Kukuli (1961), largometraje dirigido al alimón por Luis Figueroa, Eulogio Nishiyama y César Villanueva. El propósito de este ambicioso proyecto era proseguir por otros medios la vocación de los fotógrafos de la generación precedente -como el mismo Manuel Chambi señaló- trascendiendo el ámbito local, para narrarle a un público más amplio elementos esenciales del acervo indígena cusqueño. Kukuli se ubica efectivamente en un registro más neoindianista que propiamente indigenista, mezclando un mito pastoril andino recopilado por Morote Best en la escenificación de la fiesta de la Virgen del Carmen de Paucartambo. Pero al mismo tiempo es cine, movimiento y sonido; las imágenes carecen del hieratismo mudo que connotan los personajes de la fotografía fija chambiana, sujetándose en cambio a variaciones de encuadre, composición y ángulo en las que puede haber acierto o error. Y sobre todo, en la diégesis fílmica se engendran personajes dotados de comportamiento, cuyo verosímil y belleza son función de un contrato comunicacional entre realizador y espectador, en que la mirada del uno debe converger en la del otro. Por ello, una tentativa pionera como la de estos tres directores era riesgosa. Trascendía los ámbitos aislados de otras artes (pintura, fotografía, teatro, danza y música) del indigenismo de los años veinte para combinarse en un dispositivo que generaba en el destinatario una experiencia muy distinta de aquellas otras prácticas. De ahí que el filme se proponga expresar el «telurismo» del mundo quechua mediante la majestuosidad del paisaje cordillerano, presente de principio a fin, con valles, picos y cielos profusa y sugerentemente fotografiados y acompañados de música sinfónica en simbiosis con el trayecto de los protagonistas. Pero los efectos estéticos del paisaje pictórico, de la foto fija o del discurso literario son muy distintos a los del cine, de modo equivalente a lo que ocurre con los personajes construidos en cada una de esas artes. Por ello, las concepciones indianistas de transmitir belleza al mismo tiempo que «autenticidad» extrapoladas a otros códigos de creación dirigidos a otro dispositivo semiótico de experiencia y lectura no daban el mismo resultado en ese caso. Es característico del cine modificar los límites de lo mostrado con respecto a lo imaginado. Las operaciones translingüísticas evidencian las disparidades inherentes a cada sistema sémico con respecto a los otros. No es lo mismo un texto literario describiendo un paisaje o una acción dramática que la puesta en escena fílmica de lo mismo; más acá de cualquier cuestión de talento, los efectos de sentido difieren, y el ánimo buscado puede no conseguirse, aumentando su encanto o reduciéndolo a la trivialidad. La simbiosis fisiognómica hombre-paisaje mencionada más arriba, más propia de la performance ceremonial, festiva e in situ, adopta otro giro en la sala oscura en que son proyectadas sus figuras. Más aún, la sinergia de distintos sistemas sémicos en el cine tendrá resultados variables según los modos de percepción de los destinatarios para quienes se produce, lo cual es claro en Kukuli.
La película narra la historia de la pastora indígena del mismo nombre que tras despedirse de sus abuelos se dirige hacia Paucartambo a la fiesta de la Mamacha Carmen llevando regalos para sus parientes. El periplo de Kukuli (Judith Figueroa) les permite a los realizadores hacer un fresco costumbrista de esa serranía. Conoce a Alako (Víctor Chambi), humilde siervo de un mestizo abusivo. Después de dejar a su patrón, Alako encuentra a Kukuli lavándose las piernas a la vera del rio. La desea, se le acerca y sin mayor trámite la posee, iniciando un servinakuy. Enamorados, prosiguen el largo viaje a pie hasta Paucartambo, donde participan en la procesión y gozan de la fiesta, ilustrada en todo su esplendor. En el clímax de la celebración un ukuku, personaje cubierto con un pasamontañas y un peambre, se presenta y la persigue. Alako es muerto por el ukuku al defenderla en lo alto de un campanario, mientras los sajras, encarnaciones del pecado, observan, conectando el relato mítico con la procesión. Este ukuku —supay maligno— rapta a Kukuli y se la lleva lejos, hasta Tres Cruces (las alturas desde donde se baja a la selva). El cura del lugar (Emilio Galli) con una cruz como pendón y escoltado por numerosos indígenas los ha seguido para impedir que el mal triunfe sobre el bien, pero ya es muy tarde. Al ser poseída por el monstruo, Kukuli ha muerto aplastada por un pedrón. El misterioso personaje del pasamontañas muere ajusticiado par la acción popular. Al desenmascarársele, su verdadero rostro y naturaleza no son humanos, sino los de un oso de anteojos, un ukuku.
El relato culmina con la transfiguración de Kukuli en una llama blanca, que al regresar donde sus abuelos humanos se reencuentra con su amado Alako, convertido en llama negra. Al cruzarse las fronteras de lo humano a lo natural, los personajes positivos pasan de la muerte a la vida, invirtiendo el camino del negativo, el ukuku, que de bailarín enmascarado pasa de la vida a la muerte transformándose en oso. Estas trayectorias circula-res del mito que apreciamos al final metatextual de la cinta (un texto «cita» al otro al sacársele la máscara al ukuku) es lo narrativamente más logrado. Irónicamente, la verosimilitud cinematográfica funciona mejor inspirándose en un referente mitológico que con los referentes «reales» de la etnografía cusqueña desarrollados a lo largo de la mayor parte del relato.
Esto último remite a dos asuntos de fondo: el estatuto mismo de la obra frente a sus espectadores y la tensión no resuelta entre lo ficcional y lo documental. Ambos se relacionan con los resultados de una mezcla creativa que por ser pionera debía avanzar inevitablemente a tientas. La aspiración a la «autenticidad» indígena de la atmósfera creada en conjunción con una variedad de elementos prestados es lo primero que llama la atención. Las melodías andinas mestizas de la partitura del también cusqueño Armando Guevara Ochoa, incluidas seguramente para reforzar la atmósfera de grandeza y ternura sugeridas por el paisaje y el acervo cultural, contribuyen al contrario a deformar ese efecto por su estruendosa e interminable ejecución par una orquesta sinfónica más propia de Hollywood (o incluso de Mosfilm), en vez de transmitir metonimias de lo «telúrico». La costosa orquestación y su parentesco con la tradición operática y fílmica occidental hacen suponer que o bien los productores asumían que por convención el destinatario genérico de la obra esperaría un fondo musical enfático (a la vez «típico» y universal) como el de Guevara Ochoa, o bien que esa instrumentación musical era constitutivamente la que correspondía por su adecuación al sentimiento cusqueñista. En ambos casos se estaba optando por un artificio, en la línea de la teatralización creativa de la identidad de Figueroa Aznar. Debo agregar que la música es también un discurso que, a diferencia del lingüístico, solo connota y no denota (no «dice») los componentes analíticos de la realidad, pero, en cambio, transmite poderosamente estados de ánimo, lo cual implica manejar su economía expresiva. En esa medida, la enunciación musical es un ingrediente capital del conjunto del texto fílmico (cuando se le incluye en la banda sonora) para «anclar» emotiva y culturalmente la significación del relato.
Algo equivalente ocurre con el comentario en off escrito por Sebastián Salazar Bondy. A lo largo de toda la película este texto va «ilustrando» al espectador, ya sea relatando la acción de los personajes, ya sea explicando y destacando diversos aspectos de la cultura regional, a la manera de un guía. Se asume, entonces, que o bien el espectador desconoce el referente, o que, conociéndolo, es necesario subrayárselo. Así como en la partitura musical el tema mestizo pasaba por la perfección armónica de la orquestación sinfónica, el texto hablado es de un castellano elegante y ortodoxo, disonante con respecto al ambiente andino y de una duración excesiva que lastima el ritmo del montaje. Los tonos solemnes y la insistencia didáctica de la voz en off son tan obvios que retratan implícitamente las intenciones del narrador y la idea que este tiene del espectador genérico, al extremo de que Kukuli parece, por momentos, un documental etnográfico de curiosidades regionales. Vemos a la heroína deteniéndose a poner una piedra en la apacheta (montículo sagrado de piedras dejadas por los caminantes, cada una en expiación de un pecado), llegando al chayaku, ritual para exorcizar el ganado, y viendo a los caballos galopar trillando la cosecha festejados por los wifalas.
Sobre todo, llama la atención el contraste entre el texto en castellano y la totalidad de los diálogos hablados en quechua, lo cual acerca al narrador off al destinatario occidental y lo aleja de los personajes. Además, el texto se sostiene entre una marcada retórica castellana abundante en superlativos engolados lindantes con la cursilería («¡al trabajo!, ordena la cósmica voz del pututu», «una gota de vida en la soledad […] mastican la coca de la paciencia») y descripciones elementales («unas gotas de chicha a los dioses y a la tierra, es la tinka», «comer es un momento religioso, se nutre el cuerpo y la divinidad lo posee»).
Esta separación entre discurso de personajes y discurso narrativo contiene la misma contradicción entre referente y medios expresivos que para Antonio Cornejo Polar es constitutiva de la literatura indigenista, por el modo en que el escritor enmascara ideológicamente su posición dominante. Llama la atención que los realizadores no hayan abordado esta contradicción lingüística en su relato, que tocaba entonces la médula del problema de la cultura nacional, mientras que José María Arguedas —quien vió y apreció Kukuli— estaba ya muy alerta acerca de ella e intentaba resolverla conforme avanzaba en su obra literaria.
Quizá el énfasis en el cuidado de las imágenes de los tres realizadores haya provocado ese soslayo. Pero esta limitación de Kukuli no se refiere solo a una cuestión de lenguas, sino a la asimetría substancial existente entre culturas de la escritura y de la oralidad. Lo digo sin pensar en la literatura, sino constatando que esta dualidad implica también la oposición entre, de un lado, una práctica simbólica de lectura individual, privada y seriada entre sujetos de escasa conciencia comunitaria, y de otro, una práctica simbólica colectiva, pública y autorreferencial. Por ello pregunto, ¿pertenece Kukuli al universo del espectáculo cinematográfico convencional, vale decir al de los relatos audiovisuales de ciertos géneros, leídos según ciertas reglas, por determinados públicos que pagan su boleto generalmente van más allá de lo local, o bien es una película cuya factura y visionado público fueron pensados también como un acto local, una performance cusqueñista de autorreconocimiento identitario cuyo encanto podría también trascender ese ámbito local hacia otros públicos, nacionales y más allá? Es posible que la confusión habida para esa determinación forme parte de la extracción de clase de los productores, lo cual nos devuelve al viejo asunto político de las élites y las culturas subalternas, y a la dificultad para elaborar una mirada al mundo indígena desde adentro sin que la posición del sujeto narrador sea la de (y se dirija a) un observador externo, como lo es el texto en off.
No obstante la exterioridad de la mirada y sus defectos, Figueroa, Nishiyama y Villanueva lograron elaborar con Kukuli un universo fílmico propio. Los prestamos estilísticos de Eisenstein provenían del aprendizaje grupal en el cine club Cusco, que lejos de caer en el mimetismo eran contextualizados en una escritura original. Los matices mismos del color, en vez de ser criticables, plasman una concepción cromática particular, de una intensidad que no es la de una simple «representación» documental, sino la de un imaginario fundacional del ande fílmico. Debe prestarse atención al cariño hacia el tema que se respira en Kukuli, puesto que, en un marco diferente, traduce una voluntad semejante a la de Arguedas por construir una literatura verdaderamente nacional. Esto marca un hito, al entroncar la génesis de un cine crítico y ajeno al criollismo centralista con el desarrollo de una novelística contemporánea de aspiraciones nacionales y explica por qué no solo para los cusqueños Kukuli puede ser una película «de culto».
Por otro lado, debe anotarse que lejos de relatar conflictos, Kukuli se limitó a motivos pastoriles, evitando toda referencia a la política y a las luchas campesinas, sin las cuales no se explica la historia cultural del Cusco contemporáneo ni de la sierra en su conjunto. Ya desde los años veinte se manifestaba la ira popular en ch’akeichis (apedreamientos) cometidos en la ciudad por turbas no organizadas. Más adelante, el aprismo y el comunismo irían captando militantes, y desde la segunda mitad de los cincuenta el Partido Comunista se convertiría en la fuerza principal, promoviendo la formación de sindicatos en las haciendas y tomas de tierras mediante la Federación de Trabajadores del Cusco. Esto marco un nuevo ciclo de movimientos rurales en la sierra sur, distinto al de los años veinte, poniéndole un telón de fondo a una serie de tentativas de control de las movilizaciones indígenas, las más notable de las cuales fue la radical reforma agraria promulgada por el gobierno militar del general Velasco Alvarado en 1969. El contexto político en que esto ocurrió modificó las mentalidades y el lenguaje. El deslizamiento del sujeto hasta entonces denominado «indio» a la condición die «campesino», es decir su redefinición en tanto trabajador inmerso en unas condiciones sociales die producción determinadas desdibujó ante el espacio público moderno la dimensión simbólica de la etnicidad, de sus prácticas, y el sentido antropológico de la desindianización, privilegiando en cambio su ciudadanía cívica y social e insertándolo en una dinámica de modernización aunque no haya salido con ella precisamente muy favorecido. Al quedar atrás las viejas demandas del Comité Tawantinsuyu para la valorización de la etnicidad y la educación quechuas suscritas por ideólogos corno Valcárcel, la arcadia indigenista se iba deshaciendo a medida que las antiguas haciendas eran transformadas por el Estado en cooperativas y los comuneros se consideraban miembros de la ‘clase trabajadora’ bajo el liderazgo político comunista, que recusaba el ideario incligenista. Emergen así imágenes en movimiento de dirigentes indígenas como Saturnino Huillca, activo desde los años treinta, con el giro dado por el cine al calor de ese proceso que envuelve ya no solo al Cusco. Los enfoques revolucionarios sobre el interior del país fueron alentados o prohibidos por el gobierno militar según se ajustasen o no a la línea oficialista. Así, bajo el patrocinio del Sinamos, Nora de Izcue dirigió el mediometraje Runan Kaycu (1973), crónica de las luchas campesinas que condujeron a la reforma agraria narradas por Huillca. La cinta fue censurada por los militares. Sin embargo, en la misma época se promulgó una norma de fomento efectivo al cine mediante la exhibición obligatoria: el Decreto Ley 19327, bajo cuyo régimen despegó una producción nacional reducida pero de una mínima sostenibilidad. La exhibición obligatoria permitió la difusión de Los perros hambrientos (1976) de Luis Figueroa, así como de Kuntur Wachana (1977) de Federico García, que logró una exhibición nutrida. Como Kukuli, esta película de García no logra armar una ficción consistente, al apropiarse del tema de la reforma agraria elaborando una épica campesina documentada con el testimonio de Saturnino Huillca y la participación de una cooperativa del valle de Calca, que, empero, no deja de caer en el maniqueísmo y la grandilocuencia.
* Texto tomado del libro «Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos», 2009, de Javier Protzel. (Págs 239-245).
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