Luego de Taxi Driver, otra obra maestra de Scorsese ha recalado en los reestrenos del UVK Larcomar: Toro Salvaje. Aquí, la extensa crítica que le dedicó el arquitecto Reynaldo Ledgard en la revista «Hablemos de Cine».
Trivia: La columna de El Búho del diario Trome evoca su estreno en 1981 en el cine Lido.
Toro salvaje (Raging bull, 1980) de Martin Scorsese
Toro Salvaje es una película en la que confluyen de modo particularmente ejemplar estas múltiples versiones del universo fílmico de Scorsese. En primer lugar es fácil constatar que estamos ante una película de género, se trata del arquetípico argumento del «ascenso y caída» de un personaje que surge de una condición desventajosa, inicia su escalada y llega a la cumbre, para después desmoronarse, casi siempre como producto de una descomposición personal debida al éxito y al tipo de recursos que debió utilizar para alcanzarlo. Este movimiento estructura la mayor parte de las películas del llamado «cine negro», y caracteriza también muchas películas de tipo biográfico, en las que el protagonista es un artista o un deportista.
A este último caso pertenece sin duda Toro Salvaje, y lo hace en forma tan rigurosa que si comparamos la película de Scorsese con, por ejemplo, El triunfador (Champion, 1949) de Mark Robson, notable pero sumamente típica expresión del cine «de estudio», que concilia el cine negro con la historia del ascenso y caída de un boxeador, comprobaremos la idéntica estructura que subyace a ambas: allí está la vida privada intercalándose con la vida deportiva del protagonista, la naturaleza impulsiva y violenta de éste, la rubia platinada que seduce al campeón, el hermano fiel, el archirrival con el que se suceden seguidos encuentros, la presencia de la mafia, etc. Y en ambos casos es la constitución personal del protagonista la que lo lleva al fracaso. Scorsese respeta pues el sentido configurador, estructurador, del cine de género.
Pero no es, por supuesto, la aparente literalidad de la adaptación a la tradición cinematográfica a la que pertenece lo que da su riqueza e impacto a esta obra maestra de Martin Scorsese, sino la forma en la que éste carga su película de una tensión que parece a punto de explotar la pantalla en cada momento. Esta tensión está lograda por un conjunto de elementos puestos en juego por el director, y va desde la observación detallada de modales y modos de hablar que delata la voluntad autobiográfica del realizador neoyorquino, a performances impresionantes por la forma en la que actores y personajes se encuentran fundidos en uno, todo esto inmerso en un deslumbrante despliegue estilístico.
Nuevamente Scorsese se ubica en el ambiente del cual proviene y que mejor conoce: el barrio italianizado de Nueva York. De allí proviene Jake La Motta, el «Toro del Bronx», un boxeador que ha merecido ese apelativo pues su estilo de pelear es siempre embestir, con el cuerpo agazapado y recibiendo todo el castigo que sea necesario hasta acercarse a su rival y derrotarlo con la contundencia de sus golpes. Esto hace que La Motta sea un boxeador siempre al borde de perder por puntos, a menos, claro, que logre noquear a su rival antes del final de la pelea, cosa que casi siempre logra con inusitada ferocidad. Esta tensión en su estilo de pelear se trasmite a todo el film, donde se nos muestra un personaje siempre al borde del desastre, siempre próximo a descontrolarse, y que prácticamente corteja su propia destrucción debido a sus irracionales celos, a la permanente desconfianza que siente aun de su propia familia y a su irrefrenable descontrol.
Las características excesivas de su protagonista y de la violenta historia que nos es narrada se adaptan muy bien al nervioso, exuberantemente expresivo y casi neurótico estilo cinematográfico de Scorsese. Como mencionábamos más arriba, al referirnos a su fascinación por el impacto emocional de la iconografía religiosa, estamos ante un cineasta que sacrifica la moderación y el clasicismo por la tentación romántica de expresarse con pasión y arbitrariedad, sin miedo a utilizar recursos estilísticos, como movimientos de cámara y montaje, en forma enfática y cargada de violencia. El cine de Scorsese diferencia con claridad la violencia física de la violencia emocional: si la primera está lograda por los actores, corresponde a la cámara y al montaje conseguir la segunda: ambas están presentes en Toro Salvaje y condicionan su tratamiento cinematográfico. Scorsese puede darnos un montaje muy rápido entre planos, y unos minutos después es capaz de contemplar una escena a cierta distancia y sin mover su cámara un milímetro; por momentos es el cineasta quien manipula directamente nuestras emociones y en otros la exagerada fijación de la cámara presiona al actor hasta que sus más leves gestos y vacilaciones se tornan tensos y expresivos. El montaje atiende a una lógica dramática que muchas veces prescinde del literal acatamiento a las convenciones del raccord, la continuidad espacial o temporal y el realismo. Incluso al interior de una escena observamos la alternancia de planos y contraplanos con tratamientos diferentes; unos se desarrollan a velocidad normal y con gran bullicio en tanto los otros son en silencio y en cámara lenta.
El sonido presenta un tratamiento igualmente estilizado y sumamente irreal, especialmente durante las peleas, en las que la cámara sube al ring y comparte la aturdida subjetividad de los boxeadores. De pronto, un plano de larga duración acompaña a Jake desde la salida del camerino a través de largos corredores, hasta salir al enorme coliseo rebosante de espectadores que gritan y aplauden, y luego al subir al ring y disponerse a pelear: la continuidad de la toma expresa bien el momento decisivo de subir a disputar el campeonato mundial, y Scorsese solo lo utiliza en esa escena. Esa sabiduría cinematográfica de saber hacer coincidir siempre el tratamiento formal con la particular emoción que se nos quiere trasmitir le dan a El Toro Salvaje su extraordinaria cualidad expresionista.
Los escenarios están también utilizados desde un punto de vista dramático, lográndose una cuidadosa y casi nostálgica recreación de época que utiliza con gran acierto la excelente fotografía en blanco y negro de Michael Chapman. Acá se puede mencionar un «exceso» estilístico más del cual Scorsese sale triunfante: aun siendo una película en blanco y negro hay en la parte central imágenes en color, filmadas con una cámara casera, que trasmiten bien el momento de ascenso y felicidad conyugal de La Motta. Lo notable de Scorsese resulta la forma en la que alterna la frenética energía que a cada instante se posesiona de su film, con momentos de lirismo. Gracias a su intuitivo y sensual sentido musical, Scorsese logra una alternancia rítmica que expresa lo que es la energía y el empuje, la pasión y el sufrimiento, la pura fuerza bruta coexistiendo con la ternura.
Hay en El Toro Salvaje una dirección de actores sobresaliente, con una gran atención al detalle, a los gestos y a las miradas, a la forma de moverse, y que transmiten un vívido sentido físico tanto en el erotismo con en la violencia y el dolor. Destacan particularmente, Kate Moriarty como Viki, la atractiva esposa que despertaba en La Motta descontrolados celos y posesividad, y Joe Pesci como su comprensivo y astuto aunque igualmente temperamental hermano. Pero creo que la película es tan exitosa porque como centro de gravedad de ésta tenemos a Robert De Niro, quien realiza una performance tan apasionada e intensa, cargada a la vez de ternura y de furia, de autenticidad y vitalismo, que resultaría imposible convertir la exuberancia estilística del film en simple virtuosismo formalista. En una impresionante secuencia en la que La Motta, tocando fondo en su despeñadero moral, desprovisto de todo autorespeto y dignidad, se da violentos cabezazos contra la pared de la celda en la que ha sido encerrado, éste se repite sin cesar: «No soy un animal, no soy tan malo, yo no soy ese tipo». Por primera vez se ve desde fuera de sí mismo. Después de esto será capaz de mirarse al espejo y reflexionar sobre su vida; la redención será finalmente alcanzada. La consistencia moral de la película solo alcanza a redondearse al terminar ésta, regresando al presente de Jake La Motta con el que el film se inicia.
Extraído de Hablemos de Cine N° 75. Lima, mayo de 1982. Págs. 86-88.
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