El reestreno en Lima de la icónica e influyente cinta de Martin Scorsese es pretexto para rescatar lo que comentó de ella en su momento la célebre e inquisitiva crítica de cine Pauline Kael (1919-2001). El artículo fue publicado en la revista The New Yorker, el 9 de febrero de 1976.
Trivia: Taxi Driver se estrenó en Lima en 1977. Ocupó el puesto 7 en el ránking de los mejores estrenos de aquel año de la revista «Hablemos de Cine». La versión para televisión que se vió en Perú (en las recordadas trasnoches de «Última Función» de Frecuencia Latina) tenía un aviso al final «advirtiendo» a los televidentes a no imitar la ambigua conducta de Travis.
Taxi Driver
Puede que Scorsese tenga una naturaleza expresionista; su infancia de asmático, postrado en la cama en un hogar siciliano-americano de Little Italy, hizo de él un adicto a las películas violentas y emocionantes que veía. Física e intelectualmente, es un demonio de la velocidad, un derviche. Incluso en Alicia ya no vive aquí, hallaba buenas razones para colocar momentos de frenesí, de vértigo. Pero Scorsese es también el más carnal de los realizadores -el movimiento le conduce al éxtasis- y este es un rasgo que no expresaba en Alicia.
Esta nueva película le brinda la ocasión de recurrir al uso expresionista de Nueva York, que le había sido negado para Malas calles, situada en Nueva York pero filmada en California del Sur, con un presupuesto ridículo y sólo siete días de rodaje en el mismo Nueva York. El expresionismo de Scorsese no tiene nada que ver con los decorados paroxísticos de los cineastas alemanes; rueda en exteriores, pero lleva la discordancia entre los elementos hasta su límite y el director de fotografía, Michael Chapman, otorga a la vida de las calles una textura chillona, sórdida y compleja.
Cuando Sport (Harvey Keitel), uno de los proxenetas, provoca a Travis, el rufián parece tener tanta prisa para pasar a la acción que no logra estarse quieto; el pataleo rítmico del chulo contrasta de un modo inquietante con la inmovilidad atónita de Travis. En una escena cono esa, Scorsese alcanza una calidad rayana al trance; toda la película está recorrida por el vértigo.
Su Nueva York encaja en la gran ciudad de las películas de cine negro que alimentaron su imaginación, pero en un estado de descomposición más avanzado. Este Nueva York es un enemigo voluptuoso. Los vapores de las calles se hacen fantasmagóricos; Sport, el rufián, le hace la corte a su puta infantil (Jodie Foster) y la envuelve en una danza hipnótica; los cines porno se convierten en cámaras funerarias; el atasco de la circulación es macabro. Y este infierno está en movimiento constante.
Se dice de algunos actores que son recipientes vacíos que se llenan de las interpretaciones que se les adjudican, pero no parece ser lo que aquí ocurre con Robert De Niro. Ha optado por el camino contrario. Ha utilizado el vacío que tiene en él, ha ido en busca de su propia anomia. Este tipo de zambullidas sólo era capaz de hacerlas Brando, y la interpretación de De Niro tiene algo de la intensidad de inmediata de la que Brando hacía gala en El último tango en París.
A su manera esta película también tiene un aura de erotismo. Prácticamente no hay sexo, pero la ausencia de sexo puede perturbar tanto como el sexo. Y eso es de lo que se trata: la ausencia de sexo, de la energía y de la emoción que se acumulan para liberarse en una erupción sangrienta. El hecho de que compartamos con Travis la sensación visceral de que es necesaria una explosión, y que esa misma explosión adquiera la categoría de consumación, hace de Taxi Driver una de las pocas películas de terror realmente modernas.
(Extraído de Martin Scorsese de Thomas Sotinel. Cahiers du cinemá. España, 2007, pág. 30).
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