A manera de medir la calidad del filme en corto hecho alrededor del mundo, decidimos por la muestra internacional Fenaco 2010 proyectada en el Centro Cultural CAFAE. A cada una de las proyectadas esa jornada les dedicamos las siguientes lìneas:
La alemana Silence, de Ava Lanche, es una eficaz denuncia contra el manejo de la información por parte de los medios. Su título hace referencia al olímpico silencio (de los medios) sobre los varios abusos contra los derechos humanos perpretados a lo largo y ancho del mundo a la vez que estos (los medios) se expresan con solemne diplomacia sobre prolongadas épocas de paz que no existen. La directora deja sonar a los objetos mas no a las voces, criticando claramente con esto al mundo materialista del presente, donde la deshumanización es una característica flagrante pero de poca importancia para los propios humanos. Las imágenes de sus cuatro minutos, como el cine lo demanda, dicen mucho más que los largos parlamentos de varios de los cortometrajes presentados esa fecha.
Escorbo, del argentino Diego Rougier, satiriza el drama de los adultos frente a los asuntos de niños. En un solo escenario y con una sola situación, el director grafica con humor a la típica familia clasemediera, numerosa y variopinta, desde la perspectiva de una niña, que atinada califica a cada tipo con pocos adjetivos, yendo desde sus padres hasta la amante de su primo. Todos desfilan ante ella cuales ridículos incomprensivos que no entienden su problema, exagerando su verdadero alcance. Rougier al final hace un homenaje a la siempre cómplice de los pequeños de la familia: la abuelita, quien es la única que sobrelleva el asunto de que a la niña se le ha “aplicado” un escorbo (¿?); detrás toda la familia se lamenta por lo sucedido por motivos incógnitos. El argentino propone afrontar la vida con la conducta de un niño para no hacerla una serie de episodios dramáticos como lo hace un adulto estresado.
Como una imagen esbozada entre sombras y formas borrosas se puede encontrar en la memoria la vida indígena en Norteamérica. Los pasajes de sus costumbres y quehaceres son parte de un pasado casi extinto, sin rezagos de una posible vuelta al presente. Rice Iriniw Acitc Spiriwi, de Steven Chilton, se niega a ser una película de “acción real”, como rindiendo luto a esa cultura autóctona del continente. Usando técnicas de animación forma un collage secuencial de un pasaje en el recuerdo que el mismo Chilton compartió con su abuelo; el mismo director narra el vago recuerdo de un avistamiento cuasi poético de un águila mientras remaban en un río. Steven Chilton se lamenta la forma en como encuentra ese recuerdo en su memoria –por eso el estilo casi abstracto de los gráficos y el claroscuro en sus tonos- pero revalora el pasaje con nostalgia, mostrándolo muy personal. Resulta muy atractivo por enigmático, cual pieza de museo.
El otro trabajo de animación fue uno colombiano llamado Pasajero, de Oscar Javier Orjuela Pardo. En extremo metafórico y casi ininteligible. Sin duda su mayor valor va por la técnica stop motion aplicada a los muñecos compuestos digitalmente, los que se devanean entre el infierno y el taller de un operador de relojes, del tiempo. El tono marronáceo de los ambientes le da una impresión terrosa, de aridez, como si la vida escaseara en los contextos donde se desarrolla. Es una obra de aspecto lóbrego pero que deja pocas cosas claras.
Un documental convencional pero de importante valor para una comunidad tica, Barva, en la provincia de Heredia, es Esculpiendo el alma, de José M. Gonzáles Bolaños. Testimonios y más testimonios de un grupo de escultores que por motivo de un simposio ambulante trabajarán sus obras al aire libre, propiciando la interacción con la población. El otro documental de la tanda fue el logrado Pequeña Revolución, coproducción entre Dinamarca y Chile, dirigida por Marianne Hoger-Moraga, que reflexiona sobre los discursos y actos revolucionarios, cuestiona sus alcances y considera los aportes individuales apolíticos como mejores salidas. Un hombre común y corriente, excombatiente contra la dictadura pinochetista, vive en la ruralidad al servicio de una clínica de medicina alternativa. La directora contrasta los discursos políticos que otrora profesaba su protagonista con su pasiva vida en el campo, trabajando con abejas, calentadores solares y perros fieles. ¿Qué filosofía pesó más en su vida? Esa es la conclusión de sus veintiún propagandísticos minutos.
Dramatismo forzado: sensibilidad pedante. La española Almas perdidas, de Julio de la Puente, y la venezolana El Café de la Lupe, de Mariana Fuentes, son casos lamentables del mal cálculo efectista. Ambos intentaron juntar elementos de drama y tragedia para sensibilizar al espectador, dejando de lado la escritura de una buena historia, que debió ser su principal preocupación.
Almas perdidas se desarrolla sobre los recuerdos de un amor trunco entre dos ancianos homosexuales de clases sociales distintas (un vago pescador y un acomodado profesional, cuya familia se opone por la vergüenza). Un amor “imposible” que termina con el suicidio de uno (el acomodado) y en la tristeza del otro (el pescador). Sus 16 minutos se pasan entre reminiscencias felices y nostalgia (frente al mar) de un amor perdido. Por su parte, El Café de la Lupe cuenta un drama social de telenovela: una sufrida empleada, que, explotada, decide escapar con un dinero que roba a su jefa. En su fuga conoce a un hombre que resulta ser un ratero oportunista, quien se hace de su botìn en un solo descuido. Desgracia tras desgracia le suceden a la desafortunada Laura, que queda indefensa y sin dinero en la estación de buses.
Tengo algo que decirte, de Ana Torres-Álvarez, parece extraída de una sitcom gringa. Enredos y malentendidos que divierten pero que no tienen ningún fondo ni desenlace. Es sólo un sketch de nerviosas declaraciones de amor que una vez hechas provocan una ligera sonrisa.
Más provocadora es Con dos años de garantía, de Juan Parra Costa, española como la anterior, que critica pero a la vez comprende la dependencia entre parejas, el gusto por sus defectos aceptados, la tolerancia hacia el maltrato, y todo lo que puede considerarse como deleznable en una relación sin tomar partido por alguna ideología sexista.
Los dos protagonistas, separados por su mala convivencia, contratan un servicio que les proporciona el prospecto ideal de pareja, el que termina siempre dejándolos insatisfechos por más retoques “perfeccionistas” que se les haga en los dos años de garantía que ofrece el contrato.
Parra Costa postula sobre el inadvertido rechazo a las relaciones perfectas, como si nos reserváramos un gusto especial por los altibajos y los pasajes tristes, considerándolos acumulativos de experiencia y no detalles a corregir. El director gusta de las relaciones grises, por eso las defiende: el hombre golpeador eternamente perdonado con la sumisa que aburre pero que, tambièn, se deja extrañar. Y es que no son sólo eso sino que, seguro, cuentan con simpáticos detalles que los decoran. Con dos años de garantía nos plantea algunas preguntas incómodas sobre nuestra intimidad y conducta sentimental.
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