre será, principalmente, un proceso individual y mental de Fausta, según la cita junguiana que encabeza esta nota. Y si bien el mito explica buena parte de la película, hay también una amplia paleta de elementos adicionales que no sólo sostienen el pensamiento mágico, sino que (re)producen otros sentidos sociales y culturales. Por tanto, estamos ante un filme cuya narrativa tiene una función alegórica antes que meramente dramática; es decir, que predominan los contenidos antropológicos e ideológicos –esa visión del país que ofrece la directora– antes que los meramente narrativos.
De la exclusión al empoderamiento
Esta es una película sobre la exclusión social, no sólo por los dolorosos hechos que originan la anécdota del filme, sino por la permanencia de sus efectos en las generaciones subsiguientes. En tal sentido, destaca la existencia de una memoria viva sobre los horrores de aquellos años; memoria invisibilizada u ocultada por el país oficial (y específicamente por el Estado), pero que se mantiene bajo el ropaje (o como una recuperación) de las raíces culturales ancestrales de las afectadas. La idea de memoria, por tanto, no es un tema de mirar al pasado sino de examinar el presente. Vivimos en una sociedad que exige cada vez más respeto a sus derechos y tolerancia frente a la diferencia. Y es desde este punto de vista que resulta inaceptable tanto la exclusión social como el olvido, invisibilización o impunidad frente a la violación de derechos; no solo porque ello pueda repetirse “en el futuro”, sino porque eso pueda ocurrir en el presente. La memoria viva es un tema de actualidad, como lo son las preguntas que hoy se hacen (o se siguen haciendo) los familiares –viudas, hijos, nietos– de tantos detenidos desaparecidos de aquella época. No son temas sólo del pasado ni del futuro, sino –sobre todo– del presente. De allí la vigencia e importancia del tema escogido y de la forma como lo ha desarrollado Llosa en su película.
El segundo aspecto en la visión de esta realizadora, tan importante como el anterior, es la presentación del mundo popular como una sociedad diversa, tolerante (presencia de peinadores gays), multicultural, que es capaz de exorcisar sus miedos o limitaciones materiales (ataúdes chicha o la presunta tumba convertida en piscinita). Una población que no oculta su extrema pobreza, pero emprendedora, que mantiene aspectos comunitarios de ayuda mutua (matrimonios masivos) y posee elevada autoestima (¡la escalera y cola nupcial de Máxima!). No estamos, pues, ante escenas pintorescas o costumbristas, sino imágenes que ofrecen un potente mensaje: el de la posibilidad de ir construyendo una identidad común y de aprovechar los beneficios de la diferencia, pese a la existencia de la fuerte exclusión social existente. Otra forma de verlo es que la existencia de este tipo de relaciones sociales y comunitarias basadas en la tolerancia y la diferencia –que, ojo, existen realmente– hacen innecesaria (obsoleta, improductiva, además de injusta) la exclusión.
El tercer elemento importante del enfoque es una reivindicación del mito, como factor unificador de la experiencia humana y, en este caso, como instrumento terapéutico para la superación del trauma de la protagonista. El descubrimiento del poder de su canto (forma de comunicarse con su madre) y el vencer sus obstáculos subjetivos (temores) son soportes decisivos para su vivencia de lo sagrado; no vienen predeterminados por el mito, sino que exigen de ella el enfrentar lo desconocido, develarlo, exponiendo su propia estabilidad mental. Por ejemplo, la intención original de Fausta era enviar el cadáver de su madre amortajado como bulto en un bus interprovincial, lo cual no tiene nada de “mítico”. Como no lo logró debido a su impericia o falta de dinero, escoge el camino –para ella, culturalmente– más sencillo: el del mito. Gracias a ello es que tenemos ese hermoso desenlace; pero –en teoría– las cosas pudieron ocurrir de manera más pedestre y entonces hubiéramos tenido otro final.
Y es que lo importante es la voluntad de la protagonista por superar su problema psicológico y para ello recurre a los métodos a su alcance, sean estos de cualquier naturaleza; ya que, como hemos sustentado más arriba, los distintos espacios en juego no son “tan” cerrados ni herméticos como parecen. Esto resulta en un proceso de empoderamiento y control por Fausta de su propia alma y consciencia; lo cual tiene, simultáneamente, una lectura mítica. Sin embargo, no hay en el cine de Llosa una escisión entre lo “arcaico”, “primitivo” y “pintoresco”, de un lado, y un comportamiento “moderno”, del otro. Al romper esta falsa dicotomía como condición para el empoderamiento de sus heroínas, la directora revaloriza a los grupos sociales y étnicos a los que ellas pertenecen. Lo que nos espeta en la cara esta película es que en ella no hay nada, absolutamente nada “primitivo” ni “atrasado”; sino todo lo contrario, aquí se plantea el respeto los derechos de grupos étnicos a expresarse según su cultura en pie de igualdad. Mientras no entendamos este punto difícilmente comprenderemos qué es la exclusión social.
De hecho, la sociología moderna –y Bourdieu en particular, al definir el concepto de “habitus”– ha explicado que los individuos y grupos humanos son el resultado de un conjunto de experiencias distintas, que se van acumulando en su experiencia de vida. Eso hace que, por ejemplo, el beneficio económico –que parece un concepto aceptado universalmente–, no sea compartido por algunos grupos o personas cuyas experiencias sobre este tema no hayan sido gratas ni favorables. Lo mismo ocurre con los grupos étnicos, en cuya experiencia convergen experiencias ancestrales con influencias más contemporáneas, de tal forma que esa combinación específica de elementos diversos les resulte completamente coherente; mientras que para otros –que no han vivido tales experiencias– tales comportamientos sociales pueden resultarles completamente contradictorios o incomprensibles. En tal sentido, los filmes de Claudia Llosa, al plantear al público esta problemática –la de poder reconocer al Otro y considerarlo como un igual–, nos instalan en un contexto de respeto (mas no de reverencia ni idealización) por los grupos sociales con los que ella ha trabajado.
Pero la directora no se limita a señalar y describir estos temas. También da un pequeño paso más, hacia la advertencia. En efecto, vemos que el empoderamiento de Fausta tiene como autora casi únicamente a ella misma, con algunos apoyos menores (donde destaca, a falta de un chamán, el jardinero); y que tal proceso se basa principalmente en el recurso a las fuentes culturales tradicionales ya reseñadas. La protagonista exhibe una profunda desconfianza hacia el Estado, al punto que no la vemos asesorada ni apoyada por alguna entidad pública (DEMUNA, Defensoría del Pueblo, Consejo de Reparaciones) y ni siquiera por alguna ONG. Es cierto que en la cinta tampoco se menciona, ni menos cuestiona, a alguna de estas instituciones. Pero sí queda claro un punto: existe la posibilidad de una sociedad diversa, tolerante y hasta solidaria, en la cual es posible el empoderamiento y la superación de traumas producidos por situaciones de violencia y exclusión extremas. Pero si esas circunstancias de exclusión absurdas (por ejemplo, la que representaría Aída) se mantienen, no se puede (o no es necesario) contar con el Estado; basta con uno/a mismo/a, y siempre apoyándose en las raíces culturales y ancestrales.
En consecuencia hay una afirmación de autonomía y una cierta dosis de desafío en la actitud de Fausta, heredada de su antecesora, Madeinusa. Y aunque hayan importantes diferencias entre las dos películas, vale la pena hacer la comparación para entender mejor esta reivindicación de lo étnico en el cine de esta directora.
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