El taller teórico y práctico El Otro Documental, de la Asociación DocuPerú, que se llevó a cabo desde el 22 de febrero al 19 de marzo del presente año, tuvo en el Centro Cultural CAFAE su noche de clausura con la presentación de cuatro nuevos documentales, que, por lo diferente de sus propuestas, cada uno provocó en mí un acercamiento diferente.
1. Alto Perú de Diego Villarán
Las olas son del mar. No sólo se levantan en el sur pituco y en el norte caluroso, donde sea que se formen “tubos” se puede surfear. Así lo entienden los chicos del barrio Alto Perú, que no excusan una mañana sin remojarse entre las olas. Sus días los componen, en ese orden inalterable, la tabla, el almuerzo y los cuadernos. Con la juventud encima, más es lo que tienen por mostrar que por decir; por eso, Villarán deja que el movimiento de los chicos en el mar los exprese mejor que sus palabras.
En Alto Perú, el rincón de Chorrillos que besa el mar, niños tablistas que no superan los 15 años hacen sus intentos por dominar las aguas, mientras la única voz, en off, que se oye es la del mayor de ellos, el “más profesional” de 23 años, que, corto de palabra, expresa la admiración por su actividad que supera por mucho su limitación verbal. Sus frases apenas se escuchan, pero se entienden por la impresión de los niños parados sobre las olas. La voz y la acción están sincronizadas por el sentimiento que ambas exhalan.
La relación entre el hombre y su pasión es la razón de la película, y eso los chicos lo representan mejor que los inteligentes adultos, quienes repiensan y calculan sus decisiones antes de seguir la afición y la aventura. Pareciera cosa de niños disfrutar de la vida, a ellos sólo les basta una tabla y una buena ola para correr.
Este corto habla poco y mal, pero muestra mucho y bien. Auténtico, reposa en la eficiencia de su testimonio.
Visita también el sitio web del Proyecto Alto Perú.
2. Marinocha, de Clara Ruiz
Si en Alto Perú vemos a jóvenes disfrutando de la vida, en Marinocha vemos, con algunos reparos, la supervivencia de la pasión por la vida: un hombre que pinta paredes para sobrevivir y toca el violín para vivir.
El ciclo vital puede ser duro e inducirnos a disfrazarnos de algo para mantener el aliento. Ergo, no implica abandonar la identidad que elegimos. Los solos de violín de los ratos libres del protagonista, precedidos por un ritual con coca en mano, pretenden cargar con la nostalgia de un pasado sufrido. No simpatiza por el lugar común de la congoja del otrora pueblo y otros lamentos.
Entonces, sus querellas cantadas en quechua resultan cursis y sus presentaciones públicas complemento de un retrato lastimero por reivindicar después. Este hombre serrano en la capital, con sus costumbres imborrables, cumple el estereotipo del peruano orgulloso, que no cuestiona su identidad. Y es que una mayor consideración en el análisis no dependerá de la procedencia del personaje, por lo que fue innecesaria y contraproducente su explicitud. El subrayado de ese factor representa un menosprecio inadvertido muy arraigado aquí y acullá.
Ese perfil cliché del retratado, también melancólico por sus recuerdos del terrorismo, no induce a la reflexión sino a la lección social de paporreta.
Marinocha, sin apuntes culturales o étnicos, reza: “Un hombre que pese a los penas del ayer resalta su alma de músico por sobre su cuerpo de pintor”. Debió ser solo eso.
3. : : : (Signo generador o Elemento Universal), de Adriana Ugarte Stiglitz
La cámara ensaya estar ciega: los difuminados, fuera de foco y encuadres aberrantes simulan la invidencia. Nosotros, frente a la pantalla, vemos algo que no quiere ver nada. Por consecuencia, estamos manipulados para también ser ciegos durante la película.
La propuesta visual requiere más de nuestros sentidos, y lo entendemos. No estamos en la cómoda posición de (casi) siempre de ver invidentes en sus actividades diferentes para juzgarlos, compadecerlos o aplaudirlos, sino que la directora nos presta sus zapatos por un rato. A quienes se les graba sólo hablan: dicen trabajar, dicen hacer, no se les ve. Ergo, con quienes ensaya es con otros, los espectadores.
La cámara divaga, como perdida, intenta ubicar algo, pero sólo lo oye, lo oímos todos. No sabe ser ciega. Ha fracasado en su intento de ver en la “nada”, induciéndonos a todos a errar. De ver lo mismo que la cámara, seremos verdaderos ciegos. Habremos querido reconocer algo en la imagen borrosa que graba. Habremos querido ser “objetivos”, cuando en la ceguera esto es más falsa que nunca.
A este tipo de trabajos las etiquetas de géneros les terminan sobrando. El documental y el video arte se funden y lo que sale todavía es cine. Notable, este corto “ensayo de la ceguera”, que abre un numeroso cuestionario, principalmente tras el efecto de su primera visión.
4. Pa’ otro día será, de Carmen Montoya Parra
La joven realizadora filosofa sobre el sentido de la pertenencia. Y es que no precisamente nos pertenece todo lo que conocemos, ni tampoco conocemos todo lo que tenemos al lado. Entonces, ¿qué podemos considerar como nuestro? ¿Lo que podemos asir a voluntad? ¿Sólo los objetos nos pueden pertenecer?
Intrépida e irónica, la película no se pierde en el juego de descubrir si es realidad o fantasía su pesquisa, que es el MC Reku-TQ, “perdido” en el enorme barrio de San Juan de Miraflores. Esto no importa. El objetivo parece intencionalmente oculto o imposible. Mototaxistas, breakdancers, raperos y amigos aportan pistas a la directora para encontrarlo. Pero, en el final, su hallazgo queda postergado, sugiriendo permanencia en la búsqueda de otras preguntas y respuestas. El trayecto que ha recorrido y todo lo recogido ahora es suyo.
Montoya Parras considera que nos pertenece lo que asimilamos en nuestro propio camino, lo que este arrastra consigo, lo que conquistamos de paso, no incluyendo los elementos habidos en nuestro eje o de lo que sabemos que existe alrededor. Eso que nada nos ha costado. Estoy de acuerdo.
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