Si quieres ir al cine para entretenerte, no vayas a ver esta película; sus personajes son aburridos y no te van a divertir. Si esperas emociones intensas, no veas esta película; es un filme extremadamente lento y te resultará soporífero. Si al menos esperas que te cuente de qué trata esta película, no sigas leyendo esta crítica, ya que no tiene un argumento del cual dar cuenta.
Ahora bien. Si quieres aprender a ver cosas que no adviertes pese a que están ocurriendo todo el tiempo frente a tus narices, entonces te conviene ver esta película. Si te gusta ir al cine para pensar, pero no mucho, solo reflexionar un poco y relajarte, entonces debes ver esta película. Si te gustan los perros, este puede ser un motivo adicional para ver Casadentro.
De todas formas, no falto a la verdad si te advierto que en esta película no pasa nada (y no soy el único que lo dice). Pero, al mismo tiempo, ocurre que en este tipo de cine siempre pasa algo. Es más, incluso pasan varias cosas o pueden pasar o haber pasado diversos sucesos sin que nos demos cuenta. El detalle es que el sentido de estos hechos o situaciones enigmáticas debemos desentrañarlos los espectadores. Nos corresponde asumirlos, sospecharlos o imaginarlos, como muchas otras cosas en la vida. Sin embargo, «Casadentro» no es tan enigmática (lo que, en este contexto, podría ser un defecto), ya que hay roles y rutinas sociales que transcurren de manera muy evidente, aunque no pase nada.
En principio, en esta cinta se ejemplifica una especie de «matriarcado patriarcal», es decir, un patrón social en el que las mujeres asumen el rol que les asigna el machismo. A lo largo de todo el filme hay una insistente, reiterada, rutinaria y aburrida presión de las mujeres por imponer(se) su rol de madres, aunque sin mayores consecuencias. No olvidemos, insisto, que aquí no pasa nada.
Hay un constante, excesivo, amigable y exigente cuidado materno (o maternal) de y entre las mujeres que habitan en esta casona. (Y no solo en torno a las mujeres, sino también –quizás simbólicamente– sobre la hembra, la perra viringa y mascota del hogar, la engreída de la familia.) La veterana y frágil matriarca (Élide Brero) es cuidada por las dos empleadas domésticas de la casa, que viven en función de ella y de la hija que viene de visita (Anneliese Fiedler). A su vez, esta hija se dedica a atosigar de cuidados, recomendaciones y reconvenciones a su propia hija (Graciela Paola), con respecto a la pequeña bisnieta. (Y todas se preocupan de e indagan una y otra vez sobre el bienestar de la dichosa perrita.)
Hay, pues, una subordinación generacional que se expresa en ciertas tensiones, a veces explícitas y otras implícitas, encubiertas por ese trato ligero, cariñoso, soft o, como dirían los austriacos, gemütlich. Aparentemente, esta interacción –centrada en la maternidad– es normal, convencional, rutinaria. Lo dicho: no pasa nada.
De otro lado, gran parte de la cinta transcurre en los ambientes «femeninos»: cocina, jardín, comedor y dormitorio. Allí vemos un trajín constante de las empleadas domésticas. Las que son secundadas, dentro de sus posibilidades, por la matriarca de la familia, que también –en medio de su ligera y silenciosa confusión senil– intenta realizar algunas labores, como barrer el piso. Las que se libran de estos trabajos son las visitantes –hija y nieta– pero porque están dedicadas a vigilar y cuidar a una bisnieta, una bebita de meses de vida. Nuevamente, aquí no pasa nada ya que en una sociedad machista típica es normal que el trabajo doméstico sea ignorado, menospreciado, invisibilizado.
Además, hay una obsesión con el encierro (después de todo, el lugar de la mujer es su casa, y su misión: el cuidado de los hijos). Las mujeres de mayor edad no salen y ni siquiera cabe imaginar que vayan a salir de la casona, sino que más bien son visitadas por la familia de la hija de la bisabuela. Las empleadas corretean por toda la casona arreglándola y preparando la llegada de los visitantes; recorren los ambientes asegurándose que los cajones o alacenas estén bien cerrados. Lo que encaja perfectamente en los roles y espacios sociales que el patriarcado les ha asignado. Por eso es tan normal que no pase nada (¿y a quién se le habrá ocurrido que esto sea materia de una película?).
En este escenario de sutil control y encierro se advierte que bajo la subordinación generacional hay una subordinación social. Obvio: las dos empleadas domésticas están al servicio de la dueña de casa y sus familiares. Y la trabajadora mayor ejerce un control enérgico sobre la menor, sugiriendo a su vez una subordinación por edad, la cual es aceptada con naturalidad por esta última. En efecto, ella soporta tranquilamente los continuos regaños de la empleada mayor. Más aun, había hecho planes telefónicos para tomar su día libre y pasarla con su enamorado, pero tan pronto se anunció la visita de la hija, fue conminada para quedarse en la casona, a lo que accedió sin mayor problema. De esta forma se refuerza la sensación de encierro, pero mostrado como algo normal, no como una imposición, sino como una consecuencia lógica: en esta apacible mansión el servicio doméstico es “cama adentro”, full time, y no es obligatorio el descanso dominical. Todos de acuerdo.
Como vemos, bajo el parsimonioso, rutinario y aburrido imperio de lo cotidiano se dibuja un encierro que, en buena cuenta, muestra un conjunto de relaciones sociales en torno al reforzamiento de roles sociales patriarcales pero asumidos e impuestos por las propias mujeres; las que, además, reproducen otras formas de subordinación. Al mismo tiempo, la película exhibe un sutil aunque persistente culto a la maternidad (de allí la presión, la exigencia y el cuidado extremo de la mujer-madre), que encubre la situación subordinada de la mujer en la familia y la sociedad bajo el manto de ese reconocimiento cotidiano y aparentemente exagerado pero que puede resultar sofocante (el encierro).
En tal sentido, la única presencia masculina es prácticamente la de un convidado de piedra. El esposo de la nieta (Giovanni Ciccia) apenas abre la boca para hacer un par de comentarios o para consolar a su joven esposa, que le confiesa casi llorando que no soporta la presión de su madre a causa del cuidado de la bebita (a diferencia de su progenitora y de la abuela, ella está aún en una etapa de aprendizaje de su rol). Pero el mejor momento del esposo es cuando se recuesta en la cama y se pone a leer tranquilamente un libro. Allí lo vemos como el señor de la casa, el que no se ocupa de labores manuales o domésticas (como las mujeres) sino intelectuales; además, el libro, la palabra impresa, es símbolo de poder sobre la oralidad que exhiben las dos trabajadoras del hogar, su suegra y hasta su propia esposa.
En consecuencia, tenemos un “matriarcado patriarcal” (para seguir en la misma lógica de “no pasa nada, porque sí pasan cosas” o de la “obra maestra fallida”), donde el varón ya no necesita ejercer el poder y se ha relegado a un rol de simple proveedor de semen y recursos materiales, mientras que son las mujeres las que toman las decisiones, reconociéndole sus privilegios al macho e imponiendo o reforzando los roles patriarcales sobre sí mismas. Así, pues, estas sencillas, superficiales y hasta banales escenas domésticas pueden resultar, al mismo tiempo, más complejas de lo que parecen a primera vista. Son situaciones donde no pasa nada, no obstante lo cual, en realidad, sí pasan cosas.
Había dicho también que en estas películas donde no pasa nada, podrían haber pasado cosas. Por ejemplo, es evidente que en Casadentro hay historias familiares que alimentan esas tensiones que afloran por allí desperdigadas en medio de esos diálogos tan sosos y convencionales. Posiblemente sean historias del pasado: hay hasta cuatro generaciones representadas en la familia y dos generaciones en el servicio doméstico. Es mucho tiempo, décadas de abúlica vida cotidiana aquí sintetizadas. ¿Cuántas cosas no habrán ocurrido en el pasado, en ese pasado en el que posiblemente tampoco ha pasado nada?
Es más, uno puede suponer que esta película está basada en recuerdos familiares de la realizadora Joanna Lombardi o incluso presente rasgos autobiográficos. No lo sé. El esfuerzo por poner en escena lo cotidiano y el ‘aquí no pasa nada’ está tan bien logrado, que termina por sepultar otros ámbitos de sentido que pudieron haber sido más sugeridos o explorados. O sea, falta un poco más de misterio, de indicios enigmáticos que vayan más allá de ese enfoque de género que he reseñado más arriba, hacia esos conflictos atrapados en ese encierro en las casas de familia.
Tal como, por ejemplo, lo describo en los siguientes versos de mi reciente poemario «La consagración de la casa» (y disculpen el auto cherry): “allí dentro los lazos rotos son más fuertes / que cualquier cemento, el soporte del hogar / es el mejor cobijo para no hablar-se / y acostar los cariños, dormitar / afectos, olvidar lo rápido que crecen / los niños…” (p. 48). O también: “así crecen también las cadenas hogareñas / nos atrapan de día, las arrastramos de noche / y lo entendemos tarde / cuando los barrotes confiables / la segura vigilancia / hacen imposible la huida” (p. 49). Cierto que estos versos no aplican del todo a la situación planteada en «Casadentro» (y hay que leer los poemas completos), pero intentan sugerir –con medios más bien prosaicos– vestigios de ese pasado que impregnamos allí donde vivimos.
A esta primera limitación añadiría lo que señalé en mi serie de artículos sobre el balance del 16 Festival de Lima. Es decir, el tratamiento teatral y la casi nula movilidad de la cámara que caracterizan esta película, si bien genera una rigidez apropiada para mostrar las relaciones sociales de una familia de clase alta, conservadora y tradicional, de todas maneras limita y empobrece la puesta en escena. Apoya muy bien los contenidos sociales, pero no los de ese “lenguaje misterioso” del que hablaba Robles Godoy y que es un recurso importante para sacarle el jugo a este tipo de propuesta estética. Por tanto, en este aspecto tampoco pasa nada.
Reitero, asimismo, las virtudes importantes en esta cinta, centradas en el buen trabajo actoral, sobre todo el de Élide Brero. Igualmente, cabe destacar la calidez lograda por un buen trabajo de fotografía e iluminación.
Por otro lado, es evidente que desde un punto de vista estético, la obra de Joanna Lombardi está en las antípodas de la de su padre, Francisco Lombardi. Sin embargo, comparte con él un aspecto relevante: como todas las cintas de su progenitor, Casadentro nos refiere un ámbito vital que se proyecta sobre la sociedad en que vivimos. Esta película muestra cómo, pese a los grandes avances logrados por la mujer en el ámbito laboral, casi no hay mayor cambio (léase, no pasa nada) en relación a los roles de género en el ámbito familiar o de pareja, hacia una mayor igualdad o equidad entre hombres y mujeres. No estamos, pues, ante una película elitista y centrada en un grupo de personajes inocuos, sino ante una obra en la que sí pasan cosas, como las descritas en esta nota. En ese sentido, los Lombardi, padre e hija, comparten esta vocación por hacer un cine que nos referencie al mundo.
En suma, Casadentro es un filme muy interesante dentro de su propuesta estética y hay que seguirle la pista a una realizadora con voz propia; aunque, después de lo discutido en esta crítica, quizás parezca que «no pasa nada».
Casadentro. Dir. Joanna Lombardi Pollarolo | 87 min. | Perú | 2012
Guión: Joanna Lombardi Pollarolo.
Intérpretes: Elide Brero, Delfina Paredes, Stephanie Orué, Grapa Paola, Annaliese Fiedler, Giovanni Ciccia.
Fotografía: Inti Briones.
Edición: Brian Jacobs.
Sonido: Rosa María Oliart.
Dirección de arte: Guillermo Palacios.
Estreno en Perú: 18 de octubre de 2012.
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