Se ha iniciado el diálogo alrededor de la premiación del 13er Festival de Lima, y sirve para comentar algunos puntos. Entre otras obras, La nana se llevó los dos premios principales del certamen, el de la Sección Oficial y el de la Crítica Internacional. En mi opinión de la cinta, sugerí que terció entre algunas competidoras que llegaban como favoritas y se impuso con cierto grado de sorpresa. Se trata de una magnífica película y una digna ganadora; sin embargo, creemos que otras cintas, en el contexto de sus propuestas, tenían mayores logros expresivos. Pero lo que me atrae del tema es que este resultado se da, como también refiere Oscar Contreras en un comentario -«una vanguardia que no sé si empieza a envejecer (aunque naturalmente esté condenada a ello)»-, en medio de un clima de aparente agotamiento de la estética que el cine de América Latina ha estado cultivando con éxito desde hace un buen tiempo, especialmente en la última década, apuntalando carreras e involucrando varias cinematografías. Michel Ciment, miembro del jurado de la Sección Oficial, generó polémica en su paso por nuestro país, pues cuestionó en conversatorios del festival y entrevistas periodísticas el apego que la crítica internacional, y en particular la peruana, ha prodigado a ese cine. En diálogo con Rodrigo Bedoya, el crítico francés comentó:
¿Qué opina del cine latinoamericano actual?
Es un tema complicado. Lisandro Alonso tiene talento visual, pero encuentro que el suyo es un cine elitista. Para mí, la grandeza del cine es la posibilidad de comunicar con el espectador. Tengo la impresión de que en América Latina hay una corriente del cine que va dirigida a los críticos, y que estos respaldan, admirando el rechazo del público a esos filmes. He visto la nueva edición de la revista Ventana indiscreta, en que se habla del cine latinoamericano de la última década y en que varios críticos hacen sus listas de las mejores películas de la región. Me he quedado estupefacto al ver que las diez primeras son Hamaca paraguaya o cintas de Lisandro Alonso, y que películas como Amores perros o El laberinto del fauno son apenas mencionadas. Ese cine extremadamente rico, ambicioso, que llega a un mayor público, no existe. Erwin Panofsky decía que el artista corre dos riesgos: el de ser una virgen (no hacer el amor con nadie y tener 1.200 espectadores) o el de ser una prostituta (ser un director banal y correr detrás del público). Para mí, los grandes artistas no son ni vírgenes ni prostitutas. La ambición de hacer que el cine se parezca al arte moderno, totalmente distanciado de la intervención del público, no es el ideal al cual debe llegar el cine.
Esta vez no estuvo en la lid Lisandro Alonso, el autor de La libertad, la emblemática Los muertos, Fantasma y Liverpool, o una cinta como Hamaca paraguaya, la laureada opera prima de Paz Encina, que vienen a ser los puntos más pronunciados de esta tendencia. Pero sí participaron películas que de alguna manera conviven y dialogan con su estética, en mayor o menor grado, mediante una puesta en escena muy calculada que prefiere simplificar incidencias en el relato, no subrayar significados y más bien sugerirlos sutilmente, con una cámara que muchas veces se dedica a contemplar actitudes silentes o lacónicas, en plan deambulante y de interiorización de sentimientos y sensaciones. Es el caso, por ejemplo, de La teta asustada -a diferencia de la hiperbólica Madeinusa-, Gigante y Excursiones. Pero lo interesante es que La nana comparte con esas cintas la naturaleza de sus protagonistas (Fausta, Jara, y el dúo Marcos-Martín), todos personajes introvertidos, solitarios, tímidos, hipersensibles, marginales, con dificultades moderadas o graves para interactuar con los demás, y sobre todo, transgresores.
El matiz de Raquel, la trabajadora del hogar que encarna estupendamente Catalina Saavedra en la película chilena, radica en que sus mecanismos de ataque/defensa son más notorios y explícitos, ya que el director Sebastián Silva no es que deje entrever cómo hace la mujer para detentar el poder, sino que la filma con desenfado en la planificación y ejecución inmediata de sus cínicas maniobras, que forman parte abiertamente del statu quo de la casa. Es un pacto perverso que establece con la familia que la acoge tantos años, en la que ambas partes se adoptan mutuamente. Además, Silva agrega a esa mirada atenta que mencionábamos como elemento común, recursos de la comedia de situaciones, que le sirve para mostrar entre sonrisas y sobresaltos las arremetidas de Raquel y el clima de parque de diversiones en que viven sus jefes, siempre a merced de sus caprichos. Esas andanzas, que llegan incluso a la violencia física y que amenazan con un desenlace peor, implican mucho más que una batalla laboral: Raquel se aferra a la familia que reemplaza a la que no posee, alterando los roles desde sus aparentes debilidades, y manejando a su antojo el espacio en el que supuestamente ocupa un lugar subordinado. Pues bien, a través de estos elementos, La nana se comunica con el público sin trabas y sin mayores concesiones, y eso es un mérito y una necesidad que no se puede soslayar en el cine latinoamericano, un vecindario que siempre sufre en boletería y donde el cine argentino, efectivamente, se luce en la pantalla -aunque este año El niño pez no me impresionó y Los paranoicos no me convenció-, pero desafallece en sus plateas en la mayoría de sus docenas de estrenos. Es decir, esta vez ese carácter más poroso y menos glacial sedujo a los jurados e inclinó la balanza a su favor.
Recuerdo que hace tres años, cuando vimos en el festival El custodio, la notable obra de Rodrigo Moreno, ya había voces que hablaban de fórmulas previsibles. Lo mismo pasó con El otro, y el año pasado La mujer sin cabeza, admirable cinta de Lucrecia Martel, polarizó las opiniones. Como ocurre con todas las corrientes, esta poética se agotará, tras lo cual es de esperar que los principales autores habrán accedido maduros a una nueva etapa. En estos momentos, ya estamos al parecer en medio de una transición. Coincido con que los cineastas de la región no deben olvidarse del público, porque es componente del crecimiento de una cinematografía, y La nana es un buen ejemplo en ese sentido, pero hay que tener claro que esta veta en cuestión, es hija, en parte, del sistema internacional de fondos de ayuda y festivales que socorren a las cinematografías nacionales y a las sensibilidades más singulares que no encuentran sitio en la monocorde cartelera comercial dominada por las Majors. Ha sido una opción que se debía explotar, pues no sólo ha funcionado expresivamente, sino que, por lo general, el intimismo minimalista requiere de pocos intérpretes y escasas locaciones, justamente porque se centra en el individuo, y a menudo en uno solo. Sin duda, esas variables facilitan su producción, especialmente en directores que dan sus primeros pasos y que juntos han constituido un sello generacional.
Para acentuar más la polémica, el jurado de la Sección Oficial, que otorgó un especial reconocimiento a Gigante, premió el guión de Mal día para pescar, un filme a mi juicio bastante irregular. Por su lado, en una posición contraria, el jurado de la Asociación Peruana de Prensa Cinematográfica (APRECI) concedió el primer galardón de su historia a otra película chilena, Huacho, opera prima de Alejandro Fernández Almendras, una propuesta radical que, además de minimalismo, busca registrar verídicamente la cotidianidad de una familia campesina interpretada por pobladores, actores no profesionales, de la comunidad donde se filmó la cinta.
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