Hace unos meses hubo una conversación en la lista Cinemaperú a raíz de un artículo en el diario El Comercio que trataba de responder a esta pregunta. Destacadas personalidades del cine nacional ofrecieron respuestas que provocaron un animado debate entre cineastas de esa lista. El hecho es que películas peruanas que han obtenido (y siguen obteniendo) importantes y numerosos premios internacionales no han tenido el éxito de público esperado. Es el caso de Octubre que logró un premio del jurado ni más ni menos que en el festival de Cannes, o Contracorriente, que ya se aproxima a la treintena de premios en numerosos festivales internacionales.
Conocer el mercado
Las explicaciones ofrecidas por Nathalie Hendrickx, Augusto Tamayo y Francisco Lombardi para explicar el fracaso de público fueron:
- El espectador está acostumbrado al cine de Hollywood.
- Las películas peruanas son para festivales.
- No se piensa en la exhibición del filme desde su concepción.
- Los exhibidores sacan muy rápido la película de la cartelera.
Estas respuestas son plausibles y casi seguro que se corresponden con la realidad. Sin embargo, la única manera de saberlo sería realizando una encuesta representativa al público de las salas cinematográficas; e incluso al público en general. Lo que tampoco excluiría estudios cualitativos sobre percepciones existentes en relación con el cine nacional y lo que el público espera de éste. Conacine podría muy bien financiar estos estudios y poner los resultados a disposición de los cineastas. Es más, podría contratar la realización de grupos focales para evaluar las películas en las cuales invierte o brinda apoyo. La justificación es que de esta manera se busca hacer más eficiente el gasto público y que se está invirtiendo adecuadamente fondos del Estado para promover el desarrollo de una industria cinematográfica y audiovisual. Este procedimiento es normal ya que en los documentos de gestión de la administración pública se exige la rendición de cuentas sobre el gasto público.
Propongo esto porque, por ejemplo, el Consejo Consultivo de Radio y Televisión (CONCORTV) realiza periódicamente investigaciones cuantitativas y estudios sobre noticieros nacionales, sus características, temática y percepciones de la gente al respecto. Y luego entrega los resultados a distintos medios de comunicación, los cuales pueden aprovecharlos para mejorar, cambiar, ignorar o identificar nichos de mercado desatendidos por sus productos informativos, entre otras posibilidades. Es una forma en que el Estado, en alianza con la sociedad civil, hace un acompañamiento del desarrollo de los medios de comunicación nacional y local. Con la diferencia de que éstos últimos no reciben apoyos ni ayudas provenientes del Tesoro Público para aspectos, en su caso, de producción periodística o audiovisual; a diferencia de CONACINE, que sí destina dinero del Estado para subvencionar a cineastas nacionales. En tal sentido, CONACINE está incluso más obligado a investigar si las ayudas que entrega realmente están apoyando el crecimiento de capacidades en su campo de intervención; e inclusive medirlo, en lo posible.
Con cargo a tales estudios me atrevería a aportar una razón adicional a las ofrecidas por Hendrickx, Tamayo y Lombardi, para explicar el aparente desinterés del público peruano por su propio cine. Una razón para ello, no excluyente de las mencionadas más arriba, es que la televisión peruana le ha «quitado» el público al cine nacional. No se explica de otra forma los altos niveles de sintonía logrados por producciones tales como las miniseries y, antes, por telenovelas con temas y producción locales. Sin ignorar tampoco el resto de la programación producida en el país (noticieros, programas de farándula, programas cómicos, de concursos y talk shows). Mientras muchos de estos productos son seguidos regularmente por un amplio sector del público, ocasionalmente con picos de sintonía muy elevados, las películas nacionales no tienen ni remotamente el mismo impacto.
Es cierto que esto se explica por una fuerte segmentación del mercado y por la ventaja estratégica adquirida por la televisión durante la década de los 80 y luego los 90 (ver Durant, Alberto, «¿Dónde está el pirata?», Lima, 2009; p. 18 y ss.); que provocaría el achicamiento de las salas de cine y la aparición posterior del sistema de multisalas en grandes centros comerciales. Aun así, los propios exhibidores cinematográficos han reconocido que hay un déficit de salas de cine en el país, lo que significa que aún hay un segmento de público que potencialmente podría ocupar un número importante de butacas. Cierto que ellos defienden los intereses de la producción cinematográfica foránea y, en particular, la estadounidense; no obstante, incluso en estas circunstancias, el aumento de salas abre un resquicio para cubrir alguna demanda de productos locales mediante la distribución y exhibición de cintas nacionales en multicines. Por otro lado, el fenómeno de los cineastas regionales, que distribuyen y exhiben sus propias películas logrando salas llenas en el Cercado y los conos de Lima, así como en las ciudades de provincias, revela que existe un potencial de público no atendido específicamente por una cinematografía nacional y local.
La cuota de pantalla
¿Cómo ha sido posible que la televisión haya formado un público sobre la base de la producción nacional? La respuesta es que en la TV hay una cuota de pantalla que obliga a emitir programación producida local o nacionalmente. El tema de la cuota viene desde antes del gobierno militar de los 70, ya que –según José Perla Anaya– uno de los motivos que ese régimen adujo para «la intervención oficial de la radio y la televisión» fue que «[s]olamente el 36% de los programas de los medios masivos son de origen peruano» (en su tesis El proceso de construcción social del derecho de libertad de expresión en el Perú, p. 155).
Es decir, desde los años 60 ya había una importante producción televisiva nacional, que incluso exportaba productos, como la exitosa telenovela «Simplemente María». Luego los militares subieron la cuota al 60% (picotear los capítulos XI y XII de Vivas, Fernando, En vivo y en directo. Una historia de la televisión peruana, Lima: Universidad de Lima, 2001). La medida fue derogada por el segundo gobierno de Belaúnde, pero ya en esa época (los 80) se produjo un nuevo boom de la televisión, tanto tecnológico (generalización de la TV a color, introducción de videograbadoras) como de nuevos canales; pero, sobre todo, de nuevos estilos informativos (gracias a la restauración de las libertades básicas). Aunque no normada, la cuota de pantalla se mantuvo, al punto que fue reintroducida en la legislación durante el gobierno de Alejandro Toledo, en la Ley de Radio y Televisión, N° 28278 del 16 de julio de 2004, cuya octava disposición final y complementaria establece que «[l]os titulares de servicios de radiodifusión deberán establecer una producción nacional mínima del 30% de su programación, en el horario comprendido entre las 05:00 y 24:00 horas, en promedio semanal». Y según el investigador Tony Zapata, en Las Industrias culturales peruanas frente al TLC con los EEUU, hoy la televisión peruana supera «con creces» este porcentaje (p.22).
Gracias a esta cuota de pantalla es que se ha formado un público muy amplio que consume programación nacional. En algunas épocas, la cuota de pantalla generó temores y recelos sobre la rentabilidad de los programas nacionales; sin embargo, gradualmente se descubrió que existía una demanda por programación informativa y de entretenimiento sobre el propio país. Más aún, la televisión, en sus géneros de ficción, logró crear símbolos y sentidos con los que el público peruano podía identificarse; y ello sigue hasta la actualidad. En consecuencia, la producción nacional en televisión resultó tan rentable como los enlatados extranjeros (de importante presencia en este medio).
Siguiendo los pasos de la pantalla chica, el cine nacional también podría formar su propio público a partir de una cuota de pantalla. Durante el gobierno militar hubo tal cuota de pantalla mediante la exhibición obligatoria de cortometrajes nacionales en las salas de cine. Esto trajo, como beneficio, el surgimiento de un puñado de cineastas que luego realizarían largometrajes relevantes; y, como desventaja, la aparición de numerosos productos artesanales de ínfima calidad que se convirtieron en verdaderos rellenos. El problema fue que este aspecto de la política cultural de entonces no contempló la sostenibilidad de la producción. Es decir, se convirtió en una medida puramente proteccionista que generó un mercado cautivo para productos que en muchos casos no hubieran sido consumidos por los espectadores, si no fuera por la obligatoriedad de su exhibición. En consecuencia, de lo que se trata es que la producción cinematográfica nacional responda a la demanda del público y que interactúe con el mismo, rescatando y proponiendo imágenes y sentidos con los que el espectador –nativo o foráneo– pueda identificarse y disfrutar.
Hace un par de días leía las declaraciones de Álex de la Iglesia, notable director y presidente renunciante de la Academia de Cine Española, sobre el nexo entre la industria cinematográfica de su país y el público, según el diario ABC, al «dejar constancia de que la falta de interés de los espectadores hacia las películas españolas en el último año ha sido evidente…. «Tal vez no lo hayamos hecho demasiado bien. En este año pasado nuestro trabajo no ha llegado a conectar con el público tanto como queríamos. Tenemos que hacer todavía un esfuerzo mayor para llegar a nuestros espectadores»». Frases que van más allá del encuentro con el público y apuntan a la idea de sostenibilidad; a la que volveremos más adelante.
En estos días se ha reabierto la discusión sobre una ley que incremente las ayudas para la producción de películas en el país, así como la posibilidad de aumentar el número de salas de cine. Son buenos puntos de partida para el desarrollo de una industria, pero a continuación habría que preguntarse cómo hacer para que esas nuevas películas sean vistas en los nuevos cines y en los existentes; y que ello resulte rentable para exhibidores y productores. En esa línea van las ideas de realizar investigaciones para conocer al público cinemero, el real y el potencial, y, al mismo tiempo, pensar en una cuota de pantalla para esas nuevas y más numerosas películas. La idea es que CONACINE realice esos estudios para que los cineastas puedan tener insumos que los orienten para ir al encuentro de ese público, hoy elusivo. Es decir, que desde el comienzo mismo de la producción de obras cinematográficas se tenga presente criterios de rentabilidad que posibiliten la sostenibilidad de la nueva producción y la viabilidad de la cuota de pantalla.
El cine crecerá junto con la televisión y el audiovisual
Hay otras formas adicionales de hacer que más gente vea películas nacionales. Una es la TV por cable. Si prestamos atención al marcar el control de nuestro televisor veremos que los números de canales llegan casi al millar; es decir que hay sitio –potencialmente– hasta para mil canales de televisión, de los cuales sólo están ocupados poco más de cien. Por tanto, además de preocuparnos por cómo ampliar las opciones de exhibición de cintas hechas en el Perú, deberíamos pensar también de dónde va a salir la producción que podría cubrir esta vasta gama de espacios, lo cual no es un problema sólo peruano sino mundial. Es más, ni siquiera tenemos que considerar el futuro cercano de la nueva televisión digital terrestre, ya que en los canales de cable actuales se advierte una creciente demanda de películas producidas fuera de Europa y de Estados Unidos.
Ya hay algunos canales de cable en los que es posible ver cintas latinoamericanas, asiáticas e incluso africanas; al igual que filmes producidos por cinematografías antes ignoradas (Brasil, Argentina) o más pequeñas (como las de Austria, Polonia o Nueva Zelanda). Así, los últimos meses se han presentado en cable las dos películas de Claudia Llosa y Una sombra al frente, de Augusto Tamayo; e incluso Efectos personales, una película romántica cubana con su sonsonete ideológico y todo. Esto demuestra que las cadenas trasnacionales de cable están mirando a nuevas cinematografías en busca de cintas producidas bajo estándares de calidad internacionales. Si lo vemos desde un punto de vista tecnológico, hay y habrá demanda por películas procedentes de todo el mundo y a una escala potencialmente enorme. En esta línea, el Estado puede ayudar, asesorar y promover la colocación de películas peruanas en estas y otras cadenas de cable, tal como lo hacen PROMPEX con los micro y pequeños empresarios, o PROMPERU en su función de promoción de la imagen del país.
De igual forma, el canal del Estado también puede apoyar la producción y emisión de películas para el consumo interno, sobre todo en las regiones, así como también hacerlo por una eventual señal internacional. Lamentablemente, la penosa situación de la televisión estatal no reporta mayor impacto de público; aun así, es un espacio poco explotado para la exhibición –por ejemplo– de la interesante producción de cortometrajes nacionales existente. No puedo explayarme aquí en este tema pero sí señalar que la acción del Estado en esta área también debe favorecer la mejora de la calidad en la televisión nacional y brindar incentivos para que los canales privados apoyen la producción cinematográfica del país. De esta manera, el sector privado y el sector público podrían unir esfuerzos en favor del cine y del audiovisual.
Como vemos, la idea de construir una industria del cine en el país nos obliga a enmarcar esta actividad artística dentro del espectro de las industrias culturales (en primer lugar, junto a la televisión), o sea que para la creación de un mercado cinematográfico, debe desarrollarse previa o simultáneamente un mercado para la industria audiovisual. En este contexto, deben diseñarse y aplicarse políticas culturales que estimulen las alianzas público–privadas. Pero podemos ser aún más ambiciosos y concebir el desarrollo de la industria audiovisual como una meta del país en su conjunto; es decir, que no debemos verlo como una suma de acciones del Estado, los productores e inversionistas privados, los distribuidores, exhibidores y el público, sino del compromiso de todo un país por crear, desarrollar y disfrutar de sus propios bienes culturales. Lo cual obliga a planificar y fijar plazos y metas consensuadas con todos los actores involucrados.
Una industria audiovisual sostenible
En un artículo anterior ponía como ejemplo el desarrollo del cine en Corea del Sur, donde productoras cinematográficas se consorciaban con empresas de otras ramas industriales para colocar conjuntamente acciones en la Bolsa de Valores. O sea, que la industria cinematográfica coreana ha llegado a ser tan rentable que hace uso de los mecanismos convencionales de la economía para financiarse y sostenerse por sí misma. Así, una industria que contó y aún cuenta con un fuerte apoyo del Estado y el público, gradualmente empieza a mantenerse sobre la base de su propia producción, en un contexto en que el Estado empieza a reducir algunas de sus medidas proteccionistas (por ejemplo, reduciendo la cuota de pantalla a la mitad). Con lo cual llegamos al final de un ciclo en el que el Estado, que ha tenido un rol inversor y promotor importante, comienza a reducir su participación en la medida en que ya existe un público, empresas productoras rentables, resultados artísticos ricos y variados y una tradición que puede convivir (y competir) con la industria cinematográfica internacional.
Esto no significa que el Estado abandone totalmente los apoyos a la industria audiovisual, pero sí que los reduzca a un nivel mínimo, de soporte; por ejemplo, para pequeños fondos concursables y ayudas a cineastas jóvenes y operas primas (es decir, más o menos a lo que hoy ofrece en nuestro país a través de CONACINE). Me parece que esta idea de la sostenibilidad de las industrias culturales es uno de los grandes aportes de la experiencia asiática, que coloca a estos países en una posición más realista que –por ejemplo– los países europeos, los cuales hoy no tienen recursos para sostener su sistema de pensiones, menos para financiar permanentemente, a fondo perdido, productos culturales. Es decir, financiar año tras año montones de filmes que muy pocos ven. Por otra parte, proponerse el desarrollo de industrias culturales nacionales que sean sostenibles en el tiempo me parece más democrático y eficaz, ya que atiende a una demanda real y duradera: la de todo un país apoyando el desarrollo de su cultura y ofreciéndola al mundo.
A raíz del reciente debate sobre una –hasta el momento aparentemente frustrada– nueva ley de cine en el Perú, se ha planteado el desarrollo de esta industria en el país en contraposición a las llamadas «majors», o sea, a la poderosa industria cinematográfica norteamericana, dando la impresión de que se quiere luchar en contra o erradicar el consumo de estos productos trasnacionales del mercado local. Y aunque, por ejemplo, la industria automovilística asiática ha hecho añicos a la industria automovilística norteamericana; no creo que los cineastas orientales se hayan propuesto hacer lo mismo con Hollywood. En primer lugar, porque las películas no son carros ni lavadoras, sino obras artísticas que generan o sintetizan sentidos y emociones locales, nacionales y/o universales. Y, por tanto, de lo que se trata es de que junto a los productos de la cultura global, que tienden a la homogenización, existan y convivan también productos cuyo atractivo sea la diferencia, ya sea echando raíces en los particularismos personales, locales y nacionales, y/o también interactuando con la cultura de la globalización. La apuesta es por un mundo donde se respete la diversidad, se tolere la multiculturalidad y se promueva la interculturalidad, y el arte es el mejor vehículo para lograr un mundo así, libre y solidario.
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