Esta película trata de la muerte como manifestación de lo inanimado, de lo mecánico y lo rutinario; lo que no solo se ejemplifica en las labores de autopsias y la mostración de cadáveres, sino que también se extiende a la vida de los personajes y –mediante la ambientación– a la de todo un país (Chile) en los días quizás más terribles de su historia. Para ello se vale de la relación sentimental entre un empleado de la morgue de Santiago de Chile (Mario) y su amante, una vedette en declive profesional (Nancy).
Lo notable de esta cinta es que no sigue un tratamiento realista, sino uno estilizado, cuya primera característica es el distanciamiento emocional. Para ello, el director Pablo Larraín, recurre a planos fijos con poco movimiento a su interior, aunque sin llegar a los extremos de Haneke; los que se imponen por su –muchas veces– peculiar composición. Así, vemos encuadres memorables, como la relativamente estrecha, vacía y mortecina calle donde viven –uno frente al otro– los amantes, que más parece un pasaje; el que puede asociarse con los pasillos de la morgue donde trabaja el protagonista; los que, a su vez, recuerdan los ominosos túneles al interior del Estadio Nacional de Santiago, donde transitaron tantas víctimas camino a la muerte, o donde simplemente fueron baleados y asesinados impunemente aquellos días. Por otro lado, los personajes en ocasiones son tomados, digamos, rectangularmente, en planos de busto, colocados “en ele” (uno de frente, otro de perfil); y, luego, en otros momentos, el director baja la cámara a la altura de la cintura y vemos al personaje en escorzo moviéndose ante la cámara fija. Estos encuadres “seccionan” el cuerpo de los protagonistas, más o menos como uno imagina que podría ser la imagen mental que se hace el médico durante la autopsia de un cuerpo inerte. A ello hay que sumar el recurso a los tiempos muertos –aunque sin abusar– donde se muestra la opaca cotidianeidad de los personajes. Estas características, aunadas al tempo lento en que transcurre la cinta, nos conducen a un tratamiento distanciado y objetivo del relato.
Lo que potencia esta sensación de extrañeza e irrealidad que envuelve a toda la película es la ambientación, tanto en interiores como en exteriores. Así, las viviendas resultan ser impersonales, no tienen mayor encanto y –en ese sentido– no son muy diferentes de las oficinas de la morgue, que aparentarían ser cualquier otra oficina pública, salvo por la presencia de cadáveres. Más aún, en las escenas de autopsias, y fiel a su estilo, Larraín no busca crudezas ni morbo ni tiene alguna intención científica, sino que más bien se focaliza en la labor rutinaria de disección de los cuerpos y el llenado del formulario respectivo. Asimismo, los cadáveres son manipulados, cargados y trasladados con el mismo aburrido automatismo con el que Mario teclea en una vieja máquina de escribir lo que le dicta algo cansinamente el médico. Lo mismo ocurre posteriormente, con la llegada y descarga masiva de cuerpos, que son arrumados como animales en un camal, y terminan ocupando pasillos y escaleras. Aquí la muerte asume esa imagen de lo inerte, el aspecto de un proceso industrial y la apariencia de un trámite burocrático.
Igualmente impresionantes son las imágenes de la ciudad, vacía y –luego del 11 de septiembre de 1973– con signos de abandono y devastación; los que recuerdan fugazmente a la Nueva York del filme de ciencia ficción Soy leyenda. Ya en los primeros minutos de la película, tenemos un travelling subjetivo que muestra las ruedas de oruga de una tanqueta, con su ruido característico, transitando por el asfalto la víspera del golpe militar; y, luego, sus ocasionales habitantes son mostrados hablando en susurros, como también lo hacen tanto los médicos que rodean al protagonista, como los parientes y amigos que rodean a su amante. Asimismo, se nos ahorran las famosas imágenes del bombardeo al Palacio de La Moneda, en Santiago; las que son aludidas por los bombazos que, a la distancia, escucha Mario al ingresar a su vivienda. Lo que predomina, sin embargo, es el silencio.
Todo este entorno audiovisual –que ilustra el contexto histórico–, envuelve una historia de amor entre Mario, una especie de Bartleby con peinado estilo cachetada, que se encarga de mecanografiar los informes de las autopsias, y Nancy, su vecina de enfrente, la que es una insólita vedette en declive (lo que Magaly Medina llamaría una choclona). Antes que grotescos o caricaturescos, ambos personajes abonan lo propio a la sensación de extrañeza y distanciamiento de la cinta; ya que adoptan –sobre todo Mario– una actitud de pasmo y parsimonia casi permanentes (que recuerda a los personajes del filme uruguayo Whisky). Mientras que Antonia Zegers (la actriz que interpreta a Nancy) realiza una actuación más estilizada, algo manierista y afectada; la que recuerda a ciertos personajes femeninos de Subiela (en «El lado oscuro del corazón») o incluso de Fassbinder. Sus relaciones están marcadas por un silencio compartido, el intercambio de miradas lánguidas o ambiguas; así como por la fidelidad extrema y la infidelidad constante, respectivamente.
De esta forma, los protagonistas principales aparecen contrapuestos y a la vez desgajados del contexto político, ya que pese a ser marcadamente apolíticos, gradualmente terminan cercados por ese contexto, debido a que quienes los rodean – a él, sus compañeros de trabajo y a ella, su familia y amigos– son simpatizantes o militantes de izquierda. En consecuencia, la historia de amor transcurre prácticamente en paralelo al de la circunstancia política y el nexo entre ambos planos narrativos es el hecho de que Nancy está casi presa de ese entorno político-familiar. En efecto, la casa paterna en que vive es un lugar de reunión de activistas de izquierda, cuyos debates políticos son susurrados entre cafés y cigarros; en medio de los cuales ella aparece y desaparece. Mientras que Mario es asimilado sin contemplaciones a las fuerzas armadas golpistas.
Ahora bien. No todo es silencio, pasmo y opacidad en esta película. Vemos, por ejemplo, una marcha de militantes de izquierda, ante la que cede Nancy. Pero esa manifestación es mostrada como un acto mecánico, rígido y para nada épico; que absorbe antes que libera a la sufriente cabaretera (y, por cierto, nunca se nos dice exactamente por qué sufre). Lo mismo ocurre con las discusiones semi clandestinas en casa de Nancy o entre los médicos, en la morgue de Mario; siempre son murmullos ajenos a la pareja, la cual mantiene su distanciamiento del contexto histórico y, paradójicamente, termina ahondando la sensación de pasmo en la que están sumidos.
Sin embargo, hay tres momentos claves (y magistrales) en que se rompe esta extraña y tensa atmósfera construida por Larraín. El primero es cuando, inesperadamente (sin mayor énfasis previo ni crescendo dramático), la pareja se desahoga en llanto. Esto los conduce al sexo, pero –nuevamente–, es un acto mecánico en el que observamos todo el tiempo a Nancy desde el punto de vista de Mario, en uno de esos encuadres semi aberrantes, que también podría ser una pretendida cámara subjetiva del protagonista; y que, como expresión de placer, deja entrever más bien una sensación de desamparo y fatiga existencial en la amante. El segundo es el estallido de una de las doctoras de la morgue cuando a gritos denuncia cómo este local se convierte no en un depositorio de cadáveres sino también en un lugar de producción de muertes. Recién entonces la tensión soterrada y acumulada hasta el momento estalla y el pasmo se quiebra; lo cual prepara la tercera escena –memorable, tremenda y silenciosa–, que simboliza toda la tragedia chilena. Aquí el contexto histórico entra abruptamente en la vida de Mario, desarticula su rutina y evidencia sus limitaciones humanas y profesionales. En esta ocasión, el intento de seguir el protocolo médico se cumple a medias y toda esta escena rezuma el horror de una represión y genocidio que nunca vemos, salvo en sus efectos: los cadáveres; incluido –simbólicamente– el del país.
Es bien interesante observar cómo pasamos de la inocente disección de cuerpos a la criminal acumulación de estos, hasta el punto de que la muerte proyecta su trágica estela no solo sobre personas sino sobre toda una nación. Al mismo tiempo, el trato diario con la muerte influye decisivamente en los protagonistas de la historia sentimental que la película relata; lo cual se ejemplifica en Nancy, desgarrada entre la presión de su medio (político) y su alternativa (apolítica, como ella): Mario. Pero vemos que incluso este último es un ejemplar típico de la cultura burocrática y administrativa, en el peor sentido de la palabra; es decir, por sus rutinas y automatismos que lo hacen parecer como un “muerto en vida”. Sin embargo, el lado sano de este personaje, el que lo empuja hacia la vida, es justamente su amor por Nancy; y lo trágico es que ella nunca podrá satisfacer sus expectativas, aparentemente por su sumisión a los políticos revolucionarios, ante quienes se ha rendido y sometido. Es más, ya desde los primeros encuentros podemos intuir que “esta relación nació muerta”. Y así llegamos al desenlace, implacable, y donde el uso de la cámara fija, neutra y distanciada, resulta contundente. Aquí el contexto político se une con (y resuelve) el drama sentimental; al mismo tiempo, esta conclusión se convierte en la peculiar metáfora de un hecho histórico cuyas heridas y consecuencias aún se mantienen vivas en el país del sur.
Por este tratamiento cinematográfico tan inusual para narrar una historia contextualizada en una situación política tan compleja, los críticos no podemos menos que recomendar entusiastamente esta película que nos deja boquiabiertos de asombro por la originalidad de su tratamiento audiovisual (especialmente para este cóctel de amor y política, ambos muy dramáticos). Por el uso de un tempo lento y parsimonioso, la presentación de situaciones estrambóticas, enmarcadas por atmósferas muchas veces apáticas y caracterizaciones dominadas por el pasmo, el público no podrá menos que quedar boquiabierto de los continuos bostezos provocados por tan extraña (que no pastrula) película. No obstante, merece ser vista.
Dir. Pablo Larraín | 98 min. | Chile, México, Alemania | 2010
Intérpretes: Alfredo Castro (Mario), Antonia Zegers (Nancy), Jaime Vadell (Doctor Castillo), Amparo Noguera (Sandra), Marcelo Alonso (Víctor), Marcial Tagle (Capitán Montes).
Guión: Pablo Larraín, Mateo Iribarren.
Fotografía: Sergio Armstrong.
Directora de Arte: Polin Garbisu.
Montajista: Andrea Chignoli.
Diseño de Sonido: Miguel Hormazábal.
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