Rompecabezas, simpática película argentina –una comedida comedia familiar de clase media–, está en las antípodas de Carancho, un thriller en la tradición del cine negro con sus personajes y ambientes marginales. En esta opera prima de la directora gaucha Natalia Smirnoff reina el detalle bordado e insinuado en cada escena, a diferencia de la vertiginosa cinta de Trapero, donde todo se va volviendo muy explícito y espectacular; aquí prima la acción interna de la protagonista María del Carmen (María Onetto), un ama de casa de 50 años, mientras que aquella privilegia la acción externa.
Pero pese a estas diferencias abisales, ambas comparten una tendencia a usar los planos cerrados, aunque con fines muy distintos. En Carancho, para crear esa atmósfera atosigante que la caracteriza, mientras que en Rompecabezas, la directora busca más bien explorar el momento de leve pero significativo cambio existencial en la vida de María de Carmen y sus nuevas interacciones con el entorno familiar. Este seguimiento de la cámara a las rutinas domésticas y su cercanía a la protagonista –con ocasionales cámaras en mano y subjetivas– recuerda a similar procedimiento usado por el director chileno Sebastián Silva en La nana (incluyendo la fiesta de cumpleaños). Sólo que en este caso no hay ninguna nana, sino que es la propia madre de familia quien directamente se encarga de las labores caseras, cumpliendo su rol tradicional de subordinación doméstica, aunque finalizando ya el ciclo de cuidado de un par de hijos varones mayores de edad y próximos a la independencia.
Es en estas circunstancias que al inicio mismo del filme ya vemos tanto la completa subordinación de la protagonista como su destreza y obsesión por ordenar lo disperso, por juntar los pedazos de un plato roto que es su vida en ese momento y buscar el reconocimiento y una mayor autonomía a través de participar en un concurso mundial de rompecabezas, para lo cual entrará en contacto con Roberto, un refinado millonario cincuentón (Arturo Goetz). Aquí la cosa se vuelve más un juego de ajedrez, donde la protagonista va pensando y sopesando cada uno de sus movimientos, mientras que el resto de personajes va reaccionando con igual prudencia a las acciones de María del Carmen. Los conflictos, circunscritos, se van negociando con sutil aunque decidida diplomacia, cierta dosis de ironía y momentos de intimidad y (re)encuentro, en particular con su esposo Juan (Gabriel Goity), pero sin llegar al acaramelamiento emocional. La mirada de Smirnoff es distanciada, equilibrada y objetiva, como la actitud de su heroína y con los límites que ella misma le (se) impone.
Desde el punto de vista de la protagonista y la actriz que la encarna, esta película podría ser una especie de continuación de La mujer sin cabeza de Lucrecia Martel. Sin llegar a su sutileza visual, Rompecabezas centra la cámara en los personajes con apenas unas pocas imágenes abiertas de ubicación (social) o que sirven –desenfocadas– como transiciones entre secuencias. Al igual que la vacía dama de la obra de Martel, María del Carmen está completamente subsumida por el medio social que la circunda, pero también casi desde el comienzo la cámara se encarga de mostrarnos su gradual búsqueda de liberación, aunque ésta se produzca a la limitada escala de una «mujer sin cabeza». Un simple e inocuo pasatiempo –el armado de rompecabezas– se convierte en su caballo de batalla para ir más allá de sus condicionamientos, pero sin llevarla a un enfrentamiento radical, quizás inútil o con pocas perspectivas. En consecuencia, la cosa marcha sin drama ni énfasis emocionales y con apenas un toque de suspenso. No faltan, como en el filme de Martel, las canitas al aire, aunque sospecho que María del Carmen gradúa, escoge y controla mejor el momento para tales efusiones.
Como muchas operas primas, se trata de una cinta sin grandes pretensiones y ello influye decisivamente en el desenlace, que deja con las ganas de un crecimiento humano más radical de la protagonista; en cambio, lo que sucede –pese al final abierto– es un cierto repliegue sobre lo avanzado por María del Carmen. Por tanto, ese tono menor se le pega a la cinta y no logra redondearla como sería deseable. Quizás haya que esperar a una tercera directora argentina que lleve a María Onetto a un papel donde la «mujer sin cabeza» la recupere totalmente; mientras tanto, deberemos contentarnos con esta mujer con «cabeza a medias» de Smirnoff. Finalmente, si consideramos la coincidencia del apellido de esta directora con el de una conocida marca de vodka, podríamos considerar a su película como un vodka martini con un toque de menta, cuyo aroma nos estimularía a buscar tragos más definidos. En esa línea, La mujer sin cabeza de Martel sería un Bloody Mary con el añadido de alguna pepa sedativa, dado lo (en mi opinión) desabrido del trago y la naturaleza letárgica de esa cinta. Y Carancho sería la botella de vodka completa, tomada a pico, escuchando Cuesta abajo o algún otro tango similar. ¡Salud!
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