En nuestro artículo anterior mostramos cómo lo que parecían defectos de La teta asustada, según César Hildebrandt, eran más bien cualidades que demostraban la calidad y valores artísticos de esta película. En este post explicaremos por qué quienes la consideran una mala película eluden mencionar las evidentes líneas narrativas centrales y la propia estructura audiovisual de la cinta. Y demostramos cómo la mirada de la directora sobre el mundo popular urbano es rica, variada y profunda, pese a su tratamiento kitsch. Finalmente, comparamos aspectos estilísticos y discutimos temas ideológicos sobre el cine de esta directora.
La teta multicultural
Pero hay otra razón por la que Aldo y César no se plantean ni discuten los asuntos de fondo que postula esta película. Ambos tienen un acendrado prejuicio clasista. No creen de ninguna manera que una “limeñita blanca metida a intelectual” pueda revalorar la cultura andina y ofrecer una imagen de una sociedad intercultural desde lo popular. Para Mariátegui eso es traición de clase y huele a caviarada; es decir, a ponerse del lado de los pobres para usarlos y seguir viviendo como rico. Y Hildebrandt, desde el otro extremo del espectro político, piensa exactamente igual; o sea, que es una turista pronazi que ofrece una visión superficial (como la que él mismo hace de la cinta), “vagamente progre y de exportación” del mundo andino y popular urbano. Aunque estén políticamente en las antípodas, ambos coinciden en la intolerancia y una desconfianza –curiosamente– muy parecida a la de Fausta.
Sobre todo, a ellos no se les podría ocurrir un modelo de sociedad (y de mundo) pluricultural, donde el grado de confianza mutua fuera tan elevado que la gente pudiera bromear a costa a otros que sean distintos, o a costa de sí mismos. Por ejemplo, una comunidad donde un blanquiñoso pudiera burlarse, en buena onda, de un cholo o un negro; y, viceversa, que ambos hicieran lo mismo con los pitucos o los señorones, sin que estos se ofendan. Porque en el fondo todos se respetan y respetan las formas de pensar distintas del Otro (incluyendo que se pongan papas en la vagina o que se desbanden en orgías durante el carnaval).
La comunicación intercultural no significa que dejemos de ser lo que somos, sino que –aparte del respeto mutuo–, haya la voluntad de (re)conocer la existencia de racionalidades distintas y hasta opuestas, las que explican la diferencia cultural. Y es en ese ámbito explicativo donde podemos encontrar puntos en común que nos sirvan para aceptar (y hasta incorporar) mutuamente aspectos del Otro. Asunto presente en el cine de Llosa.
Personalmente, me parece que el intento de mostrar tal modelo de sociedad y de diálogo intercultural es el mayor de todos los riesgos artísticos que ha tomado Claudia en esta película. Quizás porque esa no ha sido su intención; después de todo, este no es el aspecto central de la cinta, sino un ámbito de apoyo y contexto; el cual, si estuviéramos en los años 70, aparecería como una especie de horizonte ideológico. Sin embargo, es este ámbito el que viene tomando tal fuerza en el debate sobre La teta, que vale la pena detenerse en este punto.
La directora presenta a sus personajes como seres humanos, con sus aspiraciones, virtudes, defectos y extravagancias; en el caso de Manchay, pujantes, satisfechos de sí mismos y envueltos en una mirada kitsch. No podía ser de otra manera ya que una mirada inicial de lo popular urbano nos muestra justamente esa mezcla cultural huachafa que caracteriza los espacios urbanos y sus festividades en Lima y en las ciudades del Perú. Ayer, en una entrevista radial, un editor literario reconoció que inicialmente le chocó la película. “Yo no soy así, dijo, como alguien de origen andino que se crió en un barrio marginal de la capital, no me podía reconocer allí, en la pantalla”. Pero, luego, comenzó a pensar sino sería al revés, si realmente “era así” y él no quería verlo (verse). Muchas veces no nos reconocemos a nosotros mismos y una virtud de La teta es que nos muestra tal como somos.
Por mi trabajo en televisión peruana de señal abierta pude observar el cambio que ocurrió entre los años 80 y 90 del siglo pasado. Fue el tránsito entre la televisión que usaba y manipulaba a los pobres, se burlaba de ellos y explotaba su imagen para ganar sintonía, a la televisión “capturada” por los gustos de esos mismos sectores urbanos multiculturales que ella misma había contribuido a formar. ANTES, por ejemplo en la época del popular programa «Trampolín a la Fama», del desaparecido Augusto Ferrando, había un público de pequeña clase media limeña al que le daba vergüenza ajena la manipulación que hacía el citado animador de los pobres urbanos, a quienes ridiculizaba y luego compraba con premios de alimentos y otros. AHORA, en la época de la miniseries sobre Sarita Colonia o Magaly Medina, la situación es que ese público es el mayoritario y dicta los temas de la programación y hasta el enfoque de los noticieros. Así, el incremento de las diferencias sociales en el país en esta década es explotada por miniseries como Al fondo hay sitio. El “achichamiento” de la televisión refleja el surgimiento de esta nueva cultura popular urbana y la emergencia de una nueva clase media emprendedora.
No pretendo con este señalamiento sugerir que el enfoque de la gran televisión privada de señal abierta, limeña, sea el mejor; ni artística ni social ni informativamente. Se le pueden hacer numerosas críticas y observaciones, incluyendo la de no atender a importantes segmentos de público. Pero sí me sirve para marcar el cambio de perspectiva. Antes, era la “vergüenza ajena” y el “qué dirán” que tanto preocupa a Aldo Mariátegui en su comentario sobre La teta. Ahora, es la irrupción de una cultura popular urbana que impone sus códigos, “ese mundo de artefactos kitsch, de platos de causa servidos con cubiertos rosados, de velos de novia sujetos con globos, de ataúdes llamativos, de trampantojos con paisajes marinos en medio del desierto limeño. La cámara registra los ritos de la modernidad popular, hecha de fusiones insólitas…”, como lo reseña Ricardo Bedoya en su crítica a este filme.
“Yo no soy así”, dirán quienes sienten que la visión de Llosa es denigratoria de lo popular o de lo andino. Y les contestaría: “Yo tampoco soy así, PERO ME GUSTARÍA SERLO, me gustaría disfrutar con esas ‘fusiones insólitas’, con esas extravagancias, sin temor al ‘qué dirán’ y sin miedo a mostrarme como soy”. Eso es lo que resalta en la mirada de la directora sobre la “modernidad popular”; o sea, nuevamente una posición desafiante y al mismo tiempo creativa, muchas veces cariñosa y entrañable, pero también exuberante.
La teta presuntuosa
Si la mirada de Claudia fuera “desde arriba”, presuntuosa y peyorativa, las imágenes de Manchay serían reduccionistas, superficiales y externas (la “turista pronazi” de Hildebrandt). Por el contrario, bajo (y hasta gracias a) ese envoltorio huachafo es posible encontrar una enorme riqueza de sentidos sobre el mundo popular. Tomemos, por ejemplo, el matiz burlón que la directora subraya por algunos momentos. Llosa se ríe hasta de su propia heroína: no en vano le pone a su tío el nombre Lúcido, sugiriendo así que la sobrina está un poquito “coca cola”. Pero tal ironía no siempre es chistosa y más bien (encierra o) despierta, nuevamente, reacciones encontradas. Por ejemplo, la piscinita en casa de la familia de Fausta podría ser:
a) una burla quizás involuntaria del peculiar duelo de la protagonista,
b) los pobres se ríen de las extravagancias de los ricos, imitándolos a su manera (y riéndose de sí mismos),
c) es un símbolo de las aspiraciones de ascenso social de los pobres,
d) es una crítica encubierta a esas aspiraciones por alienantes o imposibles,
e) es una metáfora de los nuevos patrones de consumo incorporados en sectores populares emergentes.
Como vemos, la huachafería evidencia percepciones contrapuestas aunque algunas puedan ser complementarias, tanto desde un punto de vista dramático como ideológico. Lo mismo, en el caso de los ataúdes para “hinchas del más allá”, como dice Hildebrandt. Esa escena:
a) ¿no es acaso una burla chocante del duelo de Fausta?,
b) ¿y, en todo caso, de cualquier duelo?,
c) ¿no es una burla a la propia concepción del mito que la película pone en escena con tanta sutileza (la vida después de la muerte, el “más allá”),
d) tanto así que la directora ¿no se está riendo así de su propia obra?,
e) ¿o es una nueva versión –actualizada– del culto a los muertos, propio de la cultura popular?
f) ¿o es, como creo, una muestra de autoestima tal que a esta comunidad no le importa burlarse la muerte?
Nuevamente, sentidos caleidoscópicos que funcionan a varios niveles, desde el humor negro hasta la ternura; en el marco de un ambiente festivo en el que la ironía no viene de un solo lado sino que es general. Mientras que hay otras miradas nada irónicas en este espacio; por ejemplo, esas tomas de matrimonio masivo casi documentales, las que contrastan con el resto de la visión kitsch de la directora: nuevamente y como casi siempre, el contraste y la provocación.
En suma, el matiz irónico de la directora, que tanto molesta a algunos, es sólo un aspecto dentro de este espacio narrativo. E incluso si todo estuviera “contaminado” por tal mirada, debe reconocerse que a través de ella se filtra una considerable gama de sentidos diversos. Esa vastedad de sentidos contrapuestos es el gran logro de la película como obra artística (y no la ironía de la directora, que es un elemento entre varios y no el más importante); ya que representa la capacidad de rastrear y evidenciar, con las herramientas del arte cinematográfico, las tendencias sociales más profundas de la época y del espacio urbano popular explorados por la cinta.
Por otra parte, Claudia no se la pone tan fácil a la protagonista. Si bien en Manchay Fausta es acogida y comprendida, también recibe presiones y hasta agresiones verbales (el grosero “piropo” que alaba su menstruación). En este contexto, hay dos personajes de este espacio urbano de los que Llosa nunca se burla: el tío Lúcido y el jardinero Noé. Ello porque ambos son el nexo entre el mundo urbano y el mundo andino de la protagonista (o sea, el espacio “serio”, referido al trauma y de las heridas del pasado ilustrado por el conflicto entre lo andino y lo señorial que se libra en la casona). Tal como lo explicamos en la segunda parte de esta serie de artículos, Fausta es sensible a la presión de un medio cultural distinto (Manchay) gracias a su interacción con estos personajes; especialmente Noé.
El jardinero se convierte en su confidente y, luego, en su principal consejero. Lo interesante es que deviene en la única persona en la que Fausta confía plenamente. Es una relación que empieza con la desconfianza paranoide habitual de la protagonista (cuando Noé toca la puerta de la casona por primera vez) y se va construyendo cultural y humanamente a lo largo de la película. En lo cultural, Noé la reconoce y la trata como a una igual, comprende su trauma, conoce la casona, el ámbito de lo sagrado y le va escuchando y aconsejando. En lo humano, la impulsa a que supere sus temores y gane confianza en sí misma. Por ejemplo, cuando ella le narra por qué camina pegada a las paredes (recordando el destino del alma de su hermano en Ayacucho) y luego le pide que la acompañe a la puerta de su casa, Noé se niega y le dice que ella debe ir sola, por sí misma; aunque él la vigilaría a la distancia. Así la va preparando para su enfrentamiento final con Aída (y de paso, consigo misma). Luego de superado el trauma, y cumplido el ritual mortuorio de su madre, él le obsequiará una flor de papa, la más difícil de florecer.
Así concluye el proceso de empoderamiento de Fausta, el cual también podría describirse como de tránsito desde la desconfianza hacia la confianza, primero en sí misma y luego en los demás, empezando por Noé. Esta recuperación de la confianza es el efecto del diálogo intercultural que hace parte de tal empoderamiento. Este tema de la confianza es clave para el desarrollo, puesto que se trata de un intangible fundamental para el funcionamiento de los mercados, pero también para la creación de institucionalidad. En un país como el Perú, que ocupa el primer lugar en América en desconfianza mutua entre sus ciudadanos –producto, en parte, de los profundos abismos sociales y culturales existentes–, se hace difícil imaginar cómo podría haber algún tipo de espacio intercultural. Aunque tales espacios –basados en la confianza– existen crecientemente en el país, hay muchos sectores de la sociedad que están apertrechados en sus prejuicios de clase y culturales, justificando la discriminación y un racismo muchas veces hipócrita, sobre todo contra la población indígena; y, viceversa, lo mismo ocurre desde posiciones que en respuesta idealizan lo andino o practican un racismo “al revés”. Este es el trasfondo por el cual el cine de Llosa –mediante ese juego constante de contraposiciones y percepciones opuestas– resulta tan provocador y logra resultados eficaces al posicionar en el debate los temas de discriminación, cultura e identidad.
Es a esta visión de conjunto a la que no quieren llegar ni Aldo ni César. No pueden aceptar que la directora se haya puesto por encima de las diferencias culturales (sin dejar de ser ella misma) y haya podido ofrecer esta visión rica, compleja y contradictoria en la cual se desarrolla su historia. Por ello enjuician la cinta atribuyéndole prejuicios raciales, buscándole intenciones subalternas, como si fuera un actor más dentro de esa cultura de la desconfianza en la que ellos están atrapados; y que limita nuestro desarrollo no sólo como país, sino como seres humanos. La explicación que encuentro a que ignoren la línea narrativa básica de la película –la capacidad de la protagonista de superar sus traumas heredados, recuperar la confianza e integrarse a una sociedad basada en el emprendimiento, la solidaridad y lo comunitario– es que ello los pondría en evidencia; es decir, los obligaría a pensar si podrían vivir bajo tales patrones de convivencia social. Tendrían que reflexionar, humildemente, si –como Fausta– podrían enfrentar sus propios demonios interiores (resentimientos sociales y complejos de culpa) y superarlos; ya que estos aparecen en sus columnas diarias de manera transparente (eso hay que reconocérselos). Es por ello que no profundizan en el filme, se quedan en la superficie de una película que ellos prefieren ver como superficial.
Pero eso no es todo. César Hildebrandt no sólo es una persona inteligente, sino que muchas veces escribe opiniones sensatas y críticas justas; Mariátegui lo hace sólo en contadas ocasiones. Sin embargo, colocan sus opiniones dentro de un enfoque negativo y pesimista. Son las musas trágicas del periodismo peruano (musas porque “inspiran” a numerosos imitadores dentro del gremio), los que se esfuerzan en sacar lo peor de todo lo que comentan. Ambos comparten una visión del Perú como país inviable –aunque por motivos opuestos– y se responsabilizan mutuamente de ello; Aldo, además, lo hace extensivo a todos lo que no piensan como él. Son como los cobradores de las combis, aquellos personajes que diariamente nos envían para atrás. Por consiguiente, que el filme tenga un final feliz (el “florecimiento” de Fausta) y que se vean pobladores en extrema pobreza con la autoestima elevada, ya es un asunto problemático. Hay algo sospechoso, algo que no cuadra. Esta visión de la directora solo puede ser ingenua, manipulatoria o falsa; aunque se trate de un desenlace de optimismo moderado y de esperanza apenas sugerida.
La teta comparada
Un ejemplo de diálogo intercultural lo tenemos en Gran Torino de Clint Eastwood. Allí vemos cómo el protagonista, un veterano y conservador obrero jubilado de origen polaco, se lanza pullas con su viejo amigo, un barbero italiano; bromas que parecieran ser mutuamente discriminatorias, pero que se lanzaban en una situación no discriminatoria. Es decir, que el nivel de confianza y amistad entre los dos personajes es tal, que les permite usar la diferencia cultural no para profundizarla sino más bien para mantener o aumentar la tolerancia y solidaridad en un mundo crecientemente multicultural. Y en una de las escenas memorables de esta película, el viejo polaco lleva a su joven asistente laosiano donde el peluquero para darle una lección de diálogo intercultural. Para ello le pide que haga una broma sobre el italiano, que resulta totalmente racista. Los dos viejos menean la cabeza desaprobatoriamente y luego el polaco le “voltea” la broma al muchacho para que no resulte ofensiva. Ahí empieza su aprendizaje humano pluricultural.
Pues bien, esto es lo que hace Llosa en La teta, excepto que ella no utiliza el estilo clásico de Eastwood, que enfatiza la claridad expositiva, el equilibrio formal y una dramaturgia ortodoxa dirigida mostrar la acción y los contenidos de manera eficaz; y, en este episodio, casi didácticamente. En cambio, la directora peruana aplica una terapia de shock, presentando la diferencia cultural no sólo mediante la acción dramática sino también en el aspecto formal; por ejemplo, mediante la ambientación, la escenografía y el vestuario, componentes a los que muchas veces se presta poca atención pero que aquí –en la mostración de lo popular urbano– cumplen una función altamente significativa y… provocadora. Quizás por ser consciente de las diversas “reglas” que violenta, Claudia introduce también un mecanismo de sugerencia y reticencia, basado en la contraposición entre esas imágenes poderosas y explícitas, de un lado, y elipsis (omisiones) estratégicamente ubicadas; de esta forma, entre ambos extremos, pueden colarse multiplicidad de sentidos y percepciones diversas, junto con la mirada irónica de la directora.
Una mirada franca, personal, sin complejos y que destaca la cultura andina y popular en toda su riqueza. En consecuencia, por debajo de ese intimismo y aparente tono menor que exhibe La teta asustada, se descubrirá cómo la directora usa un escalpelo y va levantando la piel y de las uñas de esta sociedad, mostrando las percepciones contrapuestas sobre lo andino y lo urbano popular emergente. Es por ello también que el filme ha abierto un amplio debate que llega incluso a discutir sobre la existencia real de ciertas cosas que muestra la película: la enfermedad de la teta asustada, la papa en la vagina como método anticonceptivo, la casa enclavada en medio del mercado popular (en realidad, es al revés: el desborde popular que ha cercado lo señorial). Todo esto existe… ¿o no?
El estilo de la directora, entonces, es sumamente original; pero es posible darse cuenta que está relacionado con las corrientes estéticas de avant garde contemporáneas. Por ejemplo, tiene algunas similitudes con la película taiwanesa El sabor de la sandía, del director Tsai Ming Liang. La cual también se desarrolla en tres grandes espacios narrativos intercalados.
El primero son tiempos muertos en pasillos y parques y veredas donde no ocurre nada o casi nada. El segundo son cuartos de hotel donde ocurren agotadoras sesiones de filmación de películas pornos. El tercero son secuencias de music hall, pero no tipo Broadway sino más bien de carnaval de barrio chino; o sea, el espacio kitsch. Y aunque se ve dilatadas escenas de sexo explícito, el efecto que consigue el director es de hastío y vacío existencias; o, tal vez, vacío a secas. Obviamente, son cintas con contenidos muy diferentes, pero comparten el hecho combinar tres estilos contrastantes (incluyendo la “mirada burlona” y kitsch). No obstante, hay también tres grandes diferencias. El filme taiwanés muestra estos espacios relativamente desconectados entre sí, mientras que en La teta las tres líneas narrativas están mucho más imbricadas. De lo anterior se desprende también que esto incrementa la multiplicidad de sentidos en la cinta peruana, mientras que El sabor de la sandía es más económica en ese sentido; ello porque La teta no limita el ámbito de los contrastes a las líneas narrativas centrales, sino también al interior de las mismas. Además, la película asiática tiende al minimalismo, mientras que la cinta de Llosa es formalmente más recargada.
Como vemos, lo kitsch y la combinación de estilos contrastantes son parte de la estética contemporánea; y la obra de Claudia recupera los valores de la cultura andina y popular urbana en este marco, aunque siempre imprimiéndole un estilo personal e inequívoco. Una perspicaz comentarista del blog –“Cinéfila”– señaló la música compuesta por el personaje de Aída y cómo ella utiliza la inspiración y el arte (popular) de Fausta para crear una obra de arte “culta”. Lo que la comentarista se pregunta es si Llosa no estará haciendo lo mismo que Aída al utilizar fuentes culturales populares que luego son estilizadas en su película.
Si escuchamos la obra compuesta por Aída, aparentemente basada en la canción de la Sirenita, pareciera ser una adaptación de la música andina a los patrones musicales de la llamada alta cultura europea. Más o menos como lo hacían los compositores “indigenistas” a los que se refiere “Cinéfila”, como Armando Guevara Ochoa, Daniel Alomía Robles o incluso Rodolfo Holzmann. Ellos procedieron como lo hicieron los grandes compositores románticos del siglo XIX –por ejemplo Johannes Brahms o Franz Liszt–, con la música húngara. Es decir, adaptaron la música popular de ese país a los patrones técnicos de la tradición occidental y, especialmente, del romanticismo.
A comienzos del siglo XX el gran compositor húngaro Bela Bartok había estudiado y recopilado la música popular de su país y había advertido que tenía patrones musicales muy diferentes a los de la tradición occidental y académica de entonces, en las cuales él mismo había hecho sus primeros pininos; descubriendo que la música adaptada por los compositores románticos (y por los anteriores), en realidad difería notoriamente de la auténtica música popular húngara. A partir de entonces empezó a componer según los patrones de la música que había investigado en su trabajo de campo (no sólo húngara, sino también de los países balcánicos y hasta de Turquía); pero no imitándola sino componiendo música propia, original, y siguiendo los patrones técnicos de la música popular. El resultado fue un lenguaje musical innovador, controversial y sumamente original. Bartok rescató patrones de una tradición cultural viva, ancestral y, respetuosamente, las proyectó en su propia música, obteniendo un lenguaje musical original y “moderno” (para su época).
Llosa procede como Bartok, aunque en su caso, mediante el cine. Toma los patrones de diversas leyendas y tradiciones andinas (las que, por cierto, tienen una raíz universal) y construye sus propios mitos; los que luego incorpora a la puesta en escena de sus películas, recreando las tradiciones culturales andinas y populares en un plano estético universal. No hay aquí ningún “aprovechamiento cultural”, ya que todo artista creativo procede de la misma manera. Toma elementos de la realidad y los elabora con técnicas artísticas para devolvernos un mundo reconstituido, cierto que desde un punto de vista personal, pero incorporando un conjunto de sensaciones mucho más amplio; sobre todo, penetra en las tendencias sociales menos visibles y más profundas, ya que trabaja con emociones, sensaciones y percepciones. La obra artística reproduce el mundo y, en algunas obras, hasta el universo.
Si Aída no fuera un personaje sino una compositora real, el “aprovechamiento” y la “deshonestidad” estaría en el asunto de las perlas (el pago), mas no en el de la elaboración profesional; allí más bien se establece una relación interdependiente entre el arte “culto” y académico con el arte popular, entre lo andino y lo señorial. En el caso de Llosa, con respecto al uso de referentes andinos y urbanos, lo que tenemos es un rescate de tales tradiciones mediante un lenguaje audiovisual contemporáneo. Pero su originalidad y “modernidad” viene dada por esas mismas fuentes “arcaicas” (lo que ocurre también, en el campo de la música, con Bartok). Por ejemplo, la contraposición –en esta cinta– entre lo andino (reservado, silencioso, hermético, trauma de Fausta) se contrapone a lo urbano (extrovertido, bullicioso, alegre, alta autoestima de Manchay); lo que estilísticamente se refleja en la combinación u oposición entre las elipsis (omisión, reticencia, lo andino) y esas poderosas imágenes explícitas (hipérbole, lo kitsch, lo urbano) que reseñamos más arriba. Por tanto, lo innovador y lo contemporáneo en el lenguaje de esta directora es justamente lo que algunos consideran ejemplos de “atraso”, es decir, la puesta en escena del mito y la recreación de lo popular urbano. Más aun, en su cine se supera la falsa distinción entre lo tradicional y lo moderno.
La teta ideológica
Algunos –como el blogger Eduardo Jiménez– han creído ver en esta fusión de lo moderno con lo tradicional que Claudia “cuestiona la idealización romántica (‘la utopía arcaica’) que de ese mundo [andino] ha hecho la literatura de Occidente (desde Garcilaso y su visión idílica del pasado pre colonial, pasando por el mito del ‘socialismo de los incas’ que tanto fascinó a José Carlos Mariátegui, hasta los neo indigenistas contemporáneos que hablan de ‘la raza andina’)”; y que “[d]esde ese punto de vista de la realizadora no existe más ‘salvación’ que ‘occidentalizar’ al hombre del ande, incorporarlo a la ‘modernidad’”. Otros califican a la realizadora como una feminista liberal.
No creo que su cine tenga una intención ideológica definida, ni tampoco estoy muy de acuerdo con que sus películas propongan la “occidentalización” del mundo andino. Su enfoque sobre el espacio popular urbano es el de una observadora, no el de una ideóloga. Ella advierte allí una sociedad pluricultural, emprendedora, armoniosa y solidaria; en la cual se realiza un proceso de sanación individual, que puede ser entendido también como un diálogo intercultural (en el que Fausta finalmente acepta la medicina occidental y se retira la papa). Pero luego la vemos continuar con su ritual andino, llevando el cuerpo amortajado de su madre al mar. Además, las protagonistas de las dos películas de Claudia en ningún momento abandonan su cultura andina; y, en el caso de Fausta, se integra a una sociedad pluricultural y tolerante con al diferencia, no precisamente a una sociedad “occidental”. Veo entonces un enfoque más bien empírico sobre la realidad social, antes que ideológico.
En cambio, sí es posible reconocer que sus cintas son feministas, ya que muestran a sus heroínas como mujeres con capacidad de agencia y vocación de autonomía frente a condicionamientos culturales (Madeinusa) o personales (La teta asustada); además, mientras Madeinusa cuestiona directamente la estructura del poder patriarcal. Tampoco concuerdo con que este feminismo tenga un rasgo liberal definido. Es cierto que los procesos de empoderamiento de ambas protagonistas son individuales, pero ello no significa que ellas sean individualistas. Al contrario, ellas utilizan aspectos de su cultura para obtener o recuperar su autonomía; y reciben el apoyo de sus respectivas comunidades (campesina, en Madeinusa y urbano marginal, en La teta). Si bien hay una reivindicación de la independencia personal, al mismo tiempo hay el reconocimiento de lo comunitario como espacio de soporte, acogida y –en el caso de La teta– de cierta integración. Más aun, la organización del Tiempo Santo en Madeinusa es una actividad comunitaria, al igual que los matrimonios masivos (atendidos por una empresa familiar).
Referencias blogográficas
- El viaje de Fausta, Federico de Cárdenas.
- La teta asustada, segunda colaboración de Claudia Llosa y Magaly Solier, Marco González Ambriz
- Abordando la Teta Asustada, Eduardo Jiménez
- La ofrenda. Una lectura de «La teta asustada» de Claudia Llosa, Eduardo González
- La teta asustada, Ricardo Bedoya.
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