Centrémonos en el cortometraje peruano que es para lo que Filmocorto fue creado. Para su cuarto año se presentó paralelamente una Muestra de cortometrajes uruguayos en la que no profundizaremos. Sólo cabe destacar los cortometrajes de la casa productora ParisTexas: Iemenjá Mon Amour, de Pablo Riera y Emiliano Mazza, que sin diálogos logra crear una atmósfera de añoranza alrededor de dos jóvenes que pasan una tarde cualquiera en Montevideo entre «caminata, porro y fotos». Y Liga Guruyú, documental también de Emiliano Mazza, que registra principalmente la parafernalia de la liga amateur de fútbol más antigua de Uruguay.
La competencia inició con la ganadora de 2009 del Concurso Extraordinario de Cortometrajes de CONACINE 2×5, de Valentín Vergara. Este trabajo cuenta sobre la evasión de la soledad de un niño de 10 años con la compañía de ratones blancos que compraría a 5 soles el par.
Dulzón como ningún otro, este corto se las juega todas con la imagen inocente del niño protagonista en pos de conmover. Triquiñuela molesta y contraproducente. Después del «Camotito» de las teleseries no vi otro infante más cosificado, acomodado calculadamente, resultando antipático y pareciendo malcriado en vez de travieso. En su pretensión principal yerra, dejándonos sólo apreciar detalles menores de la puesta.
Si bien los silencios iniciales están bien trabajados -entendemos por éstos la soledad del niño y su necesidad de interacción- son los momentos de drama en los que 2×5 parece una propaganda de TV de la Liga Peruana Contra el Cáncer: los devaneos del niño siempre tendrán de fondo una melodía azucarada que recarga la escena y la haga sensiblera.
2×5 no reflexiona sobre la incomunicación entre madre e hijo como amagara al inicio, Vergara prefiere atender la anécdota de la relación amical entre el niño con sus mascotas roedoras no con ternura sino con cursilería. Su sentido del drama es análogo al de los culebrones televisivos, en los que la acción se remarca con ralentíes y música incidental redundante.
¡Cállate!, de Alfredo Arana, es estúpida en su humor. Este adefesio irrefutable está rebosante de gags ridículos acerca del matrimonio y sus avatares de muy común vista en sketches sabatinos, los cuales suceden uno a uno hasta que se cumplen los veinte minutos de su duración. Un último giro de tuerca deja al quejoso marido (César Ritter, narrador en off) como víctima de su propia torpeza, quien, cuadrapléjico, soportará las mortificaciones de su mujer hasta el final de sus días. Final que le hace ley a la bobada en cuestión.
Que las situaciones cómicas sean de índole machista no es lo más reprobable de ¡Cállate!, sino el estilo chapucero con el que están representadas. Los protagonistas César Ritter y Giselle Collao parecen maniquíes que parodian su propia convivencia con acciones y gestos disforzados, como burlándose de ellos mismos haciendo todo mal adrede. No es el empleado un humor simplón sino chabacano. ¿Acaso Molière con Las preciosas ridículas -hoy caduca- dejó sentado para siempre que en las comedias las interpretaciones deben ser patéticas? ¿Hay que parecer idiotas para causar risa? Hasta ahora es el peor lastre de ese género, como también de este insalvable cortometraje.
Uno de los pocos documentales en competencia es la notable Ciudad Manjar, de Mauricio Godoy y Brennan Barboza. La cámara, fija, se posa en varios rincones de Zaña, donde la vida cotidiana pasa entre calles vacías, mulas, paja, lagunas y cielo azul. La mirada estática encuadra un paisaje que por cansino no deja de ser dinámico: crea postales cinematográficas, siempre habrá movimiento y sucederán situaciones que puedan ser capturados por el lente. Aquí el cine como arte es sutilmente agasajado.
La película recoge de manera fidedigna la conducta del espacio que documenta, la óptica de los autores se mimetiza con el lugar, se ancla sobre su eje para evocar la quietud, el sosiego de sus habitantes. En Ciudad Manjar nada hay por decirse en palabras, pues las imágenes, lenguaje natural del cine, emiten el testimonio.
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