En la primera parte de este artículo discutimos cómo La teta asustada describe un proceso de empoderamiento e integración a una sociedad inclusiva, basada en el diálogo intercultural y el rescate de tradiciones andinas, todo ello traducido en lenguaje de cine, con alto grado de estilización y excelencia artística. Ello en un contexto global caracterizado por la eclosión de particularismos locales, regionales y nacionales; en un mundo pluricultural y crecientemente multipolar. Ello en respuesta a cuestionamientos sintetizados por el periodista peruano Aldo Mariátegui, que representan una corriente de opinión importante, con la que es preciso dialogar y debatir. En esta segunda parte contrastaremos el esquema mental de este comentarista con el de Fausta, para ilustrar la idea de comunicación intercultural; lo que se aplica también para algunos sectores que desde la extrema izquierda o la academia que han criticado a esta directora. Mencionaremos en el camino la relación entre individuo y cultura en el cine de Llosa.
La teta incomprendida
La incomprensión de estos temas por Mariátegui se debe a sus propios demonios internos. Su visión del mundo se basa en una profunda desconfianza, lo que le conduce a encontrar e imaginar siempre motivos subalternos. Esto no es raro, ya que el Perú tiene el mayor índice de desconfianza entre sus propios ciudadanos en el continente americano: 47.1 puntos, sólo superando a Haití, según el Latinobarómetro 2008 (p.50). Sobre esta base es que Mariátegui adopta un enfoque conspirativo calificando a quienes no piensan como él como caviares o terroristas; los que no se diferencian en mucho, ya que unos apoyan a los otros. Apelando al sarcasmo, critica el “doble rasero” de estos y otros grupos para poder erigirse como juez supremo de lo que es buen peruano (piensa como él) y el “mal peruano” (discrepa de él), adoptando ocasionalmente un desagradable tono apocalíptico. Este esquema simplista, que en realidad está tomado casi exactamente de los grupitos de extrema izquierda, le sirve para juzgar casi cualquier asunto que se le ponga enfrente, no sólo en el Perú, sino en el mundo. Es por eso que ya dictaminó qué es “cine peruano” y qué “no lo es” o cómo “debe serlo”.
En esa línea, advierte que no se subirá “al carro de los aplausos de los convenidos”, sugiriendo luego lo que en otras oportunidades ha afirmado: que los jurados internacionales premian las películas no por sus valores cinematográficos sino porque “presentan a nuestra gente como bárbaros”. Pero inmediatamente abandona esta “defensa” de los retratados en la cinta de Llosa para denigrarlos, afirmando que la dignidad y autoestima “nacionales” son afectados por quienes no se dan cuenta de que están siendo utilizados para “ganar premios”. Por tanto, que la gente de Manchay carece de autoestima y, lo que es peor, que así ofenden al resto del país. Es decir que incluso cuando Mariátegui intenta ponerse del lado de los marginados, no puede con su genio y termina por discriminarlos utilizando un chauvinismo insultante. De esta forma, también pretende erigirse en juez de lo que es ser un “buen” peruano y uno “malo”. Con este comportamiento intolerante, se expone a que le reboten en la cara los propios epítetos excluyentes que lanza contra Llosa, ya que termina reconociendo que lo que más le preocupa es el “qué dirán” en el extranjero. Preocupación típica, esta sí, de un “limeñito blanco metido a intelectual”, versión local de esas atildadas damas norteamericanas a las que Borat obsequia cortésmente con un paquetito de sus excrementos.
Con esta breve antología de la discriminación y la desubicación, difícilmente Mariátegui entenderá este tema de la diferencia cultural o las secuelas de la violencia contra la mujer en conflictos armados. Recordemos que acusó a Hilaria Supa, una congresista quechuahablante de ¡cometer faltas ortográficas!; y permitió que desde el diario que dirige se hiciera un llamado a eliminar a los indígenas amazónicos arrasándolos con napalm. El origen de estas y otras barbaridades es el profundo temor a lo desconocido, que constituye –en su caso– una primera barrera para conocer y entablar un diálogo con el Otro. Temor a lo desconocido no desde un punto de vista racional, por supuesto, ya que Mariátegui es lo suficientemente inteligente para entender de cabo a rabo lo que está involucrado en estas películas. A lo que teme es a los efectos que este conocimiento pueda suponer sobre sus demonios interiores y sus (re)sentimientos más profundos (porque este es el nivel en el que interviene una obra de arte). Mariátegui no entiende a La teta no porque no pueda sino porque no quiere. Sospecha de qué va el asunto y como no desea afrontarlo, recurre a esa sarta de prejuicios bastante primarios.
Sin embargo, esta película podría ayudarlo. Recordemos que Fausta también tenía temores que se expresaban de forma un tanto absurda, basados en hechos traumáticos de su infancia y que ella vivía como parte de una tradición cultural, por cierto, milenaria. Desde un punto de vista racional, ella sabía que tarde o temprano tendría que sacarse la papa que llevaba dentro; pero desde un punto de vista emocional, tenía que cumplir un ritual externo (enterrar a su madre donde correspondía) e interno (superar sus demonios interiores, expresados en la relación su ama). Contra todas las apariencias, esa tradición cultural no es hermética ni cerrada. Fausta es sensible a la presión del medio, rechaza al médico porque no la comprende, pero escucha a su tío y –luego– a su amigo jardinero. Los escucha, en primer lugar, porque la aceptan como a una igual; y, de hecho, los vecinos de Manchay entienden las razones de su comportamiento (o sea, aceptan los comportamientos “duros” de su cultura “como si eso fuera lo más normal”). Y la persona que más la comprende –el jardinero– es la que le da el apoyo y consejo claves para que ella enfrente a su ama, venza sus temores internos y resuelva el problema externo.
Hay en esta transformación un aspecto poco mencionado en el cine de Llosa: la relación entre individuo y comunidad. Sus heroínas no abandonan en ningún momento su cultura, pero son capaces de superar la presión de esta cuando las afecta o daña personalmente. Se apoyan en su cultura, pero son sensibles a la interacción con otras culturas; es decir, que son capaces de escuchar, asimilar e incorporar comportamientos de quienes piensan y actúan de manera distinta. En el caso de Fausta, una condición para ello es que, de la otra parte, exista también una comprensión y aceptación de la diferencia; y que en ese espacio de mutua aceptación se identifiquen comportamientos específicos disfuncionales a corregir. De esta forma se pasa de un ámbito de tolerancia multicultural a una situación de diálogo intercultural. Es sobre esta base que Fausta desarrollará, por sí misma, individualmente, un proceso de empoderamiento; el cual expresa en términos rituales (culturales y sociales) una voluntad de cambio (individual), mediante el cual se supera la diferencia cultural. Pese al tremendo peso del mito en el cine de Llosa, este no ofrece una visión rígida y estática de la cultura andina, sino que más bien muestra un proceso de cambio cultural, cierto que gradual, pero centrado en asuntos decisivos. Y, sobre todo, destaca el papel del individuo –y, específicamente, de la mujer– en el cambio cultural. No un cambio rápido y total, sino un cambio gradual pero sostenible en el tiempo.
Como vemos, Aldo Mariátegui tiene mucho que aprovechar de la experiencia de Fausta. Siguiendo su ejemplo, debería perderle el miedo al diálogo con quienes no piensen como él; y así tratar de entender por qué piensan así, cuáles son las experiencias vitales (cultura) que han moldeado esas diferencias. Al pasar a este segundo ámbito, habitualmente el racional, hay que identificar las lógicas y razones distintas en juego; y, luego, hallar las áreas donde se pueden llegar a acuerdos o canalizar las divergencias. Además, esa comprensión y respeto por formas de pensar distintas podría llevarlo a un diálogo que lo ayudaría a entender y superar sus demonios internos, como lo hizo la protagonista de esta fascinante película, en lugar de utilizarlos para aplastar a sus oponentes. Eso lo ayudaría también a cambiar y enriquecer su concepción del mundo, bastante simplista, por cierto; y por lo mismo excluyente. Claro que en su caso, como mínimo, debería empezar por una buena sesión con ayahuasca.
La teta incómoda
También están quienes llegan a las mismas conclusiones que Mariátegui, pero desde la orilla opuesta. Son aquellos que han dedicado su vida al estudio de las culturas indígenas, muchas veces sobre el terreno, en una labor de acompañamiento e investigación académicas encomiables. Por lo que sufren, en carne propia, con la invisibilización y casi total desconocimiento de la realidad de los pueblos indígenas por parte de buena parte del resto del país; y, sobre todo, por parte del Estado, los medios de comunicación y el sector político. Son los que han luchado y luchan cotidianamente contra las fantasías, prejuicios y falsas percepciones existentes sobre el tema. Y no les ha caído muy en gracia la aparición de esa “limeñita blanca metida a intelectual”, con sus películas donde muestra que los indígenas también pueden ser borrachos, incestuosos, dados a las orgías y que se meten papas a la vagina. Para algunos de ellos es como ofrecer municiones a quienes “confirman” así los prejuicios existentes sobre los pueblos indígenas y refuerzan la discriminación que padecen. Sobre todo de comentaristas como Mariátegui, dedicados a exacerbar los conflictos sociales y promover la desunión entre los peruanos mediante sistemáticas campañas excluyentes; por ejemplo, contra las congresistas indígenas.
Estas críticas no toman en cuenta que las dos películas de Claudia Llosa muestran historias de empoderamiento de mujeres indígenas, de superación de situaciones adversas, externas e internas, dentro de determinados marcos culturales. En cambio, prefieren aislar determinadas escenas, sacarlas del contexto general de la obra y -así presentadas- ignorar o descalificar el sentido general de las cintas de esta directora. En segundo lugar, no estamos ante filmes antropológicos ni sociológicos, sino ante películas de ficción. Pero, como lo hemos señalado más arriba, esa ficción toma y expresa referentes de la realidad; incluyendo la elaboración y puesta en escena de mitos basados, de una parte, en tradiciones reales estudiadas por los científicos sociales, y de otra, producto de la peculiar imaginación de a directora. De allí las confusiones sobre qué momentos de la película son “de la realidad” y cuáles no; e, inversamente, dónde interviene la creatividad de la autora y dónde trata de ser fiel a la realidad. Por supuesto, este es un ejercicio difícil ya que todo está perfectamente hilvanado, de tal forma que ficción y realidad están entremezclados; aunque con claro predominio de la ficción. A lo que debe añadirse el tratamiento altamente estilizado que aplica a directora. En estas condiciones no es raro que se produzcan equívocos y sancochados mentales sobre esta película. Pero, de otro lado, este el es proceso creativo normal en todo obra de arte relevante, que incluye referentes de la realidad y tratamiento y creación artística del autor. No es raro, entonces, que el arte muchas veces resulte incómodo y controversial; sobre todo cuando la intuición del artista cala hondo en las tendencias de su época, como ocurre en este caso.
En tercer lugar, como ya hemos señalado, la directora presenta la diferencia cultural y la exclusión social tal cual; es decir, trata de exponerla en toda su amplitud, sin ahorrarnos sus aspectos chocantes, los que también existen en la realidad. Al respecto, acabo de ver un hermoso reportaje de Marielena Belaunde por CNN en español, donde presenta a unos danzantes de tijeras en el Brisas del Titicaca, un restaurante y escuela de folklore ubicado en Lima. El maestro de los danzantes explicó este arte popular pero aclaró que ciertos aspectos del mismo –como atravesarse alambres en los labios o comerse una rana– no eran mostrados ya que no eran adecuados para un público urbano y turístico. Pues bien, posiblemente Llosa sí hubiera incluido estos aspectos de dicho arte tradicional; y eso es justamente lo que hace en sus películas, aunque siempre bajo ese enfoque personal y ficcional con fuertes referentes en la realidad. Es decir, ofrece una visión integral de la diferencia cultural, sin omitir los aspectos que para ciertos públicos podrían resultar chocantes.
De allí que a algunos les resulte inaceptable este proceder ya que tienen una visión idealizada de lo andino, del tipo del buen salvaje, puro y no contaminado por la sociedad (occidental). Una variante radicalizada de esta tendencia la representa quienes creen o predican un retorno a los (presuntos) valores del incanato, concibiendo a la población indígena como pura y no contaminada por valores occidentales; llegando, algunos, a predicar un racismo “al revés”. Obviamente, al rechazar la idea de cambio cultural, idealizando y congelando “lo andino”, estas corrientes de opinión no van a entender la apuesta de las cintas de Llosa por una sociedad intercultural; peor aún si exhiben el mismo tipo de intolerancia que Mariátegui, aunque a la inversa.
Otros, en cambio, piensan que al estar privados de derechos, los pueblos indígenas aspiran al respeto y reconocimiento de los mismos; y, de hecho, la gran mayoría de las organizaciones indígenas la tienen clara en este sentido. Pero el respeto a los derechos humanos de estos pueblos supone también que los nativos modifiquen algunas creencias y comportamientos que no encajan con una cultura de derechos y deberes; por ejemplo, con respecto a la situación de las mujeres. Así, refiriéndose a las nativos amazónicos, el antropólogo Rodrigo Montoya ha recordado que estos “[n]o vivían en algo llamado paraíso sino en condiciones muy duras; tampoco eran ángeles piadosos, como buenos seres humanos de carne y hueso, tenían y tienen serias contradicciones. No hubo en miles de años conflictos entre pueblos diferentes por tierras y riquezas. Sí, muchos, por encontrar mujeres, negociando a través de dotes simbólicas o raptándolas. Las guerras con algunos muertos derivaban de ese conflicto y se resolvían por negociaciones y compensaciones igualmente simbólicas…” (ver Montoya, Rodrigo, “Con los rostros pintados”. Tercera rebelión amazónica en Perú, p. 13).
Si bien estas películas no tratan de los pueblos amazónicos, sino de personajes andinos, de todas formas la idea de la subordinación femenina aplica para comprenderlas. No en vano Llosa escoge como protagonistas a mujeres indígenas; por cierto, eficazmente caracterizadas por Magaly Solier. Es el caso de Madeinusa, quien sufre una doble discriminación: por ser indígena (implícita) y por ser mujer (explícita). Para superar esta situación de doble subordinación utiliza las propias armas de su cultura, aprovechando su papel central en el Tiempo Santo y las licencias que este le permite para superar las amenazas patriarcales de su propia cultura. Pero tampoco se confía en Salvador, el joven y enamorado geólogo limeño, a quien más bien utilizará para poder escapar de la comunidad. Ella no quiere cambiar una subordinación (andina) por otra (occidental), sino que pone por encima de todo su independencia y autonomía; en suma, su libertad. Madeinusa se define, socialmente, por su cultura e, individualmente, por su capacidad de agencia. Es sintomático que quienes han criticado duramente esta cinta no se hayan referido en absoluto a este aspecto central de la obra (ni, por cierto, a sus cualidades cinematográficas intrínsecas). Y es que la directora no sólo expone la diferencia cultural y las contradicciones al interior de la cultura andina, sino también las diferencias de género en esos contextos. Nuevamente, un cuadro amplio de conflictos que se resisten a un tratamiento simplista o maniqueo; ya que presenta las diferencias de género por encima de las culturales.
Por su parte, la historia de Fausta también muestra la cultura andina con manifestaciones controversiales, tal como lo hemos discutido aquí. A lo que podemos añadir el hecho de que la superación de su trauma es también una condición para su plena integración al mundo intercultural de Manchay. Lo cual sugiere que las secuelas del conflicto armado interno deben ser finalmente enfrentadas y superadas por las víctimas, para lograr su plena integración a una comunidad emprendedora que mira al futuro. De esta forma, La teta cuestiona esta falsa dicotomía entre el pasado de horror y un futuro liberador, que la recuperación de la memoria histórica de aquellos dolorosos años es contraproducente y que es preferible tender un manto de olvido al respecto; lo cual equivale a decir que mejor no se hubiera hecho esta película, ya que ella testimonia la persistencia de las heridas dejadas por la violencia política de aquellos años. Al narrar la odisea interior de la protagonista, Llosa hace una analogía del tipo de proceso interno deseable en el país para lograr la incorporación de sectores marginados (en este caso mujeres afectadas por la violencia) a una sociedad diversa e intercultural.
La teta respetuosa
El cine de esta directora busca presentar un enfoque personal, pero también amplio y complejo, de la cultura andina. Dado el contexto de exclusión, discriminación y racismo existente en el país (y en muchos otros lugares del planeta), sus películas activan desconocimientos, incomprensiones, confusiones y reacciones cruzadas; principalmente en el Perú. Ello porque el cine, así como el arte en general, apela a los sentimientos; y este es un plano emocional antes que racional, un ámbito donde se acepta o se rechaza casi sin pensar. Sin embargo, el arte supone también una educación de la sensibilidad, más aun cuando explora los imaginarios y la identidad de un grupo, comunidad o sociedad. De allí la importancia de esta película, que ha abierto un debate amplio e importante para entender los problemas planteados por la directora y, por esa vía, entendernos también como ciudadanos de este país y del mundo.
Quisiera concluir con una anécdota personal. El año pasado asistí a un matrimonio entre una chica negra y el joven hijo de un empresario puneño de Gamarra, en Lima. Durante la fiesta la familia de la novia bailaba al ritmo de la música salsa, mientras que la del novio, huaynos. Sólo unos pocos bailaban uno y otro género musical (curiosamente, no se oían cumbias). Yo disfrutaba por igual de ambos mundos, pero sobre todo de la música andina, que no había escuchado ni bailado desde hacía muchos años. Pero lo que me chocó y entristeció un poco (aunque sin echar a perder la diversión), fue que el padre del novio pidiera sinceras disculpas a los grupos de costeños, cada vez que llegaba con su caja de cervezas, por poner los huaynitos para bailar. Esto me demostró cómo la discriminación puede estar tan enraizada incluso en la mente de los propios excluidos y lo difícil que puede ser el cambio cultural. Difícil y seguramente largo en el tiempo, pero indispensable para lograr un país y un mundo más justos. Una película, por sí sola, no va a cambiar esta situación; pero su éxito internacional puede ser un momento apropiado para debatir estos asuntos, al haber colocado el tema indígena y el de la mujer en la opinión pública, tanto nacional como internacional.
Más aún, considerando que su mirada es profundamente respetuosa del mundo andino y de la cultura popular urbana. Siendo personal, no es una mirada ideológicamente direccionada: no adopta una actitud paternalista sobre sus personajes, pero tampoco los juzga; no obstante, está claramente comprometida con el reconocimiento de la cultura andina. Desde un punto de vista estético, esta cinta busca el asombro, la fascinación y el recogimiento, antes que la emoción; la cual de todas formas circula sutilmente bajo ese juego de sugerencias y contrastes que nos revela el lenguaje poético y misterioso de esta obra.
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