Reírse de todos sin mostrar carcajadas de nadie. La parafernalia del cine está llena de personajes que no son precisamente los representados en las películas sino los que detrás de cada una cumplen con dirigirla, producir y asistirla. Un grupo de personajes “reales” que según su perfil encajan en una función dentro del rodaje: el director que se mira el ombligo y se siente máximo creador sin haber hecho nada, la productora metiche que sobrepasa su rol, los actores de cuyo cuerpo y tiempo hacen virtud de los otros, los asistentes utilizados cuales extensiones del cuerpo de los jefes en los quehaceres molestos y hasta los críticos que, pródigos en ismos, arguyen su gusto por lo ininteligible o adefesiero.
Rossana Alalú decide criticarlos, pero no frunciéndoles el ceño, sentenciando sus dictaduras y comportamientos egocéntricos, mejor los satiriza, se burla y divierte de lo mismo. Es el manifiesto burlón a la cara falsa que muchas veces es la imagen de un grupo de trabajo y su producto –en este caso una Productora y su película-. También nos podemos reír de cómo se hacen en lugar de de reírnos con o de la película. Ego mira de la cámara hacia atrás, una realidad que muchos ajenos a las facultades desconocen.
En sus cotidianeidades también se disemina la conducta berrinchuda de los inmersos en el rodaje. Cada uno tiene un espacio privado en el que convive con sus vicios, los que convergen en la única locación donde filman: un cuchitril que condensa y exterioriza la podredumbre interna de cualesquiera de los presentes.
Las secuencias del rodaje son contundentes, la cámara inquieta, cerca de los gestos y acciones solapas de todos, atrapa los detalles que uno a uno los define; cual rompecabezas los arma de a piezas dispersas. Alalú no da puntada sin hilo.
Tres años antes, 2003, Álvaro Velarde cogió el audiovisual de culebrón e hizo escarnio de este. El destino no tiene favoritos es una de las películas que lavaron la cara del cine peruano de una lamentable década noventera. Ego por ser formalmente un “mediometraje” nunca se estrenó comercialmente, negando así su existencia para quienes consideran que el cine peruano es sólo el que se proyecta en Cineplanet. Gran mayoría. Una pena porque es una película radiográfica de la metodología y carácter de la producción cinematográfica de nuestro tiempo, independientemente de su género.
El final chirriante, en el que el director (Paul Vega) se autocomplace frente al espejo, es un remate burdo, poco inteligente: una paja narcisista que ya se lo habían hecho todos durante toda la película con cada acto, pose y amago. El excesivo amor propio de cada personaje siempre estuvo explícito sin semen de por medio. Esa secuencia merece una mueca de insatisfacción. No obstante, valiosa, Ego destila insolencia, autocrítica, pero también egotismo. No en vano se titula así. Paradójicamente la sátira de Alalú también alcanza a su propia película.
Deja una respuesta