El martes 12 encontramos lo mejor del día en la sección Forum: Viola, del argentino Matías Piñeiro es una pequeña delicia, 65 minutos de enredos sentimentales ligeros de manifiesta inspiración teatral. Un grupo de mujeres jóvenes ensaya una obra que mezcla siete textos de William Shakespeare. Sus dudas emocionales se extienden fuera de la sala de teatro.
Piñeiro construye su indagación de la mente femenina a partir de varios encuentros casuales, permitiendo que su narrativa fluya con la misma naturalidad que en la comedia clásica. La estrategia recuerda, entre otras, a la empleada por el franco-tunecino Abdellatif Kechiche en su espléndida «La escurridiza» (2008): dejar que la fuente teatral que los personajes interpretan impregne la propia historia del film, adaptándola a la vida contemporánea y concluyendo que los problemas de los que hablaban los grandes autores siguen plenamente vigentes.
Con Paradise: Hope, el austriaco Ulrich Seidl cierra la trilogía que comenzó con Paradise: Love (que vimos en Cannes) y siguió con Paradise: Faith (presentada en Venecia). Como los otros dos episodios, «Hope» se centra en una figura femenina en plena confusión identitaria, esta vez una adolescente obesa que pasa su verano en un centro de adelgazamiento. En su primera parte, la película presenta las dinámicas del lugar y las inquietudes de sus protagonistas mediante un sentido del humor cargado de ironía pero sin caer en la parodia (como tantas otras veces hemos visto en el cine del autor austriaco). Encontramos incluso cierta compasión y empatía respecto a esta chica de 13 años que desea perder su virginidad pero sólo por el camino del amor verdadero. Sus hormonas se desatan cuando se enamora del médico del centro, un cincuentón atractivo y algo excéntrico que se comporta de manera ambigua. Por supuesto, el idilio es imposible y la segunda fase del film se concentra en la frustración y los consecuentes amagos de rebelión de la joven.
«Hope» es el reverso de Models (1997), documental en el que Seidl observaba a varias niñas que soñaban con convertirse en reinas de la pasarela. Esta vez, las protagonistas ni siquiera parecen excesivamente preocupadas con su sobrepeso. Si se encuentran allí es porque sus padres querían perderlas de vista durante unas semanas (una de las niñas cuenta que lleva varios veranos acudiendo al centro y, obviamente, su talla sigue disparada). La película indica que los adultos son mucho más torpes a la hora de gestionar sus afectos que los adolescentes. Seidl, artista de un cinismo exacerbado, profundamente desencantado con el ser humano y dotado de un talento único para plasmar el proceso de evaporación de los sueños, concluye su tríptico como lo empezó. La evolución de su protagonista se repite: el viaje a un lugar que debe paliar su infelicidad, la fugaz aparición de una esperanza por la vía del amor y, finalmente, la decepción ante la imposibilidad de alcanzar el cariño sincero del otro. Pese a la lucidez de su mirada, se detecta en el cine de Seidl un esquematismo que a estas alturas hace ciertamente previsibles sus películas.
Vic et Flo ont vu un ours, del canadiense Denis Côté, parte de una trama atractiva: la llegada de dos mujeres, Vic y Flo (ambas con un pasado de deudas con la justicia y con algún criminal), a un pueblo de Quebec para cuidar del tío de una de ellas, postrado en silla de ruedas y vislumbrando la muerte. Côté se sumerge, muy a su manera, en el suspense situado en el entorno rural, echando mano de algunas constantes del género: los nativos de esta localidad perdida observan con recelo a las forasteras (todavía más por la relación lésbica que mantienen), la felicidad inicial que les ofrece el solitario lugar se torna en tedio y, poco después, en puro terror por la visita de una mafiosa que años atrás tuvo un contencioso con Flo.
Lo que comienza como una comedia anémica de raigambre absolutamente personal, se torna en un oscuro thriller. Côté se pierde en este tránsito (sobre todo en la conclusión), introduciendo elementos que desvirtúan ligeramente los logros conseguidos por el camino. Visualmente, el film es, sin embargo, excelente. Côté demuestra que, además de construir personajes tan sólidos como originales, es uno de los cineastas que maneja de manera más expresiva el ruido de la imagen digital.
La película inútil de la jornada ha sido La religieuse, del francés Guillaume Nicloux. Inútil porque se limita a poner en escena, desde las estrategias más rancias, una obra clave de Diderot. Esta tragedia sobre una joven que se ve forzada a ingresar en un convento y cuya capacidad crítica para detectar el radicalismo del clero francés del momento le vale una avalancha de castigos y humillaciones por parte de las otras monjas, ya había sido adaptada (con mucho más acierto, por supuesto) por el gran Jacques Rivette.
A diferencia de éste, Nicloux se adhiere al academicismo más férreo en este trabajo que parece ejecutado con aburrimiento y que, por lo tanto, resulta soporífero. No se percibe la más mínima voluntad de aportar una visión personal o de tomar elementos de los clásicos para hablar de los conflictos del presente (como sí hace Marías Piñeiro con su fábula shakesperiana), simplemente seguir rutinariamente el guión marcado. «La religieuse» es todavía más vieja que aquellos filmes franceses anteriores a la Nouvelle Vague que los Godard, Truffaut y Rohmer atacaban sin compasión.
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