Esta es una de las más bellas películas que he visto desde hace mucho tiempo. Está regida, de un lado, por el tiempo cíclico, que tiende a repetirse, y del otro, por el principio del movimiento que conduce a la inmovilidad. Bajo estos enfoques, la cinta expone los conflictos intergeneracionales de padres con hijos en una aldea rural musulmana en Turquía; centrados en dos niños (Ömer y Yakup) y una niña (Yildiz), todos al inicio de la pubertad. Con una estética contemplativa y minimalista, el director consigue una densidad de sentidos envueltos en imágenes de una belleza sobrecogedora.
Esta obra está dominada, de un lado, por el tiempo cíclico, que tiende a repetirse, y del otro, por el principio del movimiento que conduce a la inmovilidad. En cuanto a lo primero, la película está dividida en las partes del día, pero en orden inverso (noche, atardecer, tarde, medio día y amanecer), las que coinciden con los respectivos rezos desde el minarete de una pequeña mezquita en una aldea rural musulmana ubicada en Turquía. Este orden inverso ya supone implícitamente una crítica al orden social existente en el lugar, focalizado en el autoritarismo paterno y el maltrato de los padres hacia sus hijos. Alrededor de este núcleo, el filme enfatiza la repetición de los ciclos naturales que caracterizan la rigidez de las estructuras sociales y el estatismo reinante. Para empezar, la cinta no transcurre propiamente en un día, sino en un período temporal mayor, que podría proyectarse casi hacia las estaciones del año: no en vano, al inicio de la cinta, vemos cómo los niños en la escuela local recitan una lección de geografía donde se les explica el movimiento rotatorio de la tierra y sus efectos sobre el planeta (sucesión del día y la noche, y de las distintas estaciones del año).
A esta rutina del universo, siguen los fenómenos biológicos de reproducción, nacimiento, vida y muerte. De esta manera, los pequeños protagonistas observan el apareamiento de burros y perros, el nacimiento de un novillo, la muerte de la abuela y el alumbramiento de una niña en el pueblo. Lo cual refuerza esa secuencia biológica e irrevocable que rige la vida en este pueblo. Sin embargo, no hay aquí un tratamiento mítico, salvo por el marcado énfasis en las relaciones edípicas entre los niños con sus respectivos padres y de la niña con su madre; así como otras consecuencias de la estructura de poder patriarcal –que se replica entre los padres de Yakup y Yildiz, con el abuelo– como son las preferencias paternas por alguno de los hijos, en detrimento del otro. Esto se manifiesta en situaciones de maltrato físico y psicológico de los hijos, tanto niños como adultos; con un par de alusiones, muy de pasada, a la subordinación y violencia contra la mujer. A pesar de la dureza de estas relaciones, el filme muestra también la solidaridad entre los infantes y, hacia el final, algunas manifestaciones tardías de afecto de los padres hacia sus hijos; lo que conjura cualquier conato de maniqueísmo o esquematismo en la presentación de esta problemática.
La descripción de estos factores de poder en las relaciones familiares, su reiteración e inamovilidad, se apoya –por analogía– en los fenómenos naturales y biológicos arriba descritos. Para ello, el director Reha Erdem recurre a las panorámicas, estableciendo una fuerte tendencia a los planos generales y los planos abiertos, lo cual desde el comienzo nos marca un cierto tempo lento, pero que nunca se hace pesado, en función a la belleza de la fotografía que se despliega a lo largo de la cinta; a cargo de Florent Herry. Destacan las grandes y exuberantes panorámicas del cielo, que marcan los distintos momentos del día, pero también los momentos de lluvia y tormenta; así como la inmensidad de las montañas y el remoto brillo del mar. Sin embargo, no se cae en el mero preciosismo ya que el paisaje local más bien es agreste. Por otra parte, los grandes planos generales permiten establecer tanto la lejanía de la comunidad como el aislamiento y vulnerabilidad de los personajes, especialmente de los niños.
Hasta aquí tenemos los aspectos que sugieren permanencia y estatismo; sin embargo, también es posible examinar algunos de estos elementos como movimiento y cambio en el tiempo: las partes del día, la reproducción, nacimiento y muerte, la mirada generacional (niños, adultos, abuelos), la etapa de tránsito que supone la pubertad. En tal sentido, incluso el trabajo en función del paisaje no es del todo estático. Al contrario, las panorámicas tienden a estar acompañadas de pequeños movimientos de cámara y el movimiento de los personajes dentro de la película también es seguido, significativamente, por la steadycam. Estos travellings cumplen una doble función. De un lado, aunque se trata de simples traslados de un lugar a otro, sugieren –a veces y simultáneamente– la huida de los personajes (sobre todo, de los pequeños), pero que siempre concluye en un punto de llegada fijo (generalmente, una locación en interiores); es decir, que nuestro acompañamiento –mediante el steadycam– sugiere que todo intento de cambio conduce a un mismo punto de partida (fijo), que el movimiento conduce a lo estático. De otro lado, estos seguimientos de los personajes tienden a repetirse en las mismas locaciones y en exteriores: ocurren en pasajes al interior de la localidad, trochas rurales y el costado de la escuela (donde dos de los protagonistas pasan, en distintos momentos, bajo la rama de un arbusto que los acaricia y la cámara se eleva hacia la copa del mismo). Así, estos travellings compensan en algo el estatismo de los numerosos planos fijos, abiertos y panorámicos; sin embargo, al mismo tiempo, tales movimientos de cámara, al repetirse, refuerzan esa sensación de que el movimiento conduce a la inmovilidad, lo que es la segunda gran característica significativa de esta película.
Esta sensación de fijeza, de detención en al tiempo, se explicita en unos planos cenitales de los niños protagonistas en la tierra, como metidos en las grietas del suelo, cobijados por rocas o por maleza o, en una ocasión (Ömer), simplemente tirado, como si estuviera muerto. Estos planos cumplen varias funciones. La primera es que marcan el ritmo de la película, cuyo tempo lento calza con un enfoque contemplativo que domina las acciones de los personajes; las que, por otra parte, no son muchas. La segunda función es esencialmente poética, ya que estos planos son como el colofón donde concluye una determinada secuencia, casi siempre triste y resignada de los pequeños protagonistas. Por tanto, no marcan solamente el ritmo físico de la película filmada, sino el ritmo de la vida de estos niños; los cuales, finalmente, expresan que la única forma de protegerse y recibir afecto es en la soledad de la madre tierra, como atrapados por ella y por el condicionamiento social y cultural de su localidad. Esto se relaciona con varias escenas o imágenes inolvidables que posee esta obra. Por ejemplo, el plano de los niños echados entre las rocas y mirado hacia el cielo, como si fueran nichos; lo que revela una cierta ambigüedad en las relaciones de los protagonistas con la tierra. O también, cuando Yakup llama a su padre para darle una orden humillante del abuelo y este queda cabizbajo bajo un árbol en un monte pelado; y cuando, luego de un momento, ambos personajes ya han abandonado la escena, la cámara sigue allí y escuchamos por otro rato los lastimeros balidos de las ovejas. Estos son algunos de los varios momentos inolvidables que nos depara esta cinta, sobre los que uno quisiera volver más de una vez, como lo he hecho personalmente.
Pero esta película tiene aún dos características más que la hacen muy original, con respecto a otras cintas con el mismo estilo. La primera son los tiempos muertos, cuya intención es dejar desarrollarse a los personajes o pretender que el público “complete” o aporte contenidos propios a la acción del filme; o, finalmente, que el espectador pueda “sentir” el paso del tiempo. De estas tres funciones, la cinta de Erdem apenas utiliza este procedimiento en su última acepción; no en vano se titula Tiempos y vientos. Sin embargo, lo interesante es que varios de estos “espacios en blanco” son ocupados por la música; la cual tiene un importante protagonismo en el filme. Esto quiebra un poco el sentido del procedimiento, ya que introduce un elemento –aunque abstracto– que interviene y da sentido a varios de estos momentos de la película. La música –por cierto, extraordinaria– del compositor estonio Arvo Pärt no es un mero acompañamiento sino que refleja la subjetividad y sentimientos de los protagonistas. Con momentos dramáticos y otros dolorosos, comenta –en otro plano– las situaciones que enfrentan los hijos en esta historia. Además, la música de este compositor tiene como fuente la música religiosa medieval y renacentista occidentales; pero luego también la bizantina, de allí algunos aires “orientales” que se escuchan en esta banda sonora. Hay aquí un interesante nexo intercultural, ya que una música de fuente cristiano ortodoxa se utiliza para ilustrar las contradicciones de una sociedad y cultura musulmanas.
La cuarta característica importante es la forma cómo se presenta la situación subordinada de los tres niños protagonistas. Hay una tendencia a la angulación de la cámara en contrapicado en buena parte de la película, procedimiento que se usa normalmente para enaltecer a los personajes o situaciones mostrados; mientras que al menos en el caso de los hijos lo convencional hubiera sido utilizar más bien la cámara en picado, para sugerir su subordinación. Erdem, sin embargo, resiste la tentación, ya que su interés parece ser el mantener una mirada respetuosa, aunque crítica, de los valores culturales de esta comunidad; de allí el recurso al contrapicado (el cual, por cierto, es moderado). En cambio, el director coloca a sus personajes –en particular a los niños protagonistas– muchas veces de espaldas a la cámara; o muestra a padres e hijos separados por algún elemento (por ejemplo, una ventana). De esta manera, sugiere no sólo la subordinación sino también la separación emocional y el abismo generacional que se crea entre los personajes. Como vemos, Erdem ha creado un lenguaje audiovisual original, en el marco de su enfoque estético contemplativo.
En consecuencia, sentimos el tiempo pero siempre conectado a las necesidades dramáticas de los personajes, y guiados por las intenciones del realizador. No estamos, por tanto, ante la típica cinta ansiolítica que experimenta con la participación del público y, en ese sentido, está abierta a múltiples interpretaciones. En todo caso, Erdem ha limitado y establecido los márgenes en los que coloca los conflictos y sufrimientos de sus protagonistas, de tal forma que no restringe la hondura humana de los mismos. Esta claro que las relaciones sociales están regidas por la verticalidad y autoritarismo paternos, que generan maltrato y, con ello, distanciamiento y rencor profundos; para no hablar de celos y resentimientos entre hermanos. Por otra parte, vemos que el consejo de ancianos se muestra tolerante con el maltrato infantil; al no establecer ninguna sanción para el agresor en el caso de un castigo físico injusto contra Davut, un adolescente huérfano que trabaja como pastor del pueblo. Al mismo tiempo, estos chicos están justo en la pubertad y empiezan ya a mostrar algunas facetas de la adolescencia, como el enamoramiento (Yakup) o una cierta ansia de independencia (Yildiz). Sin embargo, y siendo una película coral, el conflicto principal es el que se plantea Ömer con su padre, quien es ni más ni menos que el Imán (jefe espiritual) del pueblo. Es con ellos que empieza y concluye la cinta. Esto plantea también la crítica en un plano específicamente religioso.
Estamos ante una obra construida con elementos muy simples, filmada en exteriores (muy bien aprovechados por la cámara), así como en algunos pocos interiores, recurriendo a actores no profesionales, pero convincentes. Los elementos reiterativos que hemos señalado anteriormente ya nos indican la presencia de una estética minimalista; lo cual se compagina con la música de Pärt. No obstante, Tiempos y vientos demuestra cómo el minimalismo puede ofrecer una densidad de sentidos envueltos en imágenes y sonidos de una belleza sobrecogedora; con ese enfoque contemplativo pero, al mismo tiempo, significativo, que conecta el lenguaje cinematográfico con aspectos centrales de la vida y cultura de estas poblaciones rurales.
Beş Vakit. Dir. Reha Erdem | 112 min. | Turquía
Intérpretes: Özkan Özen (Ömer), Ali Bey Kayalı (Yakup), Elit İşcan (Yıldız), Bülent Yarar (el Imán y padre de Ömer), Yiğit Özşener (Yusuf), Taner Birsel (Zekeriya), Nihan Aslı Elmas (madre de Yildiz), Köksal Engür (Halil Dayi), Sevinç Erbulak (madre de Yakup), Selma Ergeç (la maestra), Tilbe Saran (madre de Ömer), Tarık Sönmez (el pastor Davut), Cüneyt Türel (el abuelo).
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