Creo que ya no sirve de mucho decir que, como acabo de llegar a Lima, todavía me estoy adaptando a vivir de nuevo en la ciudad. Ya no tiene sentido decir eso porque ya tengo mis meses desde que volví de la selva, pero en realidad así lo sigo sintiendo. Pero hay dos factores primordiales que van cimentándome y me recuerdan mis largos años de muchacha capitalina: cine y música.
Entonces, siguiendo mi terapia, el lunes fui a la presentación del documental de Lucanamarca que se realizó en el UVK de Larcomar. Un documental del que desconocía su existencia hasta el día que me preguntaron si deseaba asistir al evento. Con la mente totalmente ajena al proyecto y conocimientos parciales de los hechos, llegué. Corriendo, pero llegué, para encontrarme con un mar de gente y una sala que se iba llenando rápidamente con el poder de convocatoria que un trabajo como este podría tener.
No entiendo mucho de cine en un sentido técnico o tal vez histórico, lo que sé es lo que siento cada vez que me ubico frente a una pantalla y me dejo transportar por distintas miradas y por la capacidad que tienen otros de llevarnos a mundos y perspectivas diferentes. Pero con los documentales suceden otras cosas, ya no tenemos personajes que fueron concebidos en la cabeza de algún creador o relatos pincelados de esas historias basadas en vidas reales. Con los documentales tenemos a las personas tal como son y es sólo esa realidad que supera ficciones la que nos vuelve a conectar al prójimo.
En esa línea el trabajo me parece efectivo y educativo. Llama a una sana reflexión de acontecimientos que muchos desconocíamos, pero lo que más resalto es la capacidad de rescatar y aislar las dimensiones de esas almas dolidas para generar, en mí caso, la siguiente pregunta; ¿la culpabilidad define la justicia? Me refiero en un sentido de búsqueda de justicia propia y de calmar las heridas, más allá de los contextos políticos. Mi reflexión va por un lado de perdón personal en camino a la paz interna que las personas retratadas supuestamente empezaron a realizar al enterrar a sus muertos. ¿Cómo una persona podría cargar a su propia familia? El colectivo de la carga de ataúdes se convierte en mi escena favorita, pero luego me doy cuenta que están solos. Cada uno de ellos, en medio de esa masa humana, están solos. Así como algunos de nosotros los vimos entre el público, al acabar la proyección, tan sólo de lejos, mientras estirábamos la mano para agarrar un bocadito y una copa de champagne.
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