Casi parece mentira el hecho de que hoy martes 23 de marzo estemos recordando que el tenno japonés del cine nació ya hace un siglo, pues su influencia se sigue sintiendo muy cercana, atemporal, clásica y muy contemporánea al mismo tiempo. Akira Kurosawa descendía lejanamente de un linaje de samurais, dato que tal vez no sería tan relevante si no fuera porque, aparte de que estos personajes se popularizaron a nivel mundial por sus películas, al director le tocó sobrellevar experiencias vinculadas al dolor y pruebas a un código personal de honor que contrastan visiblemente con la impresión que tenemos mayoritariamente de su exitosa trayectoria.
Desde muy pequeño fue desarrollando su afición por la pintura pero también su percepción de sucesos catastróficos, como su experiencia en el terremoto de Kantō de 1923 del cual hablaría en su autobiografía.
La belleza o la plasticidad de la guerra, la transformación de un mundo tan tradicionalista y conservador como el japonés, y el combate por la supervivencia de los ideales o las más puras necesidades del hombre, son temas que abundan en una trayectoria extensa y muy personal a pesar de la gran variedad de géneros con los que trabajó. El mundo de los westerns, la novela policial y las historietas occidentales, fueron alimentando el agudo y notable gusto del cineasta por recrear fábulas épicas o morales en la tradición artística y cultural por extensión de su país.
A continuación una suerte de repaso a las estaciones en la existencia filmográfica del emperador:
Años ’40
Kurosawa se interesó por el mundo del cine como consecuencia natural de su trabajo en la pintura y a mediados de los años ’30 ingresó a un programa de aprendizaje para dirección que realizaban los estudios Tōhō, en la que realizaría casi todas sus películas. fue a partir de esta experiencia que consiguió trabajo como asistente del experimentado director Kajiro Yamamoto, a quien siempre consideraría como su mentor. Fue con él que consiguió realizar sus primer trabajo directoral, rodando algunas de las escenas de El caballo (1941), un drama protagonizado por Hideko Takamine (la futura actriz favorita de Mikio Naruse).
Pero la oportunidad de dirigir su primer largometraje íntegro llega en 1943 con La leyenda del judo (Sugata Sanshirô), una cinta de artes marciales atravesada por el conservadurismo anti estadounidense en plena Segunda Guerra Mundial y del cual Akira no se pudo desligar. En este eficiente trabajo aparece Takashi Shimura, uno de sus tres actores más característicos.
A pesar de las obligaciones propagandísticas de la época, que se hacen más notorias en su segunda cinta El más hermoso, Kurosawa comienza a desarrollar con más atrevimiento su mirada humanista y sus conceptos el relato espectacular. Lo primero se puede apreciar en No lamento mi juventud y en Un maravilloso domingo (que contiene una de sus primeras referencias al cine neorrealista y su mirada documental). Lo segundo surge de forma definida desde Caminando sobre la cola del tigre, uno relato de época picaresco y lleno de prototipos de sus futuros personajes en sus filmes de aventuras.
Es en 1948 cuando el arte de Kurosawa alcanza su primer gran obra. El ángel ebrio condensa muy bien ese gusto del autor por el melodrama y el relato criminal que tanto apreciaba de Hollywood, pero dándole la contra en la observación cruda de un Japón despedazado por la guerra y la proliferación de las mafias en ese escenario. Es también aquí donde aparece el actor más célebre de su cine y el de su país en general: Toshiro Mifune, notable en su papel de gangster agónico, tanto como lo estaría haciendo de policía en la febril odisea personal, devenida en alegoría social de Perro rabioso (1949), excelente thriller que significó un paso más adelante en la carrera de Akira como uno de los nombres más destacados de la industria fílmica japonesa.
Años ’50
Pero la fama del trabajo de Kurosawa, y del cine japonés, a nivel mundial, recién llegará a partir de su triunfo en el Festival de Venecia, con una película compleja y apasionante. Rashomon sorprendió en su momento con su original trabajo con la alternancia de perspectivas, en un cruce de relato de época y de investigación, los que eran de su mayor predilección. Rica en lecturas y atmósferas sensuales, esta cinta quedará sin duda como una de las que definen la preeminencia de Akira dentro del cine mundial, a pesar de que en su momento tuvo que enfrentar serias incomprensiones por parte de muchos connacionales que solo veían meras ilustraciones de expresiones foráneas en su trabajo.
Pero a mediados del siglo XX, la maestría de Kurosawa se expande en un puñado de títulos inolvidables por su mirada comprensiva, ya sea con alegría o melancolía, a la naturaleza de los seres humanos en un contexto tan particular como la sociedad heredera de los shogunatos y las creencia religiosas o sociales trastocadas tras la debacle de la guerra. Tal vez las que sobreasalen más sea Los siete samurais y Vivir (Ikiru), obras maestras en las que se condensan a la perfección las pretensiones como narrador y estilista del director. Una es una gesta colectiva y espectacular, mientras que la otra es una de carácter personal, en clave baja, pero en busca de un objetivo no menos vital para su protagonistas, interpretado por un Shimura excepcional. Tan memorable esta el actor ahí como en la historia de los ronin que van a salvar al pueblo asolado por bandidos y en la que su personaje se alterna con el Kikuchiyo de Mifune, formando la dupla característica del viejo y el joven, el sabio y el irresponsable, el prudente y el fanfarrón.
No se quedan atrás otras tan notables como Trono de sangre, su revisión de Macbeth, y la aireada La fortaleza escondida. Ambas realizadas a finales de la década y las que se puede apreciar toda las posibilidades del Tohoscope y las nuevas dimensiones del gran espectáculo en el cine que para ese entonces hicieron a Kurosawa uno de los hombres más poderosos y renombrados del emergente cine asiático invadiendo las pantallas mundiales.
Años ’60
Durante estos años la obra de Akira gozaría de enorme libertad, aunque esta habría de ser utilizada para sus últimas películas de gran convocatoria. Así es como presentó variaciones de los géneros populares en los que el cuestionamiento social fue ganando terreno. Películas como Los malvados duermen en paz (1960) y El cielo y el infierno (adaptación de King’s Ransom de Ed McBain), eran dramas criminales en los que los temas de la corrupción y las desigualdades de la vida moderna se tocaban de muy virulenta, pero siempre con la habitual destreza narrativa de su autor.
Las convulsiones políticas y sociales de aquella época también inspiraron su lado más evidentemente aleccionador con Akahige (1965), larga y ambiciosa película en la que Kurosawa se delata como el maduro creador que contempla la llegada de la vejez y se dispone a entregar su propia visión de la ética y la sabiduría en la profesión. El viejo doctor que interpreta Mifune, en su último rol para Kurosawa le enseña a su joven compañero que aunque podía ser capaz de exhibir su destreza en la lucha, siempre debe haber una justificación de esta como un recurso extremo en su tarea de hacer el bien por todos.
Tal vez ese toque demasiado didáctico sea lo que mantiene a esa cinta un poco por debajo de sus mayores logros, cosa que no ocurre con Yojimbo (1961), acaso su gran película de los ’60. Tomando con bastante libertad la idea central de Cosecha roja de Dashiell Hammett, nos transportábamos nuevamente hacia el Japón feudal para contemplar las andanzas westernianas del ronin a cargo de Mifune, intrigando entre dos bandos rivales y blandiendo la catana con los resultados más violentos vistos en el cine de Kurosawa hasta ese momento, si es que no consideramos el lírico final de Trono de sangre. Aquí es donde también aparece pro primera vez Tatsuya Nakadai, emergente estrella del cine japonés y que habría de ser de protagonista de sus últimos y memorables filmes de guerra. Esta también se convertiría en una de las películas más influyentes de Akira, sino que lo digan Leone e Eastwood que la occidentalizaron en la no menos clásica Por un puñado de dólares.
Años ’70
La década de los ’70 marca el inicio de un progresivo repliegue de Kurosawa como productor y en general como hombre dentro de la industria cinematográfica, pero al mismo tiempo significa la ampliación de la radicalidad en su cine. A ello contribuye fuertemente su incorporación al color y a todas sus posibilidades expresivas. Es así como presenta Dodes’ka-den, su opus más extraño y el que las incomprensiones generales que provocó casi llevan a la muerte del director en un fallido intento de sepukku. Vista ahora se trata de una de sus más formidables cintas y la que abrió las puertas a toda esa estilización que caracterizaría al resto de su filmografía.
Tuvieron que pasar cinco años para que el ya anciano Akira re emprendiera el camino, en medio del cambiante medio audiovisual, a partir de una invitación que recibiera para rodar en la Unión Soviética. Fue en los inhóspitos parajes de Siberia que el emperador rodó paradójicamente una de su historias más entrañables: Dersu Uzala. Se trata de una de sus grandes y hermosas películas, en la que conocíamos las aventuras del Captain Arseniev y su amistad con el inolvidable cazador nómada que alude el título, interpretado por Maxim Munzuk. La película le devolvió a su director los merecidos aplausos y premios hacía buen tiempo idos.
Años ’80
Asumido su rol más como un auteur, Kurosawa continúa dilatando sus siempre esperados proyectos, mayormente para asegurarse que estos cuenten con los recursos necesarios que su perfeccionismo exigía. En su apoyo surgieron dos de sus más conocidos admiradores: George Lucas y Francis Ford Coppola, quienes le consiguieron todos los lujos de la Fox para realizar otra epopeya colosal pero extrema en Kagemusha, una historia original que bebía de las habituales fuentes shakespeareanas de su autor, pero dando cuenta de una metáfora sobre la disolución de un mundo y la transformación eterna de las cosas. Onírico cuento de dobles y el temor al caos que se desarrollaba de forma atípica. La guerra nunca exhibida y siempre deseada por sus espectadores, apenas solo entrevista por sus consecuencias. Era obvio que para este momento al director no le interesaba el lado vertiginoso y emocionante de la violencia.
Ese desencanto y cuestionamientos, también se encuentran presenten en la genial Ran, otra revisión directa de otro clásico: El rey Lear, en la que ya no parece haber lugar para testamentos serenos y esperanzadores, la impresión de que esta es sería su faceta concluyente, cambiaría un tanto con sus películas finales.
Años ’90
Tan atento a la naturaleza del hombre como fue hasta el final, Kurosawa no quiso para sus últimas películas un aura de completo pesimismo. La regresión confesional de Sueños, su cinta de episodios, cambia las cosas para llevarlas a un punto final de meditación, algo de lo cual también están empapadas Rapsodia en agosto y Madadayo.
Las tres forman la mirada hacía atrás de un hombre imponente, que no solo se permite ser nostálgico u amargado, sino incluso todavía inquieto, curioso por indagar los límites de la existencia, su percepción, y su representación a través del arte. Las despedida en estos capítulos finales, están planteadas como rituales de una imaginería panteísta. Kurosawa no conoció el nuevo siglo, pero nos dio varias de las ideas más recurrentes en estos últimos diez años.
Extra: Con motivo del siglo Kurosawa el historiador y erudito inglés Peter Cowie, acaba de publicar un nuevo libro sobre AK que promete bastante. Por otro lado The Criterion Collection también viene ofreciendo bastante material por la ocasión, vale la pena mantenerse atento.
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