Mi vida con Carlos, de Germán Berger Hertz, es un documental intimista, sentimental, que se pretende universal por tratar el tema de la conservación del recuerdo familiar e, indirectamente y con mucho menos eficacia, de la memoria colectiva frente a un pasado tortuoso. Aunque conmovedor, no despierta mayor entusiasmo pese a ser uno de los mejores en técnica con el lenguaje. Y es que sólo ambiciona movernos al sentimiento, apenarnos porque su padre, Carlos Berger (comunista servidor al régimen de Allende y caído a los treinta años por la Caravana de la Muerte en la dictadura de Pinochet), estuvo ausente durante toda su infancia y posterior madurez. Vacío que intenta llenar con el refresco de ese pasado que apenas conoce. Así, nos brinda el pase a su álbum familiar, que se dilata en confesiones y remembranzas, todas en tono de duelo. Treinta y siete años después se le sigue extrañando.
En pos de la consecución de nuestro quiebre sensiblero, el director acumula testimonios varios que le hacen honor al desaparecido, dejando al espectador la única opción de compadecerse por la pena de los deudos. Los recuerdos de la dictadura pinochetista en Chile aún duelen y en este documental explícitan con lágrimas, narraciones cursis y cartas sentidas dedicadas al Carlos ausente. Berger Hertz apela más a nuestra indulgencia que a nuestra humanidad para empatizar con el filme.
Por eso, disgusto de Mi vida con Carlos. Me incomoda la sobreexposición del mismo director de su vida íntima, de su búsqueda afectiva, que poco me importa. Se habla a sí mismo en voz alta, los que lo oímos sólo podemos darle el pésame. No más.
A Dawson Isla 10 es imposible no sufrirla. La sobreactuación parece estar propuesta adrede por su director, Miguel Littín, en aras de hacer todo más enfático y pregonero, pero no es así, son los suyos yerros indefendibles para un artesano de más de cuatro décadas en actividad, que parece haber perdido la orientación del drama. Es este un caso de pomposidad discursiva que todo detalla y sobresalta, subestimando al espectador. Tal nivel de ingenuidad sorprende y molesta.
El tono teatralizado de cada uno de los parlamentos, los más solemnes y forzosamente reivindicativos del heroísmo allendista que se recuerden, producen escozor e invitan, si no al enfado, a la indiferencia. Cada palabra parece recitada y los personajes son apenas caricaturas de sus memorias, las mismas rescatadas por el libro homónimo de Sergio Bitar, ministro de Obras Públicas en el gobierno de Allende, en que se basa esta película. Retórica, no falta en los planos abiertos la bandera chilena flameando como denotación de un país que ni se quiebra ni decae ante la injusticia y la barbarie. Acaso cada aspecto está calculado para la exacerbación del martirismo chileno opositor a la dictadura castrense, pero con sensibilidad de telefilme, diabética.
Las reseñadas son dos deleznables películas chilenas atajadas en un solo día. Antes, Navidad, de Sebastián Lelio, y el documental de Patricio Guzmán, Nostalgia de la luz, tampoco convencieron del todo. El 2008, año de El cielo, la tierra y la lluvia y Tony Manero ahora me resulta nostálgico.
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