Esta cinta biográfica sobre John Edgar Hoover, el legendario jefe del FBI estadounidense, dirigida por Clint Eastwood, logra superar con éxito el reto de llevar a la pantalla grande la vida de este complejo y controversial personaje histórico; sobre el cual es muy fácil caer en simplificaciones o visiones demasiado sesgadas. No obstante, su enfoque intimista limita grandemente el impacto de la película, en la mayoría de sus aspectos, salvo el cinematográfico, donde la experiencia del realizador impone una coherencia estilística que termina constituyéndose como su mayor logro, junto a la gran caracterización de Di Caprio.
En efecto, como hombre público Hoover fue una personalidad muy poderosa, temida y con agenda propia en el espectro de la extrema derecha norteamericana. Era un declarado anticomunista y antisemita, además de racista, al que no le importaba pisotear las leyes para combatir el crimen organizado y a los políticos y activistas de izquierda (o los que él percibía como tales); pero también para apartar o aplastar a sus opositores o competidores, externos e internos. En suma, una buena mierda; pero que, al mismo tiempo, reorganizó y tecnificó al FBI hasta convertirlo en un eficaz servicio de inteligencia; lo que le permitió, de paso, investigar y conocer los secretos inconfesables de siete presidentes norteamericanos, quienes –por ello– nunca pudieron apartarlo del cargo. “Como [el presidente] Lyndon Johnson diría…, era mejor mantener a Hoover dentro de la tienda meando hacia fuera, que fuera meando hacia adentro” (Dallek, Robert; «J.F.Kennedy. Una vida inacabada»; Barcelona: Ediciones Península, 2003; p. 319).
Desde muy temprano en su carrera Hoover entendió la necesidad de contar con una base de datos nacional (federal, en el caso de EEUU), con huellas dactilares completas de todos los ciudadanos. Es curioso que el origen de esta idea fuera su trabajo previo en la organización de la Biblioteca del Congreso norteamericano. Junto a este afán clasificatorio y acumulativo, se aplicó a rodearse de expertos en diversas materias contables, legales, científicas y técnicas para apuntalar la lucha contra la delincuencia; aunque también para atender –muchas veces con métodos ilegales– su propia obsesión anticomunista, rayana en la paranoia (persiguió a Charles Chaplin e investigó a Albert Einstein).
Para ejemplificar estos métodos la película se centra en su violenta represión al bolchevismo y al movimiento sindical de los años 30, el desentrañamiento del caso del secuestro del hijo de Charles Lindbergh, y la muerte del temido gangster John Dillinger (y la usurpación del mérito de su captura). Aparte de la peculiar mezcla de extorsión y apoyo a los presidentes Roosevelt, Kennedy y Nixon (y el intento de chantaje a Martin Luther King para que rechace el Premio Nobel de la Paz que se le otorgó); así como otros hechos que buscan balancear políticamente al personaje (como su vigilancia a los líderes del Ku Klux Klan o su crítica al senador Joseph MacCarthy), entre otros. Hay, pues, una gran cantidad de información, pero que en varios casos se queda en la mera mención y hasta sugerencia; mucha de la cual, además, puede pasar desapercibida para el espectador que desconoce la vasta etapa de la historia norteamericana en la que Hoover tuvo una importante influencia.
Junto a estos aspectos públicos, la cinta presenta y desarrolla también aspectos de la vida íntima del personaje, como su fuerte dependencia edípica de su madre (interpretada por Judi Dench) y su supuesta y controvertida relación homosexual de toda la vida con el agente Clyde Tolson (Armie Hammer), a quien nombró como director asociado del FBI. Esta faceta de Hoover está más lograda, por el contraste entre su imagen pública ultraconservadora y su relación gay con una persona a la que mantuvo en la cúspide del poder del FBI durante décadas. Pero, además, porque el tratamiento respetuoso, sobrio e intimista del tema consigue momentos que serían más conmovedores sino fuera porque conocemos de quién se trata. En todo caso, este ámbito ofrece un elemento de tensión dramática entre el protagonista, su madre y su amante; situación que el director va construyendo sutilmente, hasta llegar a lo explícito.
No obstante, y como en el caso de los datos de su vida pública, nuevamente aquí tenemos un tratamiento que recorta las aristas más polémicas –por ejemplo, el presunto travestismo de Hoover– envolviéndolos en un suave hálito emocional, sutilmente acotado, de tal forma que se llega –sin caer– al borde del edulcoramiento. Aclaro que esto no es un defecto, sino una opción estética válida y manejada con gran destreza en el marco de una realización elegante, tal como justificadamente ha sido calificada la puesta en escena de esta obra.
La película está construida a partir del relato autobiográfico que Hoover dicta a distintos mecanógrafos del FBI, que nos conducen a continuos flashbacks que ilustran o contrastan los hechos narrados por el protagonista; además de mostrarnos el desarrollo de su vida privada. Hay que reconocer que la abundante información ha sido perfectamente organizada y jerarquizada narrativamente para ofrecer un relato claro de la vida de Hoover; es decir, que se llega a mostrar o mencionar todo lo relevante sobre el personaje y su entorno.
Pese a ello, esta estructura presenta problemas que limitan su impacto emocional. El primero es que el contraste entre lo público y lo privado queda fuertemente mediatizado, porque la información pública, en su mayor parte, no está dramáticamente conectada con el drama privado del protagonista; al punto que se pierde el efecto de desmitificación del personaje (pese a los reproches que recibe en los intensos diálogos finales con Tolson), quedando la sensación de que –políticamente– los defectos de Hoover fueron un mal menor necesario en aras de la eficacia represiva que aplicó.
El segundo es que la abundancia de datos, episodios y hasta meras opiniones del protagonista atenta contra la unidad dramática de su biografía como hombre público. Ciertamente, hay conflictos que el temido director del FBI provoca al aplicar sus métodos (los buenos y los malos), pero están desperdigados; mientras que la lucha contra sus demonios y obsesiones no llega a corporizarse en un obstáculo o personaje(s) central que organice este ámbito de su vida. Lo cual es quizás inevitable, ya sea por fidelidad a la verdad histórica como por la imposibilidad de agotar el amplio espectro de hechos, situaciones y enfrentamientos de interés histórico o político en los que el protagonista estuvo involucrado.
En tal sentido, para el espectador poco informado, la abundancia de data histórica –en ocasiones sustentada sólo en diálogos o dictado del protagonista– puede resultar algo agotadora; mientras que para el público que conoció o vivió la época, la cinta más bien puede haberse quedado corta, debido al mencionado enfoque político de Eastwood y al propio carácter controversial del personaje (tanto en lo público como en lo privado).
Aún así, la película sale adelante debido a dos componentes claves. El primero es la notable actuación de Leonardo DiCaprio, quien logra hacer creíble tanto el lado humano del personaje, como los tortuosos vericuetos de su comportamiento en relación con el poder. Es fascinante observar cómo compagina en una misma caracterización los rasgos tan contradictorios que exige el personaje; por ejemplo, su carácter autoritario con las dificultades para establecer una relación íntima con las mujeres. Di Caprio compone un sujeto represor y controlador pero que, al mismo tiempo, es reprimido (por su madre), auto reprimido (en sus deseos homoeróticos) y emocionalmente dependiente (de su madre, su amante y hasta su secretaria). Quizás los momentos más memorables de su caracterización son las escenas del enfrentamiento sentimental con Tolson, la enfermedad y muerte de su madre, y la temprana relación con la que sería su secretaria de toda la vida, Helen Gandy (interpretada por Naomi Watts), la que marcaría un patrón repetido con otros contactos femeninos del personaje. En todas estas circunstancias Di Caprio consigue un balance perfecto entre la dura e inflexible coraza emocional de Hoover y sus momentos de vulnerabilidad; con lo cual Eastwood consigue humanizar al personaje, lo que quizás haya sido su principal objetivo.
En segundo lugar, la dirección artística y la fotografía han recreado un contexto dominado por los tonos grises y azules, con cierta preminencia de escenas en penumbra. Esta atmósfera es funcional para apoyar tanto los aspectos turbios del personaje, como para envolver los más íntimos y humanos. Lo cual se complementa con una música sutil y apagada que busca centrarse en la intimidad del personaje. Como ya se ha señalado, Eastwood combina dosificación y acotación de la información para terminar de redondear una puesta en escena algo oscura, aunque reveladora; dentro de un estilo clásico que recoge lo mejor de la tradición del cine norteamericano con la experiencia y maestría conseguida por el veterano realizador en tantas otras películas.
Por ello sorprende que el director haya descuidado un aspecto técnico tan obvio como el maquillaje, sobre todo (aunque no solo) de Tolson, lo que rebaja los logros alcanzados por la cinta. En suma, no se trata de la mejor obra de Eastwood pero sí de una película con gran coherencia estilística e inocultables valores cinematográficos; que, a la vez, recrea parte importante del mundo de violencia abierta y soterrada que ha dominado la vida política de los Estados Unidos durante el siglo XX.
J. Edgar. Dir. Clint Eastwood | 137 min. | EE.UU.
Guion: Dustin Lance Black.
Intérpretes: Leonardo di Caprio (J. Edgar Hoover). Naomi Watts (Helen Gandy, su secretaria de confianza). Armie Hammer (Clyde Tolson, su mejor amigo y amante). Damon Herriman (Bruno Hauptmann), Jeffrey Donovan (Robert F. Kennedy), Josh Lucas (el aviador Charles Lindbergh). Ed Westwick (agente Smith). Dermot Mulroney (coronel Schwarzkopf), Denis O’Hare (Albert Osborne). Lea Thompson (Lela Rogers, madre de Ginger Rogers).
Música: Clint Eastwood.
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