Hay que agradecer a Javier Corcuera el haber realizado este maravilloso documental que, a través de la música, nos muestra un país que raramente vemos en la televisión o escuchamos por la radio. En primer lugar, aquí no hay referencias a la «Marca Perú», ni promoción del turismo, ni menciones a la gastronomía peruana, ni parafernalia marketera; no aparece Machu Picchu y ni siquiera vemos andenes. Lo que en sí mismo no estaría mal, el problema es que esos sentidos e imágenes se están volviendo hegemónicos a costa de ocultar o invisibilizar otras expresiones culturales tan o más válidas que aquellas. Y esto es lo primero que se advierte al ver este documental.
En Sigo siendo se muestra el paisaje de la Sierra pero en toda su desolación. Yerma, pedregosa, agreste, inmensa. Cierto que se ven ruinas, pero de lugares que no deberían estar en ruinas, como la hacienda donde pasó su infancia José María Arguedas. Imagen que, junto a otras, nos van indicando no solo el abandono producto de los obstáculos geográficos, sino también la invisibilización de la cultura andina en la figura de uno de sus más ilustres representantes. Lo cual se extiende también a las abandonadas viviendas rurales de artistas como Máximo Damián o Andrés «Chimango» Lares, y –sobre todo– a las músicas que se presentan en este hermoso filme.
Por otro lado, se ven bellas caídas de agua o la colorida vestimenta de los danzantes de tijeras, pero –dada la sobria mirada de Corcuera– nunca llegan a caer en el pintoresquismo. Más bien, el documental muestra cómo la dureza de ese entorno rural encierra bellezas naturales y culturales (música, danza, vestuario). Tradiciones vivas y lugares que no están a la vista, sino que hay que buscarlos y saber encontrarlos en medio de esos no tan lejanos parajes serranos. No en vano siempre vemos a los principales artistas que nos conducen en este viaje musical (Damián y Andrés «Chimango») caminando, viajando, yendo y viniendo –en la ciudad, o entre la ciudad y el campo–, lo que sugiere un proceso (para ellos) de reencuentro, y (para muchos de nosotros) de descubrimiento.
Pero el uso del paisaje de la Sierra va más allá de la descripción de un difícil entorno natural, puesto que allí presenciamos los ritos de iniciación de una danzante de tijeras, su “bautizo” en el cerro y las músicas que necesariamente deben ofrecerse a este como permiso para realizar allí la ceremonia iniciática. De esta manera, la música recrea también sus orígenes. Según Nikolaus Harnoncourt, este arte –como lenguaje– siempre ha estado conectado con tres áreas de la vida: el ritual sagrado, la danza y la guerra; pero también con actividades económicas, como la música de caza (hija de la música de guerra) y la música para actividades agrícolas (siembra, cosecha, riego). En este filme la música aparece íntimamente conectada con rituales de danza, riego y caza sacralizados; con lo cual el uso del paisaje está justificado con la música y, a través de esta, con la puesta en escena del mito. Así, el documental no sólo explora las raíces de la cultura andina, sino que también se conecta con las manifestaciones culturales primigenias de la humanidad.
Esta sacralización de la naturaleza también está sugerida en el paisaje selvático, centrado en el río y en el canto (mediante una maravillosa canción al agua), pero también en el silencio que los rodea en medio del bosque amazónico. Esta es la única parte de la cinta en que Corcuera trabaja la fotografía para captar esa breve luz azulina que adquiere la llegada de la noche en la jungla, mientras se eleva la niebla alrededor del peque peque desde el que canta una nativa shipiba.
En contraste, tenemos el mundo urbano en el que desenvuelve la música criolla, con sus calles bulliciosas, pobladas de gente, de vendedores callejeros y de un constante trasiego de vehículos. La música florece en callejones del Rímac, al igual que en locales como el hoy desaparecido Bar Juanito o la peña Don Porfirio, ambos en Barranco. Espacios que nos muestran otras músicas, otros ritmos y otras voces, urbanos, más terrenales y muy distintos de los arriba mencionados.
Sin embargo, entre el mundo rural –andino o selvático– y la celebración urbana jaranera, tenemos un tercer espacio, intermedio, que antes llamaríamos “urbano-marginal” y que hoy forma parte de los conos de Lima. Al borde de los cerros precariamente urbanizados, subiendo y bajando, vemos transitar a «Chimango», quien da clases a su alumno, el cual toca en su violín una melodía andina, al pie de su vivienda, que fácilmente pasa como un mirador de la capital inmensa. Este es otro momento altamente significativo, que nos trae a la mente la migración andina a la capital pero también la pervivencia de esa cultura en el contexto citadino, gracias a la hermosa melodía que interpreta el muchacho.
Lo interesante es que «Chimango», en camino a la clase con su alumno, se detiene previamente en casa de Carlos Hayre, el músico criollo, para pedirle unas partituras con las que aleccionará a su pupilo. Estos contactos nos revelan cómo, pese a las fuertes diferencias culturales y estilísticas entre las obras de estos intérpretes, prima lo profesional. Y cómo, en la movida musical de estos circuitos marginados, hay conexiones insospechadas.
De hecho, antes hemos visto cómo Máximo Damián, camino a Puquio, se detiene en Carmen Alto, para participar en un homenaje a Amador Ballumbrosio, el desaparecido zapateador negro. Aquí se da una hibridación musical, en la que un grupo de zapateadores negros es acompañado por el violín de Máximo Damián, en una mezcla de ritmos afroperuanos y andinos realmente insólita, en una especie de romería-homenaje a la tumba de Amador. Nexos que representan más que una promesa de interculturalidad, lo que es otra característica relevante de la película.
Pero el principal protagonista, el corazón de este documental, es la música. Una música que “se vende sola”, tanto así que no solo acompaña testimonios o muestra su relación con la tierra, el bosque amazónico o el entorno urbano, sino que se expresa de manera completa; es decir, a lo largo del documental escuchamos y presenciamos casi siempre canciones completas de extraordinarios músicos peruanos. Cierto que hay testimonios, opiniones y situaciones que enfrentan los eximios intérpretes que intervienen en «Sigo siendo», pero esto no es el centro del filme. Lo que organiza los sentidos de la obra –el carácter “envolvente” del paisaje, la diversidad y variedad de géneros musicales, la exclusión socio cultural pero también los nexos interculturales– es la propia música.
Todas las piezas son en mayor o menor medida emotivas y los intérpretes conmovedores, ya sea por su trayectoria como por su juventud y frescura. La visita de Damián a Carmen Alto y su reencuentro con Raúl García Zárate y Jaime Guardia en Ayacucho son momentos inolvidables. Junto a ellos, Félix Casaverde y el ya mencionado Carlos Hayre, encabezan la serie de piezas criollas, mientras que Susana Baca tiene también una intervención. Ellos acompañan a destacadas cultoras de estas músicas como Rosa Guzmán, Victoria Villalobos o Sara Van. Al mismo tiempo, hay menciones y apariciones en audio de ilustres figuras de la música peruana, como Chabuca Granda, Yma Súmac y el emocionante canto de José María Arguedas.
La sucesión de melodías, conjuntos y danza parece inagotable en términos de creatividad y vitalidad; mientras que, intercalados, los testimonios de varios artistas y pasajes de su vida cotidiana nos revelan su relativa marginalidad, las precariedades materiales en las que trabajan y viven, y la exclusión de su arte de los grandes circuitos de consumo masivo; pese a la calidad indiscutible de su talento interpretativo y la riqueza de la música que ejecutan. Con esto llegamos a la última característica del filme: su autenticidad. No una autenticidad purista ni de corte antropológico, sino una mirada fiel a los contextos y circunstancias en que se producen los hechos artísticos, sin obviar a talentos que de desarrollan (o desarrollaron) con éxito en el extranjero, pero sin dejar de mostrar tampoco a quienes –como Andrés «Chimango»– deben laborar como heladeros para poder subsistir.
En los testimonios y en la puesta en escena de circunstancias y músicas, también hay un componente de reclamo y de afirmación. Y, por estos medios, una voluntad de empoderamiento, expresados en el hecho de que buena parte de la película está hablada en quechua y otra menor en shipibo (con subtítulos en castellano). Lo que enfatiza y evidencia la realidad sociolingüística de nuestro país, introduciendo elementos de la enorme riqueza y variedad cultural que poseemos.
«Sigo siendo» debería mostrarse en todas las escuelas y universidades de este país, distribuirse a todas las bibliotecas y videotecas existentes, venderse en ediciones de DVD y la banda musical en CD, originales. No digo que su escucha sea obligatoria, ya que –lo repito– por sí sola esta obra introduce y motiva al conocimiento y el cariño por el Perú. Pero a lo que sí obliga es a que el Estado y el sector privado promuevan la difusión y puesta en valor de estos y otros tesoros (y talentos) que tiene nuestro país para ofrecer al mundo.
Sigo siendo – Kachkaniraqmi
Documental, Perú/España, 2013, 120 minutos
Dirección: Javier Corcuera
Intérpretes: Amelia Panduro, César Calderón, Jaime Guardia, Máximo Damián, Raúl García Zárate, Andrés «Chimango» Lares, Duco, Magaly Solier, Carlos Hayre, Rosa Guzmán, José Izquierdo, Manuel Vásquez, Susana Baca, Laurita Pacheco, Sila Yllanes, Consuelo Jerí, Palomita, Chuspicha, Victoria Villalobos, familia Ballumbrosio. Guion: Javier Corcuera y Ana de Prada.
Dirección musical: Chano Díaz Límaco.
Sonido: Rosa María Oliart. Fotografía: Jordi Abusada.
Montaje: Fabiola Sialer.
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