La vigilia, el reciente estreno de Augusto Tamayo, ha creado cierta expectativa y genera comentarios apasionados. Es cierto que presentarla como el cierre de una trilogía es muy forzado, pero lo que no cambia es el estilo, que básicamente es el mismo de las dos obras anteriores que supusieron un nuevo y personal comienzo en su filmografía en este decenio –tras sus dispersos trabajos previos–, y logra en este caso frutos levemente mejores. Tamayo es un narrador lineal, ortodoxo, que busca la corrección formal e incluso intenta el virtuosismo en la medida de las posibilidades técnicas y logísticas. Su puesta en escena típica es una especie de ceremonia elegante que se luce dentro de lo necesario y trata de evitar las exploraciones del lenguaje que parezcan estridentes y digresivas.
Esta característica, aunque en comparación con otras estéticas puede resultar plana y carente de sorpresas, no es necesariamente un defecto, ya que si se domina ese registro y las condiciones de la producción lo permiten, puede dar lugar a películas técnicamente irreprochables y expresivamente atinadas, lo que no es poco. El riesgo es que, de tanto acicalamiento, se caiga en la pomposidad y la mera ilustración. El bien esquivo y Una sombra al frente representaban al mismo tiempo ese potencial y ese peligro, y por ello sus irregulares resultados.
La vigilia encarna la parcial turbación de esa suerte de «orden» del planteamiento narrativo de Tamayo, en la irrupción de la joven marginal, áspera y primitiva, en el mundo de Edgardo Chocano, un renombrado intelectual que vive solo en una residencia de ribetes palaciegos, rodeado de arte y absorbido por su trabajo académico. La cinta se inicia con una presentación sosegada del personaje de Gianfranco Brero y de su espacio y sensibilidad; se le ve solitario pero cómodo, complacido en plena escritura; los movimientos pausados de cámara se pasean por su sala, acompañados de lírica música y el paulatino sonido de las teclas, mostrando sus pinturas y la refinada ambientación general, antes de llegar a él. Los minutos transcurren con tedio y algún incidente raro, como un breve apagón en la casa, en el intento de preparar al espectador de que algo insólito puede pasar. Ocurre entonces una fricción de tratamientos, porque el ingreso de la chica impone un tuntún y un ruido electrónico que saturan la banda sonora y aportan poco al ya obvio desacomodo del encuadre y el shock que representa el ataque.
La cámara empieza a seguir a la intrusa para registrar cómo profana un lugar no en vano colmado de elementos religiosos –que asimismo aparecerán en exteriores–, vomitando, escupiendo, cogiendo el vestuario, tirando la impresora, sirviéndose la comida y botándola. Pero sobre todo observa cómo enfrenta al dueño, desconcertada por su actitud reflexiva y serena. Surgen expresiones que desentonan y que afectan la actuación de Stephanie Orúe: gestos crispados, histriónicos, que incluso imitan al Pietro Sibille de Días de Santiago («pensar, pensar, tengo que pensar», con las manos arqueadas y el dedo presionando la sien); locuacidad y lenguaje vulgar a borbotones; inusuales construcciones verbales («fotos de mierda las que guardas»). En realidad, a la película le va mejor en la distensión y el descenso de decibeles.
La visitante asume el lugar como una cueva, tiene el instinto de tomarlo cual escondite y propiedad efímera, mientras está a la expectativa de lo que sucede en la calle y trata de entender a qué atenerse con su rehén. Cuando los roles se invierten, y fracasa una y otra vez ante la inteligencia de Chocano, el guión inserta otra presencia anómala, la de los perseguidores que buscan no sólo a ella sino también una misteriosa mercancía, lo que provocará que el intelectual se involucre más y tenga que dejar su templo, y se siga enredando sucesivamente. Es decir, en el momento que la exploración de ambos caracteres, en intensa pugna, está a punto de agotarse, Tamayo se las arregla para introducir nuevos motivos que permitan abandonar ese estadío y saltar al siguiente, en el lapso de una vertiginosa noche que presenta una Lima curiosamente despoblada y mayoritariamente calma. Pasa de la chica–dominante a la chica–dominada; y luego del síndrome de Estocolmo mutuo a una figura compartida de acosados y cómplices, de Chocano–acompañante a Chocano–ejecutor, del «yo nada tengo que ver contigo» a la figura paternal, incapaz de abusar de su alcohólico abatimiento y completa desnudez.
Es un esquema que busca deliberadamente, y por encima de todo, el máximo contraste, el acceso permitido de la ladronzuela a la ropa de la hija de él que ya había manipulado, el uso de un vestido níveo que brillará más en la oscuridad callejera, entre tiroteos y atajos; la incursión del hombre citadino en los recovecos de una ciudad desconocida para sus ojos, en pasadizos laberínticos cargados de tinieblas que llevan a ningún lado. En esa línea, las inflexiones narrativas son las que más sufren. En el paso por el cementerio, la correría por el Centro Histórico limeño –con algunos planos rutinarios, además–, la separación en la iglesia luego del encuentro con los «pirañitas», y principalmente en el Morro Solar, entre otras secuencias, La vigilia saca provecho dramático de locaciones bien escogidas, pulcramente iluminadas y troceadas, pero los pasos de Chocano son cada vez menos sostenibles lógicamente, y dan pie a una escena final poco natural, hecha de ademanes teatrales de larga distancia, que contempla sin tener por qué estar ahí, si no es porque el realizador quiere que experimente ese trance traumático, aunque nuevamente reaparezca en su hábitat y sin mayores diferencias a la vista. Son los límites de una estructura narrativa que juega permanentemente con el no decir mucho y dejar en el misterio y la ambigüedad la vida del personaje extraño, que incluso alcanza al objeto que ocasiona el conflicto y nunca se llega a saber exactamente qué es, pese a que finalmente lo vemos, como un paquete que podría ser cualquier cosa.
Dirección y Guión: Augusto Tamayo | 95 min. | Perú
Producción: Augusto Tamayo y Nathalie Hendrickx
Fotografía: Juan Durán
Edición: Julio Wissar
Intérpretes: Gianfranco Brero (Edgardo Chocano), Stephanie Orúe (Jessica), Tommy Párraga (Wilber), Jaime Zevallos (Jesús), Miriam Reátegui (tía de Jessica), Carlos Orbegozo (El Mono).
Estreno en el Perú: 28 de octubre de 2010
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