La 16 edición del Festival de Cine de Lima ha mostrado el buen momento que pasa el cine latinoamericano, al menos en lo que respecta a las 20 películas de la competencia oficial de ficción. 15 de ellas podrían considerarse como buenas o muy buenas, lo que es un buen indicador de la calidad y variedad de obras cinematográficas vistas en esta sección del evento.
Desde el punto de vista estilístico se presentaron siete películas que llamaremos “de festival” (poéticas o ansiolíticas) y 13 con una narrativa asequible a un público amplio.
Las primeras son obras que no se han elaborado según los moldes dramatúrgicos habituales sino que buscan otras formas de contar historias; lo que exige más del público ya que se prestan a experimentos más o menos logrados, a los que muchas veces no estamos habituados.
Las segundas, en cambio, siguen esquemas narrativos más convencionales, lo que no excluye que puedan ser igualmente creativas y –eventualmente– plantear otro tipo de exigencias al espectador.
En lo personal prefiero las segundas, posiblemente por pereza mental; sin embargo, he aprendido a disfrutar aquellas cintas donde aparentemente “no pasa nada”, pero que logran resultados coherentes en términos artísticos, lo que no es fácil. Lo bueno de esta edición del Festival es que hay muy buenas películas en ambos grupos, las que reseñamos sucintamente a continuación.
La poética de lo cotidiano
Los filmes del primer grupo intentan, en muchos casos, reconstruir lo cotidiano y ordinario de nuestras vidas, y, a través de ello, describir una situación o narrarla sutilmente. No hay suspenso y, a veces, ni tensión, sino sensaciones sugeridas a lo largo de una acción lenta o dilatada; en otros casos, se rompe la linealidad del relato y hay cambios de tiempo o elipsis que se tragan la continuidad de partes enteras de la acción. Además, pueden ser muy recargadas formalmente o, al contrario, ser “desnudas”, sencillas o hiperrealistas. Hay también las que solo buscan “mostrar” y no narrar.
Todo ello se pudo apreciar entre las siete cintas de este tipo presentadas en el festival, encabezadas por Post Tenebras Lux del mexicano Carlos Reygadas, obra algo abstrusa, visualmente impresionante, pero que no supera a su antecesora: «Luz silenciosa». Luego tenemos Historias que solo existen cuando son recordadas, opera prima de la directora brasileña Julia Murat, bella y poética reflexión audiovisual sobre la muerte y el arte fotográfico como un intento de fijar el tiempo y preservar la memoria de un pueblo que desaparece.
Abrir puertas y ventanas, otra opera prima de la realizadora argentina Milagros Mumenthaler y 3 del uruguayo Pablo Stoll, trabajan en el mismo estilo letárgico situaciones más acotadas, realistas y urbanas, explorando conflictos interiores; mientras que La sirga, película colombiana de William Vega, hace lo propio en el ámbito rural, pero con una protagonista acosada más bien por amenazas externas.
De otro lado, tenemos Chicama –del peruano Omar Forero, y grata sorpresa del Festival– y Casadentro, cinta menor de Joanna Lombardi, filmes que ralentizan el tempo y lo llevan desde la parsimonia hasta casi la inmovilidad.
Además, se presentaron tres filmes que, utilizando esquemas narrativos más convencionales, los combinan con tratamientos audiovisuales narrativamente complejos y/o recargados formalmente: los originales biopics Heleno, del brasileño José Henrique Fonseca y Violeta se fue a los cielos, del chileno Andrés Wood.
Adicionalmente, debería añadirse El año del tigre, del también chileno Sebastián Lelio, un notable estudio de la gradual introyección de la violencia y sobrecogedora destrucción de la naturaleza en el espíritu de un criminal fugitivo; realizada con muy bajo presupuesto y gran economía de medios, a diferencia de las dos anteriores.
Renovando narrativas convencionales
El capítulo de las películas de narrativa más convencional no se quedó corto, ya que también ofreció muy buenas películas. Destacaría en primer lugar, Joven y alocada, opera prima de la directora chilena Marialy Rivas, una divertida comedia que bajo el ropaje de un filme erótico para adolescentes plantea un serio cuestionamiento al conservadurismo religioso de una secta evangélica, concluyendo con un dilema difícil y, definitivamente, adulto.
Luego tenemos El estudiante, también una opera prima del director argentino Santiago Mitre, que utiliza la Universidad de Buenos Aires como microcosmos inter generacional para describir las características y complejidades de la actividad política contemporánea con eficaz claridad.
En tercer lugar ubicaría a La demora, un drama uruguayo realizado por Rodrigo Pla, película con un acabado audiovisual impecable y homogéneo en todos los componentes de su producción audiovisual.
Pieza menor pero más redonda que las siguientes dos cintas, también de buena factura artística: la hilarante comedia histórica mexicana La cebra, de Fernando León, con un epílogo que podría sugerir un sesgo ideológico que echaría a perder el ingenio de esta simpática historia; y Elefante blanco, un drama social que se desarrolla en un contexto urbano marginal, incluyendo conflictos religiosos (celibato), políticos (al interior del clero, con la municipalidad y los trabajadores), problemáticas juveniles (drogadicción y rehabilitación) y policiales (bandas criminales). Realizada por Pablo Trapero, esta es una obra poderosa, pero que no consigue cohesionar del todo sus múltiples ramajes narrativos ni enfoque ideológico.
¿En busca del público?
Cuatro de las cinco películas restantes estarían en el rubro de obras regulares, salvo quizás La playa DC, cinta colombiana de Juan Andrés Arango, que narra las penalidades de un joven negro que llega a la ciudad huyendo de la violencia rural, teniendo que sobrevivir y cargar con la responsabilidad de su hermano menor drogadicto. Cuadro realista de la marginalidad social juvenil en ese país. Luego, la ecuatoriana Pescador tiene como virtud un guión creíble y una banda sonora con buenas salsas de antaño, sin llegar a las extravagancias musicales (y narrativas) de «Rabia», una anterior y mucho mejor cinta del director Sebastián Cordero.
Las producciones nacionales Cuchillos en el cielo, de ‘Chicho’ Durant y Cielo oscuro, opera prima de Joel Calero, son filmes correctos que –al igual que «Pescador»– funcionan dentro del marco narrativo tradicional; y, al igual que la cinta ecuatoriana, buscan llegar a un público amplio. Ambos son dramas ambientados en contextos urbanos y que apuestan por el “jale” de sus historias, pero que no soportan la comparación con cintas de similar planteamiento estilístico presentadas en el Festival.
La peor noticia…
Finalmente, tenemos Yo recibiría las peores noticias de sus lindos labios, cinta brasileña de Beto Brant y Renato Ciasca, francamente decepcionante. Filme de un erotismo dramáticamente no justificado y cuyos protagonistas principales sufrirán una sanción social por el desenfreno de sus pasiones, no por parte de la religión (como lo sugiere inicialmente el guión) sino por factores ambientales sacados de la manga; lo que resta credibilidad y coherencia a la historia. Esta película comprende todos los temas de las mejores cintas del festival –mujer, sexo, política, pobreza, religión, entre otros–, pero aquí componen un fiasco completo.
En un siguiente artículo comentaremos un poco las películas peruanas de ficción que compitieron en este Festival.
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