Había leído las últimas reseñas de la nueva película de Pedro Almodóvar y como nunca, he sentido a la crítica y al público muy polarizados respecto de un nuevo trabajo del cineasta español.
Algunos, incluso, otrora fans/chicos almodovarianos, habían tildado a esta de «bodrio». Los más extremos, en tanto, la calificaban de «obra maestra». Los más raros habrían, seguramente, disfrutado con gozo perverso de este festín de rarezas. Así, pues, acercarse a una nueva pela de Pedro el manchego traía no solo expectativas, sino, sobre todo, incertidumbre.
Nadie puede negar que el nombre de Almodóvar adorna la galería de lo más deslumbrante, excepcional y extraordinario de la cinematografía mundial posmoderna. Tras su –para mí– película mayor Todo sobre mi madre, sin embargo, no nos había brindado un trabajo redondo, inspirado, intenso y apasionado pero al mismo tiempo raro, freak, por momentos rayando con la ridiculez más extrema y el delirio más memorable.
La piel que habito, a diferencia de lo que algunos señalan, no es un nuevo experimento narrativo y estilístico en la obra almodovoriana. Más bien creo que es cúspide de la indagación. No es raro que el buen Pedro haya estado tanteando desde «Hable con ella», Volver y Los abrazos rotos (con resultados dispares) armar un esquema como el que encontramos en esta, su más reciente película.
Adaptación libre de la novela «Mygale» (o «Tarántula») del escritor francés Thierry Jonquet, de por sí plantea una apuesta muy arriesgada: volver un texto abigarrado, hiperbólico, tremendista y extenuante –en el más positivo sentido del término– en un filme que pudiera captar esa esencia y, además, imprimir el sello característico del cineasta sin fracasar estruendosamente en el intento.
Sí, pues, Almodóvar no es el Almodóvar de los años ochenta, ni siquiera el de la segunda mitad de los noventa (su época dorada, según mi opinión). Pero «La piel que habito» presupone a priori, y sin un análisis muy profundo, un salto sorprendente, una obra pretendidamente diferente, casi fundacional en su cine. Sin embargo, he ahí lo bacán de todo esto, es que sigue siendo una obra muy clásica de Almodóvar.
La historia del doctor Robert Ledgard (un digno y muy en caja Antonio Banderas), desesperado por crear una nueva piel que remplace la que su mujer dañó producto de severas quemaduras en un accidente de tránsito, es una historia de horror. Una de horror clásico, pero al mismo tiempo una de proyección futurista, con tintes a la ciencia ficción, marcado por pinceladas metafísicas, pero dominada por un humor negro esperpéntico, que condiciona el relato y lo lleva ora por lo dramático, ora por lo ridículo, ora por lo cursi, ora por lo tierno, con una velocidad y una seguridad que permiten dar fe de que estamos ante un profesional de la manipulación, que filma con precisión, elegancia y clase, que nos envuelve en sus flashbacks, en sus saltos de tiempo, en sus primeros planos perfectos, pero lo hace para contarnos, para impresionarnos, para emocionarnos con algo.
Claro, Almodóvar logra, literalmente, cagarse en la noticia y armar su propia versión de la vida, del amor, de las relaciones. Como si estuviéramos viendo a Cronenberg, el profesor chiflado Banderas cultiva en un laboratorio una piel sensible a los afectos. Evidentemente lo hace porque quiere volver a tocar, a sentir, a follar a su mujer, pero también lo hace por amor, por sentimiento de culpa, por afán de grandeza, por demencia.
No puedo negar que las actuaciones le dan a este filme bizarro un esplendor superlativo. Y me detengo en la figura de Elena Anaya, el conejillo de indias, la mujer detrás de la máscara, el motor fundamental de «La piel que habito». En ella se deposita todo el sentimiento y todo el desquicio del personaje encarnado por Banderas y en el torbellino del caos, cuando ya nada parece ser real y empieza a dar signos de ser una pretenciosa pastrulada, allí están los reflejos actorales de Anaya, para hacer creíble, para demostrarnos que sí, es posible, la locura y el disparate son reales (y pueden tocarte las fibras más íntimas). Mención aparte a la siempre eficaz y subyugante Marisa Paredes, en un papel que le viene como anillo al dedo. Además, sin duda, el alucinante Roberto Álamo, desternillante y excesivo en su papel, suerte de tigre de tienda de disfraces y payaso involuntario.
En ese momento, de la mano de sus intérpretes, pero también de una banda sonora increíble (otra vez, Alberto Iglesias luciéndose con garra y talento), de una fotografía que capta el ambiente onírico e inestable, pero también la presencia de los matices que conforman su humanidad, Almodóvar redondea con fortuna y solidez lo que pudo haber sido un tren descarrilado en su carrera. El amor y la carcajada se encuentran con el horror y la huachafería y fielmente, en vez de repelerse (como sería lógico) se atraen, se unen, se llegan a emocionar, dando como resultado, en mi opinión, la mejor película de su director en la última década, por lo menos.
Hechas las cuentas, es precisamente la rareza y complejidad de una propuesta tan enrevesada como «La piel que habito» su mayor mérito, porque demuestra que proyectos tan audaces y zafados como este, en manos de tipos como Pedro Almodóvar, siempre serán una gozosa lección de cine.
Título internacional: The Skin I Live In. Dir. Pedro Almodóvar | España | 120 min. | 2011
Intérpretes: Antonio Banderas (Robert Ledgard), Elena Anaya (Vera), Marisa Paredes (Marilia), Jan Cornet (Vicente), Roberto Álamo (Zeca), Blanca Suárez (Norma), Eduard Fernández (Fulgencio), José Luis Gómez (Presidente del Instituto de Biotecnología), Bárbara Lennie (Cristina), Susi Sánchez (madre de Vicente), Fernando Cayo (médico).
Guion: Pedro Almodóvar; inspirado en la novela “Tarántula”, de Thierry Jonquet.
Producción: Agustín Almodóvar y Esther García.
Música: Alberto Iglesias.
Estreno en España: 2 de setiembre de 2011.
Estreno en Perú: 8 de marzo de 2012.
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