Como ampliación del post celebratorio en el que reunimos a Heddy Honigmann, Claudia Llosa y Magaly Solier, les presentamos el artículo del docente, crítico y realizador Joel Calero sobre la prestigiosa documentalista peruana, texto que forma parte del libro «Ouvir as Histórias» (Escuchando las historias), editado recientemente por el IndieLisboa Festival Internacional de Cine Independiente.
Este artículo es una versión corregida y aumentada del texto que Joel escribió el 2006, a propósito de la retrospectiva de Honigmann que se realizó en el Festival de Lima de aquel año.
El libro, publicado en portugués e inglés, puede ser adquirido a través del sitio web del festival luso, o escribiendo al correo loja@indielisboa.com. El precio es de 10 €, más costos de envío.
Una impecable saudade
La primera vez que vi algunos minutos del cine de Heddy Honigmann fue en un taller de cine que dictó el célebre director chileno Patricio Guzmán, quien casi no podía creer que, siendo cineastas y cinéfilos peruanos, no conociéramos la magnífica obra de nuestra compatriota. Guzmán nos mostró un fragmento de Metal y melancolía (M y m). Esos pocos minutos –y su amalgama de sencillez y contundencia– tuvieron el efecto de una revelación. Algunos meses después, luego de una intensa búsqueda entre las despensas de otros cinéfilos, pude conseguir una gastada copia en VHS de M y m. Luego de verla, con la urgencia del enamoramiento, intenté conseguir más películas suyas, pero eso fue literalmente imposible hasta que, en el 2006, el Festival de Lima organizó una breve retrospectiva y un homenaje a Heddy Honigmann, esa –más que olvidada– casi desconocida cineasta peruana en el Perú, lo cual no deja de ser irónico y paradójico pues la suya es una de las más importantes filmografías que un cineasta peruano haya aportado al cine mundial.
El desconocimiento de su obra en nuestra patria es resultante de varios factores: Honigmann dejó el Perú, luego de estudiar literatura, para irse a estudiar cine al Centro Experimental de Cinematografía de Roma. Luego, el amor la condujo hacia Holanda, donde radica actualmente. Pero acaso la razón más importante es que su cine pertenece a ese género denominado «documental» y que, esencialmente, significa que no se distribuye y difunde como debería. Es sabido que distinciones como «documental» o «ficción» pierden sustancia y límites en la obra de cineastas vigorosos que saben que en este oficio lo único importante, a fin de cuentas, es saber esculpir el tiempo. Eso es lo que hace nuestra compatriota.
Estructura y modulación: poética de la saudade
Lo que más me sedujo de Metal y Melancolía (1992) fue la manera discreta e imperceptible en que surgía la intensidad y el drama en el filme. Pero fue recién años después, viendo El amor natural (1996) y Orquesta subterránea (1997), que pude comprender su sutil estrategia dramática: Honigmann procede por acumulación y cristalización.
Suzuki, el introductor de la filosofía zen en occidente, decía que la resolución del koan, esa especie de paradoja cuya finalidad era mostrar las insuficiencias del raciocinio para resolverlo, procedía acumulativa y energéticamente. Es decir, el aprendiz se confronta con sucesivos esfuerzos hasta que, de pronto, ocurre una mutación cualitativa que le permite resolver el koan. Algo así ocurre con la visión de los mejores documentales de Heddy: uno percibe escenas y personajes hasta que, de pronto, el sentido (algo más que el simple tema) se nos hace explícito por un mecanismo que podríamos llamar de cristalización o condensación. Esta es, por cierto, la estrategia que desde siempre han usado los directores más preocupados por la densidad y el peso intrínseco de las escenas antes que por el mecanismo narrativo tradicional que hace de la sucesión de plots su credo rector.
En Metal y melancolía, la directora dispone testimonios de diversos taxistas que se suceden, unos tras otros, mientras conducen sus autos. Así, oímos y vemos diversas situaciones que sorprenden, divierten o cautivan por su desparpajo o por el ingenio con que sus protagonistas hacen frente a la crisis. La sucesión continúa hasta que esta acumulación se resuelve en la cristalización del sentido fílmico que es mayor que la suma de sus partes: el filme aborda la vida de esos taxistas, pero, sobretodo, ese movimiento anímico que en portugués se denomina saudade y que no tiene un exacto correspondiente en español. No equivale, por cierto, a la melancolía que el título propone, pues este sentimiento sugiere una tristeza indescifrable y sin objeto que sus personajes no manifiestan. Tampoco podríamos identificarlo con la nostalgia, porque a este sentimiento le falta justamente esa tenue vivacidad y esa sensación de volver a la vida que deja tras de sí el recuerdo de aquello hermoso o pleno que alguna vez se tuvo y que, por la magia de la evocación, acaricia el presente. No otra cosa es la saudade, ese estado de ánimo al que la directora ha conducido a sus personajes conversando horizontal y empáticamente con ellos, y de ninguna manera entrevistándolos.
En los inicios de la década de los noventa, la sociedad peruana estaba todavía aturdida por la hiperinflación desencadenada en el primer gobierno de Alan García, quinquenio en el que la clase media dejó de serlo para sumirse, con decrépita dignidad, en la pobreza (la hiperinflación, en 1989, llegó a picos de 2775%). Tal vez por eso, en M y m, la directora elige como personajes a profesionales que deberían haber pertenecido a esa casi extinta clase social y que hacen taxi para poder sobrellevar la crisis. Conocemos así los más extravagantes relatos, entre los que destaca aquel en el que un taxista sostiene que su auto viejo y destartalado resulta más deseable que uno nuevo porque disuade a cualquier ladrón de robarlo. Diversos testimonios se suceden hasta que, de pronto, esas varias historias se reconfiguran en el fresco que está pintando Honigmann: la saudade que siente esa clase media por la discreta bonanza y seguridad que se les escurrió entre los fierros herrumbrados de sus autos (y sus sueños).
Por eso, Metal y melancolía es, junto a Compadre de Mikael Wiström, La teta asustada de Claudia Llosa, Días de Santiago de Josué Méndez y La boca del lobo de Francisco Lombardi, una de las películas peruanas que mejor han abordado nuestra historia de los últimos 30 años y de una manera mucho más contundente y eficaz que muchos libros que se han escrito sobre el tema, pero sobretodo de una manera más íntima y personal. En esa encrucijada de individuo e historia, Metal y melancolía nos cuenta, a través de la reconstrucción social de esa saudade de nuestra extinta clase media, algo mucho más edificante y menos poético: el valor de la resiliencia, ese mecanismo psicológico que hace que, en condiciones adversas, el ser humano despliegue sus recursos para sobrevivir y minimizar el impacto de lo adverso, lo que disgrega y mata.
Esa misma poética –o dialéctica emocional– está presente en otros filmes de nuestra directora. En Orquesta subterránea, por ejemplo, los músicos callejeros, la mayoría de ellos emigrantes ilegales que tocan en los subterráneos de Paris, son los personajes del filme, pero lo que de verdad interesa es que, más allá de lo que dicen, van exudando esa saudade del terruño que brota en quienes saben que no pueden retornar a sus tierras sin poner en peligro su propia identidad o su realización personal. Quedan, entonces, suspendidos –aunque no varados– en ese ánimo nostálgico que los preserva.
Otro tanto ocurre en Dame la mano (2003), filme similar al anterior, pues trata también de refugiados, en este caso cubanos que viven en New Jersey, y que, cada domingo en la noche, acuden a «La esquina habanera». Como en los filmes anteriores, la visión más inmediata reposa en las peculiaridades y el brillo de los personajes: una negra maravillosa, aposentada ya en la sexta década, nos aturde y divierte con su humor y su picardía mientras cocina y nos intenta convencer de su felicidad; un bailarín habla de sus sueños todavía no realizados de vivir de la música mientras recuerda que, al inicio de su exilio, sobrevivió de puto; un viejo cubano, de reloj reluciente y zapatos blancos, nos invita a su casa y descubre ante la cámara el fondo de sus armarios atiborrados de objetos inútiles que compra con compulsión para llenar un cierto vacío. Esa ausencia añorada es el de la «cubanidad», esa que, cada domingo, en «La esquina habanera», todos ellos reinventan con el cuerpo y el son para seguir viviendo.
El filme más delicado y logrado de HH que conozco es El amor natural. El dispositivo que da pie al documental es un ejemplo de minimalismo y austeridad: se trata de que algunos ancianos lean poemas eróticos del poeta brasileño Carlos Drummond de Andrade. Nada más. El dispositivo activa sus recuerdos, sus rubores, su locuacidad. Hemos dicho ya que sus filmes se construyen a partir de la acumulación y la cristalización. Eso ocurre extraordinariamente en El amor natural: una de las mujeres lee un poema y, de pronto, de manera casi imperceptible, se le quiebra la voz, pero prosigue. Minutos más adelante, otra anciana lee un poema y encuentra la palabra «clítoris». Voltea y le pregunta a su compañero: «¿tú sabes qué es el clítoris?». El hombre –arrugado como una pasa– niega con la cabeza, y ella le grita: «¡el conejo, pues, viejo!». Agrega que ella era tan dada a los placeres del cuerpo que, seguramente, acabó matando a su marido por los «tantos polvos» que tuvieron, y que, por eso, ya no extraña nada de lo que está leyendo. Sonríe y sigue la lectura del poema rebosante de durezas y humedades. Se interrumpe otra vez. Se queda en silencio; sonríe y se seca los ojos humedecidos. En esos dos momentos, pivota la estructura y la sutileza del filme que explora esa saudade que, casi desde la otra ribera, se siente por el perdido vigor y la algarabía de los cuerpos.
Tres años después de la primera retrospectiva de su obra, el Festival de Lima exhibió, en su edición del 2009, Forever (2006). También aquí, esa estructura y dialéctica emocional que hemos acotado sostiene y organiza el filme. La directora se interna en el cementerio parisino de Père Lachaise para acercarse a la vida de sus habitantes vivos, esos habitúes que, entre lápidas y mausoleos, evocan –algunos diariamente– al marido o al escritor que aman. Así, en la residencia de la muerte, los vivos extraen entonación y fuerza para perseverar. Ese es el poder de la saudade.
Acaso quienes conozcan de forma íntima y esencial a HH –como ella suele conocer a sus personajes– puedan encontrar vasos comunicantes entre ese rasgo esencial de su cine y el hecho de que ella, habiendo nacido en el Perú, viva, desde hace mucho, en Holanda. La evocación del Perú (donde, si no me equivoco, vive aún su madre) debe haberla entrenado en ese sentimiento que nuestro español desconoce y que ella descubrió (o se inventó) en Metal y melancolía. Por eso, así como algunos escritores escriben siempre el mismo libro, no es menos exacto afirmar que Heddy Honigmann ha filmado siempre una misma película: la de una impecable saudade.
Una cuestión de tono
De sus obras restantes que se han podido ver en Lima, tres nos parecieron menores en relación al resto: Crazy (1999), Buen marido, querido hijo (2001) y El olvido (2010). Sintomáticamente, todas ellas abordan temas graves e «importantes». En Buen marido, querido hijo, se exploran los afectos y el recuerdo de las mujeres de Ahatovici, la ciudad yugoslava en la que el ejército serbio asesinó al 80% de la población masculina, mientras que, en Crazy, los soldados que intervienen en las misiones de las Naciones Unidas comparten con la realizadora el valor que tuvieron para ellos ciertas canciones o piezas musicales durante su convivencia con el horror y la guerra. En El olvido, a través del contraste entre personajes tan disímiles como mozos, cantantes o lustrabotas y el recuerdo que algunos de ellos tienen de ex presidentes o comensales a los que han servido, se construye un mural de las desigualdades y los olvidos en que un país ha sumido a buena parte de su población. De la comparación de todas estas obras, nos resulta evidente la razón por la cual resultan obras menores en su filmografía: los temas abordados convocan tan inmediata y masivamente la compasión o la preocupación social que no le permiten a la realizadora desplegar lo que es su mejor virtud: el hurgar en los tonos medios, en las aristas, en los intersticios, en esos estrechos márgenes por los que, como una entomóloga de los afectos, nos conduce siempre para revelarnos la dramática sutil de la saudade.
En Faces, Cassavetes pone en la boca de uno de sus personajes una frase lapidaria: «nadie tiene tiempo para ser vulnerable con el otro». En sus mejores filmes, Honigmann ha elegido como método de construcción cinematográfica la antítesis de esa práctica. Ella dispone morosamente el tiempo para lograr lo que muy pocos cineastas saben hacer con sus personajes: sentirlos (o sostenerlos) hasta que, por un instante, sus fragilidades y contradicciones afloren con la misma suave violencia con que la marea eleva las aguas para, a la mañana siguiente, desaparecer. Por eso, el suyo es un cine de la vulnerabilidad: la de sus personajes, la de ella, la de nosotros. Y es que Heddy encarna ese ideal de artista que estos tiempos cínicos y postmodernos casi no toleran: una artista humanista. No ignoramos que esta palabra suele producir aprensión y escozor, pues ha servido para contrabandear la impostura y la afectación bajo el disfraz de las buenas intenciones, pero Honigmann, afortunadamente, está en la otra ribera de esos comercios banales: el suyo es un arte humanista, delicado y honesto.
Joel Calero
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