La cinta blanca, ambientada en la aldea de Eichwald, en la modesta Alemania rural de los años 10 del siglo pasado, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, es una compleja exploración de las latencias ideológicas que una comunidad aloja secretamente en medio de su imaginario cotidiano, el retrato de una sorda colisión entre los valores humanistas y la locura autoritaria. La película está relatada por la envejecida voz en off (Ernst Jacobi) de uno de los personajes, el joven profesor del pueblo (Christian Friedel), una especie de conciencia histórica que habla desde la vejez, en un futuro indeterminado, aunque sí claramente lejano y retrospectivo. Por lo tanto, es una narración de tejido fino, una memoria aguda que quiere interpretar una época y busca un hilo conductor lógico entre los extraños episodios que son identificados como el germen de una calamidad posterior.
Pero esa mirada al pasado no es omnipresente. No acompaña el metraje entero, únicamente aparece en los momentos necesarios. A pesar de la distancia no «sabe todo», jugando a contar una historia de la que supuestamente se conocen todas las respuestas, admitiendo vacíos y haciendo conjeturas. Es que para Michael Haneke el mecanismo que desencadena la violencia es atemporal, en medio de una vida comunitaria que se pretende monacal y una imagen en blanco y negro tan contrastada que parece fundirse en la oscuridad de los tiempos.
En su línea de distanciamiento brechtiano, no muestra explícitamente el salvajismo sino lo deja al borde del encuadre y lo registra a través de sonidos secos, al ras del suelo, detrás de puertas, en la segunda planta de una casa, o simplemente lo omite y sólo expone sus consecuencias. Excepto en la primera escena, cuando una invisible y tensa fibra, tan imperceptible como su posterior desaparición y la autoría y motivación del ataque, hace caer al médico de su despreocupado galope y le fractura la clavícula. Ese inicio definirá el tono de los 144 minutos de metraje.
Como en Escondido, La profesora de piano o los Funny Games, el misterio instala un clima de incredulidad, a partir de situaciones insólitas consumadas unilateral e ineluctablemente. La caída del equino, la muerte de la campesina, el incendio del granero. Los ataques a dos niños en los extremos de la jerarquía social: la golpiza a Sigi, vástago del poderoso barón, y el grave atentado que casi deja ciego a Karli, el hijo discapacitado de la partera. Hechos que trascienden el ámbito doméstico y consternan a los habitantes de la localidad.
En manos de otro autor, sería el caldo de cultivo para un desarrollo detectivesco, sistemático y visible, pero Haneke discurre la intriga por debajo de los tan o más graves acontecimientos consuetudinarios que van in crescendo y que terminan reflejando su versión más pública. La evocación sostiene con el espectador un sutil diálogo sobre los enigmas puntuales y la proterva atmósfera general, donde el lustre nobiliario convive soterradamente con el vacío institucional, la explotación agrícola, el fundamentalismo religioso, la tortura infantil y hasta el incesto.
El profesor que en su versión sonora proyecta cierta sabiduría, lo vemos como un joven bienintencionado, diligente y romántico, que por un lado busca enamorar a una candorosa muchacha y a su familia cuyo conservadurismo es inocuo en comparación, y por otro demora en sospechar la irracionalidad que se incuba en la aldea. Una escena que lo señala claramente es cuando, en medio del bosque, observa que uno de sus alumnos, hijo del pastor, camina en la baranda de un puente, al filo del vacío. La cámara gira para seguir su carrera desesperada, luego de los llamados que el infante ignora, y termina junto a él en un plano–contraplano conciso, escueto, que subraya su desconcierto frente a esa conducta que no es consciente del peligro ni del absurdo que lo provoca.
Es un ejemplo de cómo Haneke focaliza cada conflicto, cada controversia, y la interacción en general de los personajes, que hacen del hermetismo un elemento común y casi nunca actúan colectivamente, y si lo hacen es con rigidez ritual en la iglesia o el colegio, o subrayando la preeminencia del más fuerte, como cuando el barón cita a los hombres del pueblo y amenaza con descubrir a los culpables del ataque a su hijo y hacer su propia justicia.
Hay una permanente dialéctica paterno–filial, niño–adulto, joven–viejo, marido–esposa, hombre jefe–mujer subalterna, con un juego de roles basado en primarias posesiones, como el poder económico, la fuerza física, la experiencia de vida. Así enfoca Haneke la discusión del viudo resignado y el hijo rebelde de la campesina muerta, la pateadura que un padre da a su hijo por tocar la flauta, la presión del profesor –y luego de la policía– a la alumna que parece conocer la identidad de quienes atacaron a Karli, el inquietante ida y vuelta sobre la muerte entre el infante y su hermana adolescente, la pelea conyugal del barón, el duelo entre el maestro y el pastor, y un largo etcétera.
Son conversaciones toscas y tensas pero contenidas, con frases elaboradas o primitivas, que remarcan la dificultad de comunicarse con el prójimo y que hallan su correlato en las crueles explosiones desatadas contra la niñez, que quedan agazapadas en el paulatino fundido en negro final en la iglesia, en vísperas del gran estallido de la guerra que más tarde dejaría a esa generación lista para el nazismo.
Dir. y guión: Michael Haneke | 144 min. | Alemania | Austria | Francia | Italia
Intérpretes: Christian Friedel (profesor joven), Ernst Jacobi (voz de profesor anciano), Ulrich Tukur (barón), Leonie Benesch (Eva), Ursina Lardi (baronesa), Fion Mutert (Sigi).
Estreno en España 20 de setiembre de 2009
Estreno en el Perú: 25 de diciembre de 2010
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