Mientras una se desgañita machacándoles a los alumnos que el documental es un género que requiere de una investigación profunda, de una propuesta estética, de un compromiso con el tema y los personajes, de una sensibilidad y una mirada particular, la televisión peruana se encarga de trapear mis argumentos y enterrarlos en el lodo.
La última producción de América Televisión —Amazonas, la ruta indomable—es una cachetada a la teoría sobre el documental y a todos los conceptos que los profesores tratamos de inculcarles a nuestros expectantes alumnos que ya nos empiezan a mirar como a puristas de otro siglo, o como si les quisiéramos dar gato por liebre.
Se trata de vender el Amazonas como un paquete de Marca Perú. La televisión es un rey Midas que frivoliza todo lo que toca. Moldea los gustos y lightea lo serio. Es su naturaleza, la que la diferencia, por ejemplo, de la prensa escrita, que permite un mayor análisis y una relativa profundización. Estamos ante un medio en el que prima la imagen sobre el texto, en el que la información se debe prescribir a cuentagotas: la audiencia periodística televisiva no quiere y no puede hacer esfuerzos mentales. Está comprobado que el nivel de atención es limitado. Existen alteraciones de cansancio en las percepciones que no dependen solo del interés del espectador, sino también de la dosificación y el ritmo de la exposición televisiva.
La fugacidad es intrínseca al medio; la superficialidad también. Es que resulta imposible profundizar cuando el entrevistado tiene 10 minutos para exponer sus ideas, o cuando los bytes (las intervenciones)enun reportaje solo pueden durar 25 segundos. Hay que tijeretear mucho, lo que impide contar una historia de manera fluida, o esbozar siquiera el perfil de los personajes.
Siempre recuerdo lo que dijo un reportero estrella con total desparpajo: “Para hacer televisión no se necesita saber escribir; solo es cuestión de contar con buenas imágenes”. Así hizo trizas la teoría y una de las ideas-fuerza que se repite en clase: que la destreza en el género depende de la habilidad para combinar el texto y la imagen.
Eso explica el nivel mediocre de gran parte de los que optan por trabajar en ese medio de comunicación. La televisión deforma a estos jóvenes que se deslumbran por la posibilidad de tener su minuto de gloria (¿que los reconozcan en la calle?). Creen que la gracia consiste en la pirueta disforzada, en el stand up innecesario y en la impertinencia reiterada: figuretismo, que le llaman.
Hay una falla de origen en estos productos televisivos que lanzan los canales de señal abierta.
Yo soy el río
La mujer llega jadeando a la puna donde nace el Amazonas. Maquillada como para leer noticias, exclama: “Llegamos”. La mujer prueba un caldo de cordero. La mujer, con un atuendo tipo exploradora, está sentada en un deslizador. Viste de punta en blanco. Impecable, con las uñas pintadas de rojo. Cada secuencia implica un cambio de vestuario.
Me comienza a exasperar. Los que viajamos a la selva sabemos que los polos se nos pegarán al cuerpo por la humedad y el repelente grasoso, que las botas estarán permanentemente cubiertas de barro, que el pelo se nos volverá un nido de pájaros, que el sombrero a lo Fitzcarrald se lo llevará el viento que se estrella con fuerza contra el deslizador. Sentimos que algo no encaja, que lo que vemos no es real. (Primera regla del documental: la verosimilitud o apariencia de verdad.)
La mujer mira el horizonte desde la proa de un barco. La mujer se tira al río y nada. Posa. Se prueba diferentes modelos de sombreros: jipijapa, de ala ancha o de chalán. La mujer sostiene una mariposa en la palma de la mano. La mujer alimenta a unos manatíes en cautiverio. La mujer prueba una fruta selvática en el mercado de Iquitos y hace un gesto de desagrado.
Mientras escribo, recuerdo el impactante documental La Soufriére, de Werner Herzog, ese cineasta extremo y medio loco. Se centra en un volcán a punto de erupcionar en una isla de las Antillas francesas, y en las reacciones de dos personajes locales que han decidido quedarse en la isla.
La comparación viene a cuento porque si bien los dos directores —el de Amazonas… y el del volcán— tienen una presencia importante por medio de la narración —son ellos los que cuentan la historia—, la diferencia radica en el nivel de protagonismo que van asumiendo. La presencia de Herzog en la isla es un acto temerario: pone en riesgo su vida, sube a la falda del volcán entre los humos irrespirables y, a pesar de que se vuelve uno de los personajes principales, solo aparece en dos oportunidades, y de costado. El hecho nunca llega a suceder y el documental se convierte en otro acto de pasión y locura a los que nos tiene acostumbrados el alemán. En cambio, en el documental de América Televisión el nivel de protagonismo de la directora es abrumador, cuando no hay motivo que lo justifique.
El clímax llega cuando le enroscan una anaconda alrededor del cuello. La mujer exclama: “Ay, qué malo. ¡Al propósito me la pones!” (Este momento cumbre no tiene nada que ver con el río Amazonas que, a estas alturas, ha pasado a un segundo plano y se ha convertido en un pretexto para su lucimiento personal.)
Cuando aparece con un gusano en la frente y comienza a soltar grititos contenidos, me paro y apago el televisor.
Lo que todo alumno debería evitar
El disfuerzo en todas sus manifestaciones.Las muecas, las exclamaciones, las risas, la sobreexposición. El documentalista serio cuenta historias de otros. Salvo que la película sea autobiográfica, o que adopte un punto de vista personal que se justifique por el tema, su presencia está de más.
El lugar común. Revela que la investigación realizada no ha sido profunda. Para cualquiera que ha estado en Iquitos, los lugares mostrados son archiconocidos, comenzando por Pacaya Samiria y otros cercanos a Iquitos como el serpentario, el mercado donde le muestran la puzanga como gran novedad, o el centro de rescate de manatíes que está a 20 minutos del centro. Ha roto otra regla de oro del documental: el escarbar hasta encontrar lo que está bajo la superficie. Su capacidad para sorprender es nula. No ha descubierto nuevos lugares o personajes realmente interesantes, con la excepción del guía de Pacaya Samiria, Alfredo Ihuaraqui, que imita el sonido de los animales, y en cuya historia no ha profundizado.
El estilo utilizado en este documental televisivo es el del reportaje largo con formato de revista dominguera, con todos los clisés y vicios del que acostumbra plagarse. La directora recurre a la narración omnisciente en la que ella se convierte en el “ojo de Dios”, narra en tercera persona, es omnipotente, omnipresente y todopoderosa.
Otro recurso que utiliza profusamente es el de los “bustos parlantes”, como se conoce a la entrevista clásica filmada en plano medio corto a algún especialista que explica un hecho. Según las tendencias del documental moderno, hay que mostrar la historia, no contarla. Los defensores de esta propuesta sostienen que es mejor seguir a los personajes mientras realizan sus acciones cotidianas.
Los momentos rescatables: cuando ella no aparece.
¿Así será, pues?
No necesariamente. El anterior documental producido por esa misma estación, Machu Picchu: La joya del emperador, fue más moderado en sus vicios y excesos. La investigación se complementó con las opiniones de estudiosos del tema como Luis Guillermo Lumbreras que, si bien no estaban descubriendo la pólvora, aportaron enfoques interesantes. Otro acierto fue contactar a la familia de Hiram Bingham en los Estados Unidos. La nota cálida la puso la nieta del científico, Abigail, una simpática soprano de pelo blanco y voz aguda. El protagonismo estuvo mejor dosificado, aunque estropeó justamente los momentos de intimidad familiar del clan Bingham, que pudieron haberle dado otro giro a la historia.
No les pedimos a los canales de señal abierta documentales de creación que tienen otra estética y otro tratamiento. Pero, al menos, ¿por qué no podrían acercarse al estilo convencional y clásico de National Geographic? Las de esta cadena son propuestas que abusan de las recreaciones y las animaciones y tienen las limitaciones propias del documental histórico, pero cumplen su función: impactan, divierten e informan.
El último de este tipo que se ha estrenado en la televisión es La Dama de Cao: El misterio de la momia tatuada, que cuenta la historia de la mujer que gobernó el imperio Mochica hace varios siglos. Lo que le da otro valor es que muestra la filmación del momento en el que desenvuelven el cuerpo momificado en perfecto estado de conservación, y descubren que no se trataba de un gobernante sino de una gobernanta. Para relatar este hallazgo, el director, José Manuel Novoa, no necesitó mostrar ni una de sus manos.
El género documental no está hecho para el rating y para la diversión. No es un espectáculo. Está hecho para reflexionar sobre el ser humano, sobre la universalidad de nuestros sentimientos.
La cultura del entretenimiento
¿En qué momento se jodió la televisión? Vargas Llosa responde indirectamente a esta pregunta en su libro La civilización del espectáculo. Sostiene que la cultura ha sufrido una metamorfosis, que ha sido adulterada y está en decadencia. La globalización y la revolución audiovisual han dado paso a la llamada “cultura del entretenimiento”, del mainstream o del gran público, cuya característica fundamental es la producción industrial masiva unida al éxito comercial. Pura y simple diversión para consumir al instante.
El valor supremo es el entretenimiento, y la pasión universal, el divertirse. Si no hay espectáculo, no hay diversión. (No resulta anecdótico que, desde hace algunos años, para referirse a algo sorprendente o fuera de serie, se diga que es “espectacular”.)
La consecuencia de ello es que se ha banalizado la cultura, se ha generalizado la frivolidad y la información se ha vuelto sinónimo de chismografía y de escándalo, tan eficientemente recogidos por la televisión. Según Vargas Llosa, eso explica que la revista Hola se publique en once idiomas. Ahora incluso la literatura debe ser ligera, fácil y entretenida. “La literatura light, el cine light y el arte light da la impresión cómoda al lector y espectador de ser culto, revolucionario, moderno, y de estar a la vanguardia, con un mínimo de esfuerzo intelectual”.
La sociedad posmoderna en la que estamos inmersos tiene terror al Gran Bostezo del que habla Octavio Paz. Los valores estéticos reposan en el tacho de la basura.
(Artículo publicado originalmente en la Revista Ideele)
Extra: También lean esta entrevista con Mávila Huertas, en Diario de IQT.
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