La scaphandre et le papillon
Dir. Julian Schnabel | 112 min. | Francia – EE.UU.
Intérpretes: Mathieu Amalric (Jean-Do), Emmanuelle Seigner (Céline), Marie-Josée Croze (Henriette Roi), Anne Consigny (Claude), Patrick Chesnais (Doctor Lepage), Niels Arestrup (Roussin), Olatz López Garmendia (Marie Lopez), Jean-Pierre Cassel (Padre Lucien), Marina Hands (Joséphine), Max von Sydow (Papinou)
Estreno en el Perú: 12 de marzo de 2009
La breve presencia de Julian Schnabel en el cine ha sido marcada, que duda cabe, por el prestigio ganado como artista plástico. Desde su inicio, el snobismo detrás del autor, le dieron una publicidad excesiva dentro de los círculos independientes. A pesar de esa consideración me resulta agradable ver a La escafandra y la mariposa (no el llanto como la titulan por acá) como la mejor cinta que ha realizado. Inspirada en el libro autobiográfico de Jean Dominique Bauby, la película se extiende por la experiencia que vivió este periodista, editor de la revista ELLE, tras sufrir el llamado “síndrome de cautiverio”, una parálisis total de cuerpo a pesar del estado conciente en el cual se conserva la víctima.
La breve presencia de Julian Schnabel en el cine ha sido marcada, que duda cabe, por el prestigio ganado como artista plástico. Desde su inicio, el snobismo detrás del autor, le dieron una publicidad excesiva dentro de los círculos independientes. Y como no podía defraudar a esas expectativas, el creador se decidió por las letras grandes: biografías de artistas incomprendidos que no solo se convierten en intencionados certificados de la era, genio y rebeldía de estos, sino que también sirvieron para como bocetos del esperado traspaso de su trabajo pictórico a la imagen en movimiento. Fue de esa forma que debutó con Basquiat, una cinta discreta, pero que conserva muchos apasionados defensores.
En verdad lo interesante de aquella visión del conflictuado artista en plena era de la industrialización y el marketing arrollador no eran los postizos instantes arty con el cielo convertido en recurrente sueño marino y libertario, sino el acercamiento a la rutinaria vida diaria de esta élite entre exposiciones y exposiciones (tal vez el único y sincero aporte que nos a brindado el cineasta Schnabel con mucho conocimiento de causa). Por ello no es de extrañar que cuando se inmiscuyó en una biografía como la del mucho más distante escritor cubano Reynaldo Arenas, en Antes que anochezca, el resultado haya sido acumulativo, disperso, fallido.
Con esa corta obra, muy favorecida por el apoyo de actores y artistas de primer nivel, Schnabel bien se pudo haber dado por satisfecho, pero luego de algunos años se ha animado por una ronda más y con un proyecto todavía más resbaladizo. A pesar de esa consideración me resulta agradable ver a La escafandra y la mariposa (no el llanto como la titulan por acá) como la mejor cinta que ha realizado. Inspirada en el libro autobiográfico de Jean Dominique Bauby, la película se extiende por la experiencia que vivió este periodista, editor de la revista ELLE, tras sufrir el llamado “síndrome de cautiverio”, una parálisis total de cuerpo a pesar del estado conciente en el cual se conserva la víctima.
Basta con esa premisa para imaginarse una película depresiva o peor aún de esas lecciones motivadoras que inundan las programaciones televisivas y que por supuesto son el gancho de venta de muchos libros de este corte. Pero el camino peligroso que recorre Schnabel toma un giro menos obvio, al menos en gran parte. Durante los primeros momentos de la película la presentación del caso clínico se torna insólita. La cámara asume la subjetividad del propio Bauby. El desconcierto del personaje es el nuestro mientras recibimos la escasa información que nos proporcionan esas figuras que se apresuran delante de la mirada dominante que poco a poco comienza a reconocerlo todo como si se tratase de un recién nacido al cual le es presentada una realidad, unos padres de los cuales valerse, y un nuevo alfabeto para comunicarse. Esta primera parte es la mejor del film. El rigor y limitación del espacio otorgan a la película una suspensión o paradójico distanciamiento. Es una mirada personal de inicial confusión e inquietud pero que a la vez se convierte poco a poco en refugio para la reflexión.
En un primer momento esta propuesta, no poco radical, me trajo a la mente a Johnny tomó si fusil, aquella interesante y oscura película que dirigiera Dalton Trumbo a comienzos de los ’70. Ahí podíamos ver una narración sostenida en un protagonista despojado de la comunicación, encerrado totalmente en una prisión de carne y hueso de la cual solo permanecían su humanidad y sus pensamientos como único rasgo de identidad. Pero la historia de Bauby o Jean-Do (interpretado sobretodo en voz por Mathieu Amalric), es menos asfixiante. Tal y como lo expresa bien el título original, esta es la historia de cómo este hombre al borde, elabora una forma de trascender de esa armadura o claustro físico aunque sea transformado en otra cosa. Una particular metamorfosis de la cual va reconociendo poco a poco las fases.
Ese mundo alternativo de recuerdos, sueños y pesadillas se va confundiendo con la observación o los tópicos de la representación melodramática a los que tiende la película tras el interesante inicio. Por primera vez veo que los esfuerzos por resultar visualmente impactante le añaden atractivo a una película de su director. La cinta capta por tramos una especie de naturaleza alucinatoria de ese estado de vigilia perpetua en el cual Jean-do recibe experiencia vitales culminantes, y entrega de si mismo algo que se encuentra más allá de fáciles gestos de optimismo o de triunfo ante cada aparente progreso en su condición, o en su relación con los suyos. Menos convincente resulta la observación desde afuera, cuando la cámara se posa delante de él o a su lado para contemplar las escenas al uso con palmadas de ánimo y diagnósticos, ni que decir de la escena de celos que protagoniza la abnegada (falsamente según se sabe) madre de sus hijos interpretada por Emmanuelle Seigner, o las conversaciones con su padre (Max von Sydow). Esos notorios convencionalismos y redundancias de la mitad para adelante nos dejan menos impresionados, pero con ellos le podemos reconocer al esforzado Julian, que ahora sí pinta como un verdadero cineasta.
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