Aquella mala forma de envejecer. Cuando Donnie Darko fue estrenada (hace ya casi una década, el 2001) se produjo un extraño fenómeno: su realizador, el entonces debutante Richard Kelly, se convirtió, abismalmente, en uno de los más sentidos y lúcidos artesanos del caos y la enajenación de los tiempos que corrían. La película, como era obvio, se asumió como un clásico adolescente instantáneo.
Provisto de evidente talento, pero también de emoción y una alta dosis de cultura pop contemporánea, Donnie Darko era hermosa porque le hablaba en su propio idioma a una generación que provenía del nihilismo, pero con un amplio sentido de la sensibilidad. Habían tantas cosas que emocionarse en esta película: un guión lúcido y trasgresor, una banda sonora maravillosa, actores formidables (Jake Gyllenhaal consagrándose tempranamente, Patrick Swayze jugándose la vida en su personaje), una estructura esquizofrénica que apostaba por retratar miedos y las paranoias de la etapa post reaganiana, una mitología que se nutría de la fantasía pero también tenía del cuento de hadas y relato apocalíptico.
A varios críticos circunspectos Donnie Darko no les emocionó (aunque igual destacaron su audacia y el oficio del nuevo realizador). Las grandes audiencias, usualmente despistadas, tampoco le dieron mucha bola en principio, pero, mientras el mundo tal como lo conocemos no se reponía de la aceleración del tiempo, algo estaba sucediendo desde abajo, desde las periferias: estaba naciendo un producto de culto y una declaración de principios, bajo la forma de una de las películas alternativas más importantes de los últimos tiempos.
Ante ello, quedaban pocas opciones: amarlo o aborrecerlo. No amarlo constituía la ventana perfecta del Zombie Decente. No amarlo constituía ser un anciano de espíritu, un tipo para el sarcófago. Yo, desde luego, amé la película y no sólo respeté mucho a Richard Kelly, sino también lo consideré un amigo cósmico. Donnie Darko sigue teniendo vigencia y regreso a ella cada vez que necesito una guía para recordar que a veces uno puede hacer algo más que una obra artística o un producto para el entretenimiento: a veces uno logra, sin siquiera proponérselo, un canto coral que excede a sus pares cronológicos y se vuelve universal.
La gente, como ustedes saben, crece. El problema es cuando, en vez de crecer, envejece y, peor, cuando envejece mal. A Kelly, mucho me temo, los años le han caído mal. Lo han indigestado y hecho ver alucinaciones que no es capaz de controlar ni, mucho menos, superar. La caja (The Box), su más reciente estreno comercial, es una prueba demasiado palpable de esta aterrorizante decadencia.
Por razones de cariño y un poquito de sanidad, ni siquiera voy a profundizar en aquel monumental bodrio llamado Southland Tales (2007), que hizo que muchos dudaran del verdadero talento de Kelly. Yo sentí que, más allá de las buenas intenciones, el resultado era infinitamente inferior a la inteligencia de su director. ¿Qué pasó? Según mi teoría, Kelly se dejó ganar por la dispersión y el mito y actuó como un patita que cree que lo puede todo y siente que está fundando la Nueva República Cinematográfica. Easy, baby, detén tu patineta, tampoco eres Cronenberg. El precio de tanto embuste y tanta basura autocomplaciente fue un fracaso estrepitoso, tanto de público como de crítica.
En La caja, Kelly, seguramente herido en su orgullo, trata de enderezar las cosas, pero el resultado, si bien superior a su combo masturbatorio anterior, es inferior, por varios cuerpos, a su notable opera prima.
La historia de La caja, basada en el relato corto «Button, button» del interesante escritor Richard Matheson, se sitúa en 1976. Norma Lewis (Cameron Diaz) es profesora en un college, y su marido Arthur (James Marsden) es ingeniero de la NASA. Tienen un hijo avispado y viven una vida aparentemente normal, salvo por el detalle de una deformidad de juventud que Norma padece. Una noche, alguien deja en la puerta de su casa una caja y una nota con un mensaje. Al día siguiente, un hombre misterioso (Frank Langella) con el rostro lacerado y desfigurado aparece en su puerta y presenta a Norma su propuesta de vida alternativa: la familia recibirá un millón de dólares si es que decide apretar el botón principal de la caja. Existe una consecuencia por dicha acción: alguien que no conocen instantáneamente morirá. Norma y Arthur tienen 24 horas para decidirse. Después de ello, más allá del dilema moral, empieza a sucederse una serie de extraños acontecimientos que vinculan a la caja con un experimento de corte paranormal, el cual también roza con el destino mismo de quienes lo poseen.
No soy fan del spoiler y no contaré más el argumento, pero siento que hay cosas en La caja que deben saberse: es una historia de fantasía rozando la ciencia ficción, centrada en los dilemas de la condición humana. Pretende ser un drama de ribetes alucinados, que incide en el misterio y la perturbación que producen nuestros propios actos y nuestras propias decisiones. Delirio místico y desarrollo ineluctable de las cuerdas que rigen el destino. El azar y el poseedor de nuestras vidas que mueve los hilos de lo que haremos o dejaremos de hacer. La muerte y el dolor con sólo presionar un dispositivo. No sigo, a riesgo de caer pesado con tanto misticismo aguado como un café de Starbucks.
Se podría decir que en el cine uno no debe ir con prejuicios y todas las historias son diferentes y deben analizarse de modo independiente. Sí, es cierto, debería pasar, pero cuando quienes dirigen los filmes son gente como M. Night Shyamalan, J.J. Abrams o Lucho Llosa. Si uno se considera no sólo cineasta, sino también autor, también debe recordar que lo compararán usualmente en torno de su obra y su obra completa, en comparación a las obras de otros autores de su categoría.
El primer gran problema que tiene Kelly, quien ególatramente se considera un autor, es que dejó la valla demasiada alta con Donnie Darko. Para bien o para mal, cualquier cosa que haga será comparada con aquella película. Debería leer al maestro Héctor Soto, quien en el libro Una vida crítica escribe lo siguiente: «el problema de las películas que no están a la altura del prestigio de su realizador es doble, porque aparte de defraudar las expectativas asociadas a los estrenos importantes, introducen una sombra de duda sobre su obra anterior».
Injusta o no, aquella lógica perversa se aplica constantemente en el cine. Si no, no hubiese gente que diría que Almodóvar es un fracaso luego de Los abrazos rotos, que a Scorsese empieza a sentírsele el cansancio en La isla siniestra, que Woody Allen destila senilidad en Vicky Cristina Barcelona o que Wenders decretó su muerte fílmica desde Tan lejos y tan cerca.
La caja puede ser una decepción para quienes admiraron Donnie Darko, pero también una segunda oportunidad para quienes conocieron a Kelly después de Southland Tales. Para quien estas líneas escribe, resulta un embuste, una pretenciosa acumulación de imágenes y situaciones que fallan no tanto en el oficio, sino en la emoción. El cineasta se aburguesa, se cree Todopoderoso, asume que lo dicho será tomado como verdad absoluta. Felizmente, en el cine todavía valen las imágenes más que mil discursos pomposos y mesiánicos, que esconden una penosa orfandad narrativa. En Darko la historia era fluida, y los eventuales giros demagogos, histéricos o los clichés te lo soplabas con gusto, porque sabías que el cineasta se estaba pasando todo por el trasero y pretendía, antes que nada, hacernos sentir cercanos a sus delirios y sus personajes. Acá todo termina siendo plano, desangelado, supuestamente bien construido, pero sin convicción. Lo paranormal es insuficiente, lo misterioso no lo es tanto, la pasión se quedó en la isla de edición y la esquizofrenia se usa ahora para creerse Kubrick (en una mezcla impensable de 2001 y Eyes wide shut) sin serlo ni por asomo.
No me creo ni un momento el juego de Kelly, y aunque debo admirar un poco el clima de misterio y cierto sentido del suspenso que maneja en ciertas escenas (la primera media hora del filme funciona, a pesar de todo), la tensión de las historias ya me las cuenta hasta el hartazgo en el tráiler publicitario. Pésima apuesta la del ingenuo Richard: contarte el nudo climático de la trama en la publicidad. No hay mucha sorpresa en el desenlace, el final es previsible. Incluso, siento que Kelly no hace justicia al relato de Matheson, al trocar la atmósfera opresiva del cuento por un clima de falsa locura que no llega a cuajar adecuadamente.
Hay momentos supuestamente desaforados y sobrenaturales que dan risa y vergüenza ajena y, la verdad, no sé que hace Cameron Diaz (una actriz menor, en mi opinión) soportando gran parte de la carga dramática. Mardsen no da más que para X Men. Frank Langella hace lo que puede, pero siento que quisieron confinarlo a una réplica de sus lugares comunes más, valga la redundancia, comunes: cara dura, inexpresividad facial, ojos resignados, silencios que duran una eternidad. Ya conocemos perfectamente el resto.
Lo más grave es que en algunos momentos la película termina entrando en una fase soporífera y deseas con toda sinceridad que Kelly destruya para siempre a sus personajes y se acabe tanto falso dilema, tanto falso dolor, tanta chapucera filosofía. Lo banal y lo irrisorio terminan devorándose el sueño del cineasta.
Kelly puede haber hecho una gran primera película, pero no puede seguir naufragando de esa manera. No es digno. Después de ver La caja, sentimos que el estómago lleno y el corazón contento a veces hacen muy mal a las carreras de ciertos autores. Por aquella espiral descendente, inevitablemente no se logra la madurez y la solidez creativa. Tan sólo fuegos de artificio y un camino inevitable de prematura decadencia. Atento, Richard.
The Box. Dir: Richard Kelly | 115 min. | EE.UU.
Intérpretes: Cameron Diaz (Norma Lewis), James Marsden (Arthur Lewis), Frank Langella (Arlington Steward), James Rebhorn (Norm Cahill), Holmes Osborne (Dick Burns), Sam Oz Stone (Walter Lewis).
Estreno en España: 6 de noviembre de 2009.
Estreno en el Perú: 4 de marzo de 2010.
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