Cuando salí de la sala después de ver Gran Torino, salí con una sensación de querer compartirla. De llegar a casa y decirle a mis padres que vayan al cine a verla lo más pronto posible, de esperar que sea la elección de mis amigos el martes próximo. Era un must completo.
De Gran Torino tenía dos referencias, el trailer que proyectaban en el cine y el comentario de un amigo que decía que era considerada una masterpiece. Ver para creer, dice el dicho. Para ser sincera el trailer no me provocó mucho, pero pudo más mi curiosidad y una invitación para estar en el preestreno, y dejarme rendir por la belleza del filme.
Las películas nos pueden hacer sentir o imaginar cosas, nos proyectan sueños, ideas o tan sólo nos entretienen. Son muy pocas aquellas que se quedan de tal manera en nuestro sentir que nos hace sonreír el alma. Esas, para mí, son obras maestras. Y lo que Clint Eastwood hizo con esta realización ha sido como un abrazo casi tangible, un susurro de tranquilidad de quien a sus casi 80 años ha sentido, aunque sea por un segundo, el inevitable peso de la edad. Los años se acaban. Los seres humanos no somos eternos.
Es así que Eastwood se transforma en el reciente viudo Walt Kowalski, el abuelo al que algunos tendríamos temor o recelo, pero que en pantalla pasa a ser casi ignorado por su familia y redescubierto por un par de jóvenes de origen asiático mostrando al espectador sus aparentes facetas escondidas. ¿Cómo es que otros ven belleza donde aparentemente no la hay? Kowalski es un hombre rudo, necio, pero un hombre finalmente, es ahí que la línea entre el realizador y su personaje se va volviendo delgada. Ya no sabía si veía al mismo Eastwood en pantalla.
Pero a pesar de todo entendemos al personaje, las circunstancias que fueron formando su vida y lo aceptamos, nos reímos con él, lloramos, lo queremos. En ese momento es cuando se siente esa fibra que puede tocarnos a todos, la tercera persona. Somos tan externos como Thao y Sue para poder ver a esa persona que la misma familia de Walt no pudo comprender. Acá entra una reflexión moral acerca de cada espectador y su mundo particular, su núcleo familiar y su papel en él.
Una persona muy sabia me dijo una vez que las personas no sabemos recibir, no sabemos aceptar el afecto de los demás y estamos en constantes críticas de éstas. Es así que los hijos de Walt no pudieron jamás comprender a su progenitor, que su cariño era tosco y soez, justificable o no, eso no se discute, el afecto estaba ahí. Afecto que supieron comprender los jóvenes inmigrantes que al igual que Walt, buscaban un sentido de pertenencia en una sociedad marcadamente mixta y segmentada. En el caso de nuestro protagonista su búsqueda no perseguía la redención espiritual que un persistente sacerdote se encargaba de recordar, cuando lo más difícil es perdonarse a uno mismo y poder verse de nuevo la cara en un espejo con tranquilidad y sin vergüenza. Esa era su constante búsqueda y su penitencia fue adoptar a esos muchachos. Después del perdón viene la reivindicación, honesta y trabajada. Thao y Sue se convierten así en su camino de redención personal, muy lejos de la que el joven cura pretendía y quien finalmente va comprendiendo las verdaderas dimensiones de la vida.
Clint Eastwood se vuelve, a las finales, en el mismo Gran Torino que cuidaba con esmero; antiguo, elegante y valioso, que finalmente tuvo unas nuevas manos que lo manejen por nuevas rutas. Eastwood, como director, es desde ya eterno.
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