«La montaña sagrada» coronó no solo el interés de la personalísima y estrafalaria obra de Alejandro Jodorowsky, sino también su perfil de director-ideólogo ambicioso y derrochador, yendo siempre al límite mientras se lo permitiera el presupuesto y la mano algo más dócil de sus ocasionales productores. Sin embargo, las cosas cambiarían durante el largo periodo que le dedicó a la elaboración del elefantiásico proyecto para adaptar «Dune» de Frank Herbert. Las historias sobre esta abortada película sobran, pero lo que quedó claro es que el desgaste y cierta mala fama terminaron por minar la posibilidad de que el polifacético autor nos hubiera entregado más cine en las décadas siguientes. Y salvo el caso de «Santa sangre», en su filmografía posterior se encuentran apenas eco o réplicas más bien amables de sus obsesiones por el surrealismo y las alegorías místicas.
Ese fue el caso de Tusk, la película que asumió tras el fracaso de Dune (los derechos serían comprados por Dino de Laurentiis y su realización terminaría consumada por David Lynch). Basada en una novela del británico Reginald Campbell, Tusk es una película tan aparatosa y técnicamente tan defectuosa como las anteriores. Pero a diferencia de aquellas, donde esa apariencia poco profesional se convertía en efecto perfecto para desenvolver esa vocación de artista underground, brutal y alucinado, en esta cinta de producción francesa se ve a Jodorowsky carente de ese aliento trasgresor, asimilado quizá por primera vez al lado más profesional del cineasta, el que filma por cumplir y sin urgencias propias.
La extravagancia está, pero puesta al servicio de una fábula ambientada en la India colonial de cuyo contexto solo se destacan las escenas masivas protagonizadas por los elefantes y sus criadores, llenas de cierto rastro de indagación antropológica en las que las sombras de lo irreal se mantienen presentes, al menos al principio, de manera sugestiva. Pero ello cumple la función de epopéyico anticipo de la historia que protagonizan dos representantes de esa sociedad ancestral: el elefante que da el nombre a la película y la hija de un hacendado inglés, que nacen al mismo tiempo, entrelazando sus destinos y su carácter indomable.
La película solo osa efímeramente ser esa mirada cósmica, y a manera de recapitulación, del pensamiento oriental (que tanto ha influido en la obra de ficción del creador chileno), porque mayormente el trascendentalismo, tan caro a lo más redondo de su filmografía, queda reducido a signos o rasgos superficiales que mayormente Jodorowsky sorteaba con el humor desconcertante y que acá queda envuelto en la solemnidad, la rutina, y una notoria torpeza narrativa al meterse con una épica tributaria de Kliping. Sobre esto último vale la pena anotar, que Tusk fue una de sus películas más cargadas de conflictos detrás de la producción lo cual devino en una insatisfacción en el resultado proveniente de ambas partes.
A tal punto llegaron los problemas que todo el material rodado permaneció en la congeladora, por un par de años, sin conocer un inicialmente planeado estreno en festivales. Solo llegaría a los cines en 1980 y de manera muy limitada en Francia. Tusk desde entonces se deja ver como una incierta película, con algo de la desfachatez de ‘Jodo’ y con mucha más ortodoxia en sus condiciones. No sería raro saber hasta qué punto los productores galos echaron mano de ese relato, que paradójicamente lanza sentencias sobre la lucha por la libertad a todo precio. Tampoco resulta raro que el mismo director haya renegado del fallido resultado hasta ahora, al punto de enterrarlo. Dentro de su obra, poco a poco rescatada tras líos por los derechos, Tusk sigue permaneciendo como un título más inaccesible que maldito. Lo cual no sé si será mejor o peor.
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