Recuerdo que hace algunos años un crítico, refiriéndose a «Casino» de Scorsese, decía algo parecido a esto: «Scorsese no se ha olvidado de cómo hacer una película, pero quizás haya olvidado para qué hacer una película«. Sigo encontrando interesantes estas palabras, y aunque probablemente mi recuerdo de la frase no es exacto –cada vez que se recuerda algo se le re-crea y modifica en la mente– la pregunta ¿para qué hacer una película? regresa a mí de vez en cuando…
Creo que todo filme debe contener al menos un plano que justifique su existencia ante un tribunal. Con suerte se tratará de una escena. Con mucha suerte, de varias escenas. Me refiero a que toda película merecedora de un lugar en tu monstruosa colección de dvds y archivos bajados de internet debe contener una razón para regresar a ella. Una buena razón. Regresas a «El circo» porque quieres reír, regresas a «2001 Odisea del espacio» para experimentar asombro. Puedes regresar incluso a Caídos del cielo para escuchar por enésima vez a Gustavo Bueno diciéndole a Marisol Palacios «Se te mojó el seco» y sonreír. Y esa es una razón válida.
Es bueno saber que podemos regresar a ciertas películas cuando las necesitamos. No se me ocurren grandes razones para regresar –no por ahora, al menos– a Casadentro.
Hay buenos apuntes, sí, en este lento ejercicio de estilo planteado por Joanna Lombardi: la octogenaria Élide Brero desplazándose por el interior de una casona de provincia y la constatación bella, revelándose ante nuestros ojos, de que a cierta edad todos vamos a caminar como si el piso no estuviera bien asegurado. O la forma como Anneliese Fiedler coge una botella de agua en la oscuridad de una sala y bebe: la luz desfalleciente entra por la ventana y atraviesa la botella de plástico, y el agua llena de luz ingresa en el cuerpo ensombrecido de la actriz. La mirada rencorosa pero sutil que Grapa Paola –para mí, lo mejor de esta película: regreso a ella luego– le dirige a su anciana madre tras no haberla visto largo tiempo. Se me ocurre, incluso, que un plano de la misma Grapa observando a su madre desde la ventana de un segundo piso es envidiable: la composición, la luz y el tono están llenos de solvencia.
¿Qué pasa entonces con esta película, cuya dirección de arte y de fotografía, cuyo diseño de sonido son estupendos? No creo que sea un problema de guion –autoría de la directora y lleno de posibilidades en su simplicidad aparente– sino de tono. Veamos: Élide Brero es una anciana viviendo en una casona de provincia junto con una servidumbre que, al parecer, lleva años allí: Delfina Paredes y Stephanie Orué. La vida en esta casona se organiza alrededor de Tuna, el perro –encuentro discutible la elección de un perro negro para una película abundante en áreas oscuras como esta: hay planos donde su presencia, que es importante, se hace difícil de apreciar y termina distrayendo– y los rituales de todos los días son registrados por una cámara en inmovilidad permanente.
La inmovilidad es, quizás, el gran centro de esta película. No hay movimientos de cámara en estos planos de duración larga, en los cuales debería surgir alguna clase de fascinación para que el conjunto funcionara. Se da de comer a los pájaros, se prepara el almuerzo, se mata a las moscas, se ve la tele. No hay vistazos del exterior. Las acciones suceden lenta, apáticamente en el interior de esta casona y una de las estrategias visuales usadas por la directora es contraponer a estos prolongados planos fijos algunos planos detalle: manos vistas muy de cerca cortando una cebolla, separando cuentas en un rosario, cepillando ropa, abriendo una puerta. Siento que estos planos han sido escogidos con arbitrariedad: su intencionalidad dramática se me escapa y pienso que pudieron omitirse en el montaje.
Al menos la primera media hora de «Casadentro» es el registro de la vida dentro de esta casona: despaciosa, provinciana. Y el evento que hubiera podido quebrar la morosidad –la visita de la hija, de la nieta que acaba de dar a luz y de su esposo, quienes vienen desde la ciudad– resulta ser una prolongación del encierro: esta pareja de esposos recorre todas sus escenas con cansancio físico y con fastidio. Giovanni Ciccia habita la película recostado en una cama o en un sillón. Llega a sentarse a la mesa. Dice dos veces que «ha manejado horas». Para la madre, interpretada por Anneliese Fiedler, el bebé es motivo de agotamiento, y hay aquí un eco del cortometraje «De noche» de la misma Lombardi.
No hay en «Casadentro» lugar para la empatía o la risa, y las únicas muestras de cariño que se permiten son las que se dirigen hacia el perro. «Estancamiento» es una palabra que yo aplicaría para describir la dramaturgia de esta cinta, donde el único elemento que experimenta algún cambio es un televisor cuya imagen va empeorando. Es una dramaturgia arriesgada, porque pone en compromiso el nivel de atención del espectador, y estoy seguro de que la directora era consciente de ese riesgo, que asoma desde el guion: mi reconocimiento por ello. Pero mi experiencia como espectador dice que no alcanza su meta –la meta de todo objeto artístico, pienso: revelar alguna verdad de la experiencia humana.
Hay una manera específica de hablar de algunos personajes en algunas películas peruanas, un poco como recitando. Lo que algunos llaman teatralidad. Algo de eso asoma aquí entre Delfina Paredes y Élide Brero, me parece. No es un registro inadecuado para el cine, y puede que haya habido intencionalidad en la directora en dejar que ambas actrices, responsables de llevar buena parte del peso de la cinta, actúen de acuerdo a este registro: podría argumentarse, incluso, que la iluminación en algunos planos busca un ligero efecto teatral. Pero mi sensación es que en películas como esta –¿se inscribe «Casadentro» en aquello que ha venido llamándose «cine de la contemplación»?– es más conveniente apuntar a la naturalidad.
Si a mí, que soy el espectador, se me pide observar un encuadre en tiempo muerto, preferiré siempre observar una buena ilusión de realidad: un acercamiento documental al comportamiento humano, si se quiere. Y mi punto queda evidenciado cuando, durante la secuencia de créditos finales, aparece un precioso fuera de cámaras en el que estas actrices, en alguna de las esperas del rodaje, conversa informalmente. Élide acaricia al perro. Observar a estas dos mujeres charlar durante ese breve minuto sin tener que decir ninguna línea de parlamento fue, para mí, más estimulante que lo visto durante el filme en sí.
Pienso que lograr que un actor diga sus líneas y que sus palabras no sean actuación es, quizás, lo más difícil del proceso de hacer cine, tanto para el actor como para el director. Y desde mi subjetividad es Grapa Paola, como la madre en sus cincuentas, quien acierta con el tono de su performance: es capaz de otorgarle matices. Resulta difícil sorprenderla actuando, como se dice, y hay una escena muy delicada en la cual ella debe sentir celos del perro. Como lo veo yo, ella es la excepción en esta película. Sigo preguntándome, también, qué hubiera pasado si se eliminaba el personaje de Stephanie Orué: su función dentro de la historia me resulta poco clara.
Es cierto que en «Casadentro» la historia –el famoso arco, los famosos conflictos– es secundaria porque, a la manera del iceberg de Hemingway, las cosas importantes se encuentran debajo y apenas se sugieren. Encuentro estupendo que así sea. El riesgo es, sin embargo, el ahogamiento: recortar todo aquello que pueda resultar demasiado evidente o demasiado fácil desde la teoría –pero, sabemos, las películas no se ven desde la teoría– para amoldarse a una idea previa, dejando al espectador sin nada que disfrutar. Como decía Stanislavsky, no hay que alejarse de los clichés solamente por el hecho de que son clichés. A lo que me refiero es a que un filme puede hacerse desde una perspectiva sumamente cerebral, y yo apostaría a que esta película se ha filmado con cierta postura –la de amoldarse a una idea de lo que la película debe formalmente ser– que le ha impedido a la directora sorprenderse con su propio material. Hay mucha languidez en la cinta, y poco nervio.
Sigo creyendo, como dijo alguna vez José Watanabe, que la función del artista es señalar con el dedo: un encuadre es finalmente eso. He aquí, en esta película ambiciosa, a un conjunto de personas que actúan desviando la atención de sí mismos –el perro que es mimado excesivamente por la abuela, el bebé que es el centro de atención de los visitantes– porque no saben qué hacer con sus propias emociones: probablemente el espectador tampoco. Me pregunto si quien asome a «Casadentro» llegará a sentir algo por estos personajes constreñidos. En ellos, con la excepción que he señalado, no hay demasiada carne a la cual aferrarse: están atrapados por las rígidas reglas que la película ha establecido, inmovilizados en sus encuadres. Son ideas en camino a ser personas. El filme entero parece succionado de energía vital, y yo me atrevería a decir que un estupendo mediometraje está enterrado entre los pesados bloques de planos fijos. ¿Qué verdades se nos han revelado transcurridos los noventa minutos de metraje? cabría preguntarse. Y también, ¿para qué hacer una película?
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