La primera imagen me recuerda a Drácula, de Bram Stöker, por ese hombre empalado en medio de la nada. Pero no hay vampiros en esas cochas del Putumayo, sino la amenaza latente de algo peor que ha empezado por incendiar el pueblo de Alicia, la adolescente que llega a ese hospedaje decrépito solo accesible en balsa llamada La Sirga.
Uno de los mayores atractivos de la película es su riqueza visual. Y el aislamiento geográfico que forma las mentes de sus habitantes. Ese paraje acuático es absolutamente misterioso y bello, contradictorio, apacible y peligroso a una misma vez. Un paisaje donde el tiempo parece haberse ahogado. El interior de la casa flota en la penumbra y nunca en la oscuridad, las miradas y las pocas palabras apenas perturban el silencio de los pensamientos. ¿Será nuestra Alicia, la joven protagonista desesperada por ayuda, una especie de Alicia en el país de las pesadillas?
Una rutina invencible esboza de manera lenta y tediosa la cíclica dinámica en La Sirga. Una dinámica a la que Alicia tiene que acogerse. Hay un familiar lejano que la espía mientras ella se desviste. También un joven balsero que parece enamorado de aquella criatura nueva y extraña llamada Alicia. Y una amenaza de violencia armada y narcotráfico. Hay todo eso y pocos rastros del mundo civilizado. Sólo pocas personas, truchas, lluvia, viento y agua, agua por todos lados.
La Sirga, ya estrenada en el pasado Cannes, está hecha para ver la vida mientras pasan los días. ¿Pero acaso es vida lo que sucede a diario en La Sirga? ¿Alguien quiere que esos días cambien alguna vez? ¿La guerrilla y los guerrilleros vendrán y barrerán con todo? ¿El futuro todavía espera por Alicia?
Con una formidable economía de recursos, William Vega construye esta historia (su opera prima) de una violencia y tensiones contenidas, disimuladas por el preciosismo con el que ha sido filmada y la contundente naturalidad de las actuaciones. Una casa destartalada que parece observar la vida de quienes la habitan es básicamente el lugar en que transcurre gran parte de la película. Todo parece detenido en La Sirga, incluso el lente y los encuadres, como pinturas impresionistas reales pintándose en tiempo real. Un planteamiento estético que recuerda la filmografía del coreano Kim Ki-duk, especialmente la poesía visual de Primavera, verano, otoño, invierno… primavera. El Premio Especial del Jurado en el Festival de Lima le hace una gran justicia.
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