Jodorowsky: «El ladrón del arcoiris», o un remedo de Alejandro

The Rainbow Thief

The Rainbow Thief
The Rainbow Thief (1990), con Peter O’Toole y Omar Sharif

El ladrón del título no es el típico personaje de Jodorowsky aunque haga su intento. Vive en un mundo subterráneo y dislocado con el que se intenta emular a los de sus antecesores en la filmografía del chileno, pero cuando escapa a la superficie nos revela que el director se mudó para esta ocasión a los incómodos espacios de una producción menos personal, incluso tan amable que sabe a una imitación de algún admirador anglosajón de su universo bizarro. Filmada en Inglaterra como un encargo de Alexander Salkind (el hombre que poco antes cosechó los réditos y las finales desventuras de la saga de películas de Superman), El ladrón del arcoíris se encarga de repetir, con algo más cercano a lo lujoso, algunas de las marcas de la habitual puesta en escena carnavalesca del cineasta. Es decir, solo a la superficie de su tosco, esperpéntico y genuino coctel mental y referencial.

Lástima que como en el caso de Tusk, en esta otra cinta -la última Jodorowsky que ha llegado a concluir hasta ahora- se hayan acumulado diversas restricciones que al final la dejaron como una versión amable de ese sumo pontífice al borde de la genialidad y charlatanería. Ahí está Dima (Omar Sharif) un pillo puesto al servicio de un noble sin techo ni ley (Peter O’Toole) por pura conveniencia y a la espera de lo que suceda con un extravagante benefactor en sus últimos días (Christopher Lee). Personajes aullándole a la luna pero despojados totalmente de las búsquedas ontológicas que forjaron la fama de autor de culto que conserva Alejandro.

Más bien, todo ese ambiente portuario pero citadino luce plegado, en menor escala, al éxito o interés de otras muestras del cine de influencias surreales y sátira costumbrista como los de Terry Gilliam, el emergente Tim Burton de «Edward Scissorhands», o el Jon Amiel de «Reina de corazones». Sería quizá mucho más apresurado decir que esta liviana historia de la búsqueda de la fortuna se tropezó con un creador de imágenes incapaz de adaptarse a ese contexto mucho más lejano a esos espacios atemporales o de sabor latino a los que introducía la filosofía del chamanismo y las religiones de oriente. Pero todo en El ladrón del arcoiris está más definido por una férrea de corrección narrativa que ahoga mucho de ese fresco y osado manejo de los recursos cinematográficos como vehículo de ideas antes que de placer de cuentista.

Jodorowsky siempre me deja en sus mejores películas la sensación de que se encontró con un estilo de filmar candoroso pero cautivante a partir de esa concepción del cine como cuaderno para anotar tesis. Solo a partir de ellas se puede seguir el rastro de sus hallazgos audiovisuales, y no al revés. En esta película, que también conocería estreno tardío y casi clandestino, el inclasificable Ojodoro se ve superado por esos contornos de los que esencialmente su mejor cine nunca puede ser retenido con comodidad. Y no es que el vagabundeo de Dima y esa galería de freaks que lo secundan no puedan ser seguidos con facilidad por los espectadores.

Por el contrario, este es el Jodorowsky más llevadero como relato. Aunque eso es precisamente lo que se siente tan falso, al igual que esa emotividad que ya no es la de la notable Santa sangre, estrenada apenas un año antes, sino una que parte de las fórmulas en las que se le percibe como mecánico y espectral ejecutor que a mitad del camino pierde el rumbo. Ni el pretendido realismo mágico de esa escena final, que parece emular a la de Humberto D, consigue recuperar algo de la naturaleza de esa trayectoria apasionante forjada bastante lejos de los cánones en los que acá fracasa.

The Rainbow Thief (1990), de Alejandro Jodorowsky:

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