Dalkomhan insaeng
Dir. Kim Ji-woon | 120 min | Corea del Sur
Intérpretes: Byung-hun Lee (Sun-woo), Gi-yeong Lee (Mu-sung), Dal-su Oh (Myung-gu), Jeong-min Hwang (President Baek), Ku Jin (Min-gi), Roe-ha Kim (Mun-suk), Yeong-cheol Kim (Sr.Kang)
A pesar de ser una película de gángsters, A Bittersweet Life incluye ciertos rasgos típicos del western, un poco inocentemente colocados; por ejemplo, algunos de los asesinos manejan las pistolas como en las películas de vaqueros y dentro de la banda sonora musical tenemos un apropiado tema interpretado con la guitarra (en realidad, una pieza española de Francisco Tárrega) que le da un toque, pero solo uno, propio de la películas “del oeste”. Los momentos de soledad de Sun woo –en su departamento, comiendo dulces en el hotel, en su automóvil, en pausas de sus varias peleas y mientras vigila a Hee-soo, la novia de su jefe– no son muchos, pero sí son claves en la película, ya que le marcan el ritmo a la acción; es decir, crean un contraste entre esos momentos introspectivos y las subsiguientes escenas de vertiginosa y violenta acción externa.
No deja de sorprender el éxito de los realizadores surcoreanos en el manejo creativo, virtuoso y eficaz del thriller policial. Lo original de esta película no es tanto su historia como la manera en que ésta ha sido contada. El punto de partida es la femme fatale, aunque en este caso se trata de la mujer fatal probablemente más inocente que haya existido en la historia del cine. De allí en adelante estamos ante una historia de venganza, aunque no tan pretenciosa como la de Oldboy (o las del resto de la famosa trilogía) de Chan-Wook park, sino más bien una retaliación –si cabe– no tan desmesurada; aunque las pruebas a las que someten al héroe y las acciones que este tomará para vengarlas son espectaculares. Si bien hay escenas de violencia extrema, nuevamente, no llegan al grado de extravagancia de lo que vemos en la citada trilogía; en cambio, tenemos un cierto aliento poético gracias a unos sugerentes prólogo y epílogo que dan sentido a los momentos reflexivos e introspectivos del protagonista.
Si el plano inicial durara un poco más, parecería el inicio de un filme de Tarkovski; más aún cuando se cita en off una de esas fábulas orientales que nos invitan a examinar la subjetividad del héroe, lo que se repetirá al final –a manera de irónico colofón– con otro de esos paradójicos diálogos. Casi inmediatamente se nos presenta al protagonista, Sun woo, quien administra un lujoso hotel y es la mano derecha del jefe mafioso Kang. Gran parte del atractivo del filme reside en el trabajo de este personaje, el cual es una especie de ejecutor, un frío asesino profesional, joven, elegante, independiente y solitario; al que sólo veremos mostrar sus verdaderos sentimientos –mediante una franca sonrisa– en una sola oportunidad, en unos insertos durante el desenlace de esta notable obra.
Los momentos de soledad de Sun woo –en su departamento, comiendo dulces en el hotel, en su automóvil, en pausas de sus varias peleas y mientras vigila a Hee-soo, la novia de su jefe– no son muchos, pero sí son claves en la película, ya que le marcan el ritmo a la acción; es decir, crean un contraste entre esos momentos introspectivos y las subsiguientes escenas de vertiginosa y violenta acción externa. Estás últimas presentan situaciones tan extremas, pero a la vez tan bien realizadas, que nos hacen olvidar ciertas debilidades del guión; por ejemplo, la relación semi paternal, insuficientemente marcada entre los el jefe mafioso y el héroe. Momentos memorables son la escena con los vendedores de armas y el siniestro taller de torturas del secuaz de Baek. De otro lado, los toques de ultraviolencia carecen de la ironía con que se presentan en otras cintas asiáticas y más bien logran un buen equilibrio entre realismo y estilización; lo que garantiza una buena dosis de adrenalina.
A pesar de ser una película de gángsters, A Bittersweet Life incluye ciertos rasgos típicos del western, un poco inocentemente colocados; por ejemplo, algunos de los asesinos manejan las pistolas como en las películas de vaqueros y dentro de la banda sonora musical tenemos un apropiado tema interpretado con la guitarra (en realidad, una pieza española de Francisco Tárrega) que le da un toque, pero solo uno, propio de la películas “del oeste”. Los otros dos temas musicales son la típica melodía sentimental (interpretada por el quinteto de piano y cuerdas donde toca el violoncello Hee-soo) y los motivos que acompañan las escenas de acción. La banda sonara integra, por tanto, los distintos elementos estilísticos muy sutilmente incorporados al policial (melodrama, western). Mención aparte merece la fotografía que destaca el contraste entre los ambientes de lujo y los lugares marginales, ambos dominados por la penumbra ya que la acción transcurre casi siempre en la noche y principalmente en interiores; lo que aporta también su dosis de homenaje al cine negro norteamericano. Esta iluminación en ningún momento es intrusiva y más bien soporta el suspenso en diversos momentos, así como la intuición que rige las decisiones de los jefes mafiosos y la acción de sus sicarios.
Pero este eficaz contraste entre unas pocas escenas introspectivas y las de violencia de alto voltaje no es el único contrapunto significativo en esta película. Recordemos el prólogo y el epílogo, que nos llevan al escueto episodio sentimental del héroe; el cual no sólo ocupa una muy pequeña porción de la cinta, sino que inclusive es una situación amorosa de un solo lado. Es decir, la chica que desencadena toda la orgía de sangre y venganza entre los mafiosos ignorará haber sido la causante de todo. Más aún, nunca sabrá que ella logró despertar el amor en ese frío y eficaz ejecutor criminal. Pero esta circunstancia está solamente punteada al inicio y recuperada, también muy puntualmente, al final del filme, luego del desenlace; donde hay una breve escena, muy bien pensada, de rememoración del protagonista respecto a esta situación, y donde aparecen también unos insertos omitidos en la primera parte que terminan de dar sentido a toda la obra.
Por tanto, de femme fatale nada. Hee-soo da lugar sólo a un elemento melodramático muy limitado, pero que ofrece el pretexto para el castigo y la venganza del héroe; lo que constituye el gran atractivo de la película como obra de género. Al mismo tiempo, al estar el despertar amoroso de Sun woo sugerido y no explicitado, hay un cierto hálito poético en torno a este dato. Recuerda la paradoja planteada en el famoso poema Helena, de Yorgos Seferis, que describe un episodio de la obra homónima de Eurípides, según la cual quien habría estado en Troya no sería Helena, sino su sombra:
“En Troya, nada –una ficción–.
Así lo querían los dioses
y Paris yacía con una sombra como si fuera una criatura viva.
¡Y por Helena estuvimos degollándonos diez años!”
Es decir, que la guerra de Troya ocurrió por un equívoco: Helena nunca se juntó con Paris, sino que tal situación fue producto de su imaginación; y esta fue la verdadera causa que desencadenó esta epopeya bélica. Y sigue, más adelante en el poema, la siguiente reflexión:
“…he fondeado yo solo con esta fábula
si es verdad que es una fábula,
si es verdad que los hombres no caerán más
en la vieja trampa de los dioses…”.
Aquí no sólo se sugiere que esta guerra fue gratuita, sino también que tal lucha pudo ser producto de “la vieja trampa de los dioses”; es decir, la de enfrentar a los hombres entre sí. Mientras que en la cinta que comentamos la guerra se desata por una mujer, pero esta también sería “una sombra” (con respecto a Sun woo y Kang), ya que ella no ama a ninguno de los dos, sino a un tercero. Y si bien Hee-soo está sometida a los dioses (léase, gángsters), despierta en ellos –por obra del destino (léase, involuntariamente)– pasiones que los llevarán a la destrucción.
Recordemos, en ese sentido, que el señor Kang escogió a su segundo para vigilar a su joven novia, justamente porque este no conocía el amor (y, digamos de paso, tampoco el miedo). Hay aquí también un nexo de este episodio con aquellos mitos en los que el dios envía a su hijo en una misión y éste le traiciona por sucumbir a la principal de las tentaciones humanas: el amor. En este caso, a diferencia del citado episodio griego, lo humano se cobra venganza de los designios divinos (egoístas y posesivos). Tomo estas referencias para mostrar cómo, a nivel de la estructura audiovisual, tenemos también un contrapunto entre los momentos introspectivos del héroe y su proyección hacia el plano intemporal del mito y la tragedia.
Pero, además, el director Kim Ji-woon añade –irónicamente– su propio enfoque de intemporalidad bajo el rótulo “el cine, paradigma de la existencia”, que aparece como moraleja al final de la cinta. En efecto, en el diálogo del prólogo, el maestro le hace notar a su discípulo que la realidad transcurre en “la mente y el corazón”, es decir, en la subjetividad. En la anécdota del epílogo, el discípulo de explica al maestro que sufre no por haber tenido una pesadilla; al contrario, el sueño que ha tenido ha sido “dulce” y él llora porque no puede hacerse realidad. O sea que le “devuelve la pelota” invirtiéndole los términos: la realidad no está en lo subjetivo (los sueños), sino en una realidad objetiva que finalmente le resulta adversa.
Ambos comentarios funcionan en relación con el inicio y final de la acción dramática, pero también como parte de esta proyección hacia lo intemporal; como una especie de círculo vicioso en el que está atrapada la existencia humana y que el cine muestra. Esta es otra versión de los conflictos entre dioses (el maestro) y hombres (el discípulo). Y los extraordinarios planos finales, donde vemos al protagonista y su reflejo en el vidrio de una ventana del hotel, tomado a ambos lados de esa luna; apoyan este concepto de un ida y vuelta entre lo objetivo y lo subjetivo (lo interno y lo externo, el individuo y el mundo). No en vano el héroe “voltea” en el mismo corte en que la cámara pasa de un lado al otro del vidrio que oficia como doble espejo.
Lo admirable es cómo esta discusión filosófica aparece sugerida con unas pocas y breves escenas, estratégica y simétricamente ubicadas en la narración; lo que permite que el filme funcione en diferentes planos: como un thriller eficaz, como el despertar emocional del protagonista, como reflexión sobre la existencia humana. De esta forma, la ficción implícita en el relato de la venganza del héroe se conecta con la realidad del mundo mediante el despertar del amor. El ambiente del hampa –por la venganza– se revela entonces como un escenario autodestructivo en el que no es posible “dar vuelta atrás”, como lo reclama (también para sí mismo) Sun woo; e inhabilita al individuo para el amor (el héroe es incapaz de enunciar sus propios, nacientes, sentimientos; pese a la brutal tortura a la que es sometido). El verdadero amor, el de Hee-soo, existirá fuera del mundo del hampa, en el mundo real; lo que provoca el breve y resignado comentario del héroe: “¡qué crueldad!”.
Un plano clave que conecta estos tres niveles narrativos es un zoom in hacia la cabeza del héroe tomado de espaldas, mientras éste escucha la grabación del quinteto de piano y cuerdas en donde participa Hee-soo. Cuando al final volvemos a esta escena, empezamos en este plano, pero ahora sí el director presenta a su personaje “del otro lado”, o sea, frontalmente y podemos examinar sus reacciones frente a su vigilada. Aun así, la ve desde la ventana del estudio de grabación; es decir, siempre separada de ella por pertenecer al mundo del hampa (autodestructivo), distinto del mundo “real”. Pero entonces saltamos de este juego en el contexto del relato a un juego puramente formal, en el plano del lenguaje audiovisual, en las mencionadas tomas finales de la película. Y lo que hace el cine –como “paradigma de la existencia humana”– es devolvernos de este relato al del mundo “real”, en su constante vaivén de lo objetivo a lo subjetivo y viceversa. Todo ello envuelto en este sutil y maravilloso juego de reflejos con el que se cierra el filme.
En consecuencia, A Bittersweet Life es una celebración del cine como arte que muestra la realidad del mundo desde (y pese) a tratarse de ficción. En otras palabras, Kim Ji woon nos revela cómo incluso el cine de género, sin dejar de serlo, puede elevarse más allá de sus limitaciones formales y poner en escena problemas centrales de la existencia humana. Y lo hace justamente a partir de los formatos de género aquí analizados, de tal manera que a un espectacular thriller de suspenso y violencia se le adicionan unos muy pocos episodios adicionales y unos sencillos planos y procedimientos audiovisuales; resultando de ello una valiosa recreación –humana y filosófica– del género policial como “paradigma de la existencia”.
En suma, una película eficaz en términos de público y con singulares valores artísticos, razones más que suficientes para que las distribuidoras no la hayan exhibido por estas (y muchas otras) tierras; quizás con la esperanza de que hagan algún remake en Hollywood, castrándola de tal forma que sirva a sus peculiares criterios comerciales y estéticos.
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