Hay un elemento que tiene «La dama de hierro» y no J. Edgar: un muy buen maquillaje. Meryl Streep luce prácticamente irreconocible desde el inicio de la película, en la que de primera intención no nos damos cuenta que la dulce anciana comprando en una tienda es ella. El trabajo de Kay Bilk y su equipo logra reforzar la verosimilitud de la caracterización lograda por Streep y va aún más allá, ya que sostiene la imagen de decadencia física del personaje. Lo cual no ocurre en la cinta de Clint Eastwood, en la que un pésimo maquillaje resta credibilidad al enfoque intimista tanto del protagonista como (y sobre todo) al de su amante.
Otra ventaja del filme de Phyllida Lloyd es que la estancia de Margaret Thatcher en la cúspide del poder es considerablemente menor que la de Edgar Hoover al frente del FBI, lo que le permite un realizar un biopic más acotado que el del director norteamericano; aunque se queda igual de corta y superficial en su recorrido por la controvertida carrera política de la primera ministra británica. Esta limitación inevitable conduce a una estructura similar en ambas películas: la de una narrativa en tiempo presente que se intercala con flashbacks hacia el pasado de los protagonistas.
(Este problema fue resuelto sabiamente por Stephen Frears en La reina, su película sobre Isabel II, que escoge un momento decisivo y contemporáneo en la vida de su personaje para enjuiciar la institución de la monarquía británica. La amplitud y profundidad de sentido que logra Frears tomando como pretexto la muerte de Diana de Gales –un hecho central en la existencia de la monarca y la familia real–, hace que no necesite de mayor detalle biográfico y, en este aspecto estructural, coloca esta cinta por encima de las que comentamos.)
Volviendo a nuestra comparación inicial, el guión de «La dama de hierro» es más audaz que el de «J. Edgar», ya que la narración en presente incluye el punto de vista de una Thatcher al inicio de su Alzheimer; es decir, que el nexo entre su revisión del pasado y el presente se conecta con diversas alucinaciones, mayormente de su esposo fallecido, Denis. Esto es interesante pues ofrece una imagen de los procesos de la memoria en la vejez, que se confunden en los umbrales de la senilidad y el deterioro cognitivo; lo cual constituye un segundo soporte clave para la caracterización del personaje y la intención de la directora (cuyo punto de vista también se manifiesta, en otros momentos, durante la narrativa en presente). Esto ofrece una narrativa más compleja que la relativamente lineal que ocurre en similares escenas en la cinta de Eastwood.
Lo que gana la directora Phyllida Lloyd con este audaz y otoñal enfoque sobre la decadencia mental de Thatcher lo pierde un poco no solo por su revisión algo sumaria de los hechos políticos y hasta de los biográficos del personaje, sino por la forma algo tosca con la que están ensamblados estos flashbacks. No hay la elegancia, el ingenio y los enlaces de imagen o diálogo que caracterizan la fluidez con la que transcurre «J. Edgar». Y con esto llegamos a la principal diferencia entre ambas cintas: mientras la de Eastwood tiene su centro dramático en la vida personal del protagonista, «La dama de hierro» tiene su mayor peso emocional en el relato que ocurre en el presente de Margaret Thatcher. Esa actualidad hace que la película de Lloyd resulte más polémica que la del director estadounidense.
En efecto, el retrato de la ex primera ministra británica es mucho más contrastado que el de J. Edgar Hoover. Para empezar ella no esperaba ser nominada tan pronto para el premierato por el partido conservador. Pero tan pronto llega al poder, no solo enfrenta la oposición de los laboristas a sus políticas, sino incluso la de sus propios partidarios, a los que finalmente humillaría y maltrataría. La consecuencia de ello sería la soledad que rodearía el final de su carrera política; soledad acentuada por la desaparición de su esposo y por el Alzheimer. Tal soledad, evidenciada desde el inicio del filme, termina produciendo los únicos momentos conmovedores de la cinta.
Esta interpretación de su posición política ha provocado la ácida crítica de los líderes conservadores –quienes han convertido a Thatcher en un ícono partidario–, mientras que el recuento biográfico a partir de su enfermedad actual ha concitado la crítica de la familia, acentuada por otros datos biográficos poco gratos. Así, la película muestra a una Thatcher entregada al ejercicio del poder y descuidando a sus hijos desde pequeños, mientras que en determinado momento su esposo le reprocha su ambición desmedida. En este sentido, la desmitificación de la relación entre el personaje, su familia y sus partidarios tories es muy eficaz y provocadora, a diferencia de la forma sutil y moderada con la que Eastwood ha limado aristas y acotado tensiones entre Hoover, su madre y su amante.
Hay todavía un par de facetas interesantes en Thatcher que primero limitarían su carrera política pero luego la catapultaría: su condición de mujer y el antecedente de haber sido durante varios años una simple tendera en un negocio familiar. En el primer caso vemos como es excluida de las decisiones sobre su propia candidatura por parte de los líderes varones mayoritarios en el partido; mientras que en el segundo, el provenir de la pequeña burguesía en una sociedad tan rígida como la británica, le daba mala imagen ante el electorado conservador. Sin embargo, justamente estas características permitirían, en determinado momento, que los conservadores la usen como imagen de una renovación política; más aún, cuando la nueva lideresa radicalizaría su orientación neoliberal, incluso más allá de lo tolerable por sus partidarios.
Es muy interesante, también, cómo estos elementos de la caracterización del personaje se manifiestan en situaciones insospechadas, como, por ejemplo, cuando luego de parar en seco y cuadrar al mediador norteamericano (el general y exsecretario de Estado) Alexander Haig en una reunión durante la guerra de Las Malvinas, se levantó se su asiento para ofrecerle el té, como si estuviera cumpliendo su rol de ama de casa en la intimidad del hogar y no en medio de una tensa negociación en torno a una guerra a desarrollarse a miles de kilómetros del territorio británico. Y con esto no agotamos otros buenos momentos de la película, debidos casi siempre a la genial y laboriosa caracterización conseguida por Meryl Streep; a la que debemos añadir el apoyo del veterano Jim Broadbent en el rol de Denis Thatcher, también logrado con solidez.
En suma, y pese a sus virtudes aquí reseñadas, La dama de hierro no alcanza a superar a «J. Edgar», aunque se le aproxima. Su debilidad principal es que las vueltas al pasado para mostrar acontecimientos y confrontaciones políticas resultan demasiado expeditivas (salvo, hasta cierto punto, la secuencia sobre la guerra de Las Malvinas), y terminan interrumpiendo y mitigando el registro emocional de la soledad y enfermedad de la protagonista; lo cual, a su vez, rompe la unidad dramática y envuelve a la cinta en un halo de frialdad. En este punto, la cinta de Eastwood al menos ofrece una mayor y más extensa continuidad de los temas por los que luchó su protagonista en sus flashbacks. Además, «J. Edgar» tiene un acabado formal más logrado que el filme de Lloyd, cuyo ensamblaje narrativo resulta un poco tosco.
Pese a ello, estamos ante una película más que interesante, disfrutable por la espléndida y multipremiada actuación de Meryl Streep y por un enfoque polémico de un personaje políticamente controversial.
The Iron Lady. Dir. Phyllida Lloyd | 105 min. | Reino Unido
Intérpretes: Meryl Streep (Margaret Thatcher), Jim Broadbent (Denis Thatcher), Richard E. Grant (Michael Heseltine), Iain Glen (Alfred Roberts), Anthony Head (Geoffrey Howe), Roger Allam (Gordon Reece), Alexandra Roach (Margaret Thatcher joven), Harry Lloyd (Denis Thatcher joven).
Estreno en Perú: 16 de febrero de 2012
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