La película uruguaya Gigante, opera prima del bonaerense Adrián Biniez, es una de las mejores participantes en la Sección Oficial de Ficción, y explica por qué fue finalista de la Berlinale donde ganó La teta asustada. Es el retrato intimista de Jara (Horacio Camandule), corpulento vigilante de un supermercado que aprovecha las cámaras de seguridad de su trabajo, para espiar permanentemente a Julia (Leonor Svarcas), joven empleada del mismo centro de labores. Surge una perturbadora fijación de voyeur que oscila entre el tanteo de información, la aproximación al peligro y el estallido de la violencia. Pese a que el protagonista aplica la fuerza ante cualquier aspereza, proyecta bastante ternura, aunque filtrada por la ambigüedad fronteriza de la alienación. Sin dejar de tener su propia identidad, viene a matizar recientes personajes del cine argentino, solitarios, herméticos y antisociales como él, una suerte de cercana parentela (por momentos, incluso, aflora el recuerdo de El custodio, con el sello inconfundible del actor Julio Chávez).
Biniez no repite la fórmula del minimalismo agudo y la patología grave que ya dio visos de agotamiento en su país natal. Su propuesta también expresa un mundo personal muy concentrado con notable economía de recursos, donde el atractivo de las imágenes furtivas se complementa y potencia con los escasos diálogos y sonidos, cuidadosamente dosificados. Pero no cae en excesos cerebrales, airea la puesta en escena, desde el juego de cámaras que persigue a Julia y a otros trabajadores, hasta los esfuerzos de Jara por interactuar con los demás, con el fin de tener el mapa más claro posible de su pretendido tesoro. El joven director diversifica la iluminación de interiores y exteriores, nocturnos y diurnos, jugando con los linderos de la pantalla chica; crea espacios y dimensiones verosímiles, en los que Julia luce muy distinta dentro y fuera de los monitores que controla Jara, primero constreñida a una pálida imagen de circuito cerrado, opacada y triste, y luego liberada y bella en sus ratos libres en la vía pública. Este tratamiento corporal encuentra su contrapunto en el físico aparatoso y pesado de Jara, espíritu vulnerable que recibe golpes o los da con la misma naturalidad. Las actuaciones de Camandule y Svarcas, entrañable pareja a la distancia, son muy acertadas y revelan el trabajo compartido con Biniez.
La película traza una superposición de mutuos acechos y una constante inversión de roles: Julia es objeto de un escrutinio tras otro: el dispuesto por la empresa con sus omnipresentes cámaras, el emprendido por Jara, el de un acompañante ocasional que recién la conoce y el patrullaje de un supervisor por los pasillos del local. A su vez, Jara observa celosamente a ese burócrata que realiza un trabajo parecido al suyo, pues comparten el oficio de vigilar, pero con sensibilidad y cuota de poder distintas. El «colega» no necesita de las máquinas para imponer su presencia y amenazar al personal con el despido. Aun sin diálogo que lo subraye, queda claro que Jara lo desprecia por asumir literalmente el libreto de su ingrato rol. Del mismo modo, sigue en la calle a la chica, y extiende la acción hacia su «amigo», que resulta siendo igualmente un hombre poco sociable que busca mujeres por Internet y luego busca conocerlas en persona, sin mucha suerte. Y el punto máximo en este aspecto, es cuando el caminante se expone a la mirada de ella a través de una cámara que escapa a su control.
Gigante, entonces, es un relato con suficiente flexibilidad para inyectar ironía y humor, y a la vez crear suspenso, sin abandonar las coordenadas básicas de su premisa. Desde ahora, su autor ingresa en la lista de nombres de interés del cine de América Latina.
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