«El cine piensa mejor que la filosofía, pero esto fue rápidamente olvidado.»
Jean–Luc Godard
Refundación del cine en el Perú: me encanta la idea. En mi historia personal del cine de mi país, dos películas me des–centraron, me desorientaron: me fascinaron –resituándome–. NO ENCAJABAN («¡son ovnis!»); ellas, a mi entender, inauguraron una nueva tradición –a la vez que rescataban, de manera diversa, otra tradición sumergida–: me refiero a Andún (2002), de Rodrigo Otero, y a Detrás del mar (2005), de Raúl Del Busto. Estas dos cintas reabrieron el juego (luego, seguirían otras más, que no harían sino fortalecer lo dicho aquí, me referiré a ellas en futuros artículos).
Modestas en sus medios y ambiciosas en sus propósitos; espiritualmente poderosas; desobedecían, saludables, desde su libertad insólita, el autoritarismo del canon más deprimente y más serpenteantemente ‘realista’: la dictadura de un modelo de hacer películas y de ‘entender’ el cine en el Perú. Se erguían, indiferentes y desafiantes, contra aquel aparente ‘territorio seguro’ de lo establecido (era un mundo donde lo innovador estaba proscrito). Altamente individuales, dialogaban con unas exigencias internas profundas (al observarlas uno notaba que ‘estaban hechas de otra tela’); sus discursos sondeaban con agudeza cuál era su lugar en el mundo, su identidad, incluso en sentido metafísico.
Descripción de otro cine, que sí sentía de verdad ‘mío’, y que no se avenía de manera alguna con la ‘imagen oficial’ del cine peruano. Pero es precisamente ahí, fruto de esa noble oposición, tan necesaria, y solitaria por aquel entonces, donde radica la dimensión de su triunfo, donde queda en evidencia la ruptura que su aparición significó: el sentido más alto de cine independiente. Una y otra vez, en la historia del arte, los denominados ‘marginales’, resultaron ser (*sorpresa*) centrales.
Desde el punto de vista del miedo tradicional a lo diferente, el cálculo mezquino, la ignorancia conveniente y calculada, la autolimitación mutiladora: los lugares comunes de la ideología dominante; resultaban nada menos que películas ‘suicidas’ cuando estaban en realidad llenas de vida, talento, valentía, radiante extrañeza. Obras de auténticos exploradores, de precursores; abrían un camino fresco en un paisaje de cadáveres.
El cine peruano era más Lombardi que Robles. Se trataba, ¿adivinan?, de un cine típicamente colonizado, impotente para experimentar voluptuosidad: con lo nuevo, lo radical, la vanguardia, la crítica de percepciones y de mitos habituales, además de todo lo intransferiblemente individual implicado en la palabra arte. Un cine impedido de explorar deliciosas zonas desconocidas, de intentar empezar a remontar poseído siquiera por un rayito de curiosidad la superficie del lugar común opresor, de la comodidad indigna de lo gastado, de lo harto sabido, de la mentira tibia y facilona que no refleja ni penetra complejidades, densas, palpitantes –lo que somos–.
El cine moderno, para ellos, era… ¿qué era? (como para gran parte de la comunidad cinematográfica peruana), era: nada, no existía. Su, digamos, preocupación social, solía, casi siempre, ser su excusa para la medianía, un amasijo indigesto, rendido al dios cliché: muestrario triste de anzuelos populistas, que ya no picaban sino ‘peces–bolsillo’ sistemáticamente decepcionados y burlados. ¡Oh, el cine peruano! Cine burgués, sí; retrógrada, sin duda; acomodaticio, cómo no; la derecha, en cine. Incluso pretendiéndose progre. Si el trato con un cine de mayor riesgo, artísticamente digno, ocupaba por ventura un lugar en sus cabezas, este hecho resultaba por completo indetectable en sus películas.
En contraste, la herencia, estética y moral de un cineasta peruano (menospreciado por el stablishment), Armando Robles Godoy, un espíritu afín, un ejemplo, y un modelo, había regresado (me hubiera gustado decírselo) con las nuevas películas independientes: y esta vez para quedarse. Así como el cine más inteligente de otras partes –que viva la cultura libre–, venía en nuestra ayuda.
El espacio entre las cosas, segundo largometraje de Raúl Del Busto, que es no menos sorprendente, aunque bastante diferente del primero (Detrás del mar), hace que paladee con renovado placer estas ideas, casi todas defendidas en variados escenarios a lo largo de los últimos años. Si las formulo ahora, es solo porque están más vivas que nunca, y porque resultaron ser cada vez más ciertas. Hay en mí, una sensación muy fuerte, que me hace imaginar espectadores que al entrar por primera vez en contacto con una propuesta tan naturalmente radical como la que comento, se digan a sí mismos, con admiración, con fascinación, con asombro: ¡El espacio entre las cosas es una película peruana! Esta afirmación, que rápidamente parecería tan obvia, no lo es tanto, si se fijan. Ya que las características que presenta la nueva película de Raúl Del Busto redefinen el cine que se hace en nuestro país. Su regreso, con un segundo largo tras ocho años (y el primero que estrena en salas comerciales) resulta ser un acontecimiento en la historia del cine peruano, que de ningún modo debe pasar desapercibido. Visibiliza aún más (al acceder a la posibilidad de mayores audiencias) un hecho de lo más alentador: hay en el Perú un puñado de seres heroicos y curiosos que cree que el cine es un arte, y que se ha alimentado y asimilado mejores referentes que generaciones anteriores, y que se toman su vocación en serio, actuando en consecuencia (superando infelicidades financieras, a pesar de las felicidades que nos ha dado el digital a todos).
El espacio entre las cosas se propone como una película de código abierto a algo que teóricamente me parece muy sencillo pero que sonará exótico y hasta excéntrico o estimulante y cautivante y digno de probar, para muchos: una aventura pensada para los sentidos, una organización audiovisual de instrucciones eminentemente sensoriales, como una experiencia que confía en la esencia del cine: lo inmediato de la imagen, y su maravillosa multivalencia; y se juega a fondo por ella, entendiendo, mejor aún, sintiendo, que está siempre antes y por encima y es más rica que la operación intelectual, como si quisiera decirnos que la primera es más vasta y más plena (llámese intuición, percepción global o visión de conjunto), y que si la segunda completa sin duda a la primera, no debe invadir o usurpar su lugar. El cine es justamente una imagen, y otra, y otra, el cine es más que una historia contada con imágenes (¿ilustrando la idea con figuritas?); el cine es no exactamente teatro y no es exactamente literatura, aunque pueda comérselos –mejor que ser comido por ellos–.
Instrucción máxima: sentir, no pensar (la película tiene un encantador intro al respecto); la imagen como ‘viaje’ (trip, intriga, misterio), como lo más poderoso y lo determinante, y no, o no tanto, la historia; la concreción de la imagen siempre es insuperable, más bien que la abstracción que elude el saborear `total’ del mundo como cuerpo, como presencia, como carne: como energía pura o espíritu.
Y aunque estemos a lo largo de grandes pasajes de la película acompañados por la voz ‘monóloga’ que narra, que es como un diario de notas para una película, recitado y susurrado, una voz proveniente de un cuerpo que se evade, una voz que es como una especie de zumbido, semi sonámbulo, una ‘corriente’ de la conciencia (una voz bastante ingeniosa, inteligente y entretenida, por lo demás), más allá de ese hecho, es en el seno, en el corazón, en el sexo de la imagen; ya sea de algunas totalmente cotidianas (o eso es lo que parece), como de otras, cargadas con una belleza casi inefable, que puede estremecernos, donde se teje esa restitución de las sensaciones primeras de la conciencia, notoriamente refractarias a nuestras más queridas reducciones intelectuales.
Creo, entonces, no encontrarme ante una película especialmente ‘difícil’ sino más bien ante una película elemental, muy pura, en el sentido de dejar, sencillamente, hablar a las imágenes, a las texturas, a los colores, a los movimientos, detenciones, reanudaciones, así como deja hablar a las palabras, a los sonidos, a la música, a los silencios, a la escala de planos, a la multiplicidad del yo, al lirismo y al documento, a las líneas narrativas de trayectorias impredecibles… hace todo eso en directo contraste y oposición a un cine ‘pre’; previsto, premasticado, prefabricado, predigerido, en suma, preprogramado; máquina aplanadora de contar historias, ‘arma de propaganda’ directamente dependiente de una lógica industrial que es también ideológica, de fabricación en serie (¿de anulación en serie?), de consumo en la epidermis más automatizada del ser, al contrario de un cine que se intriga y se maravilla con el funcionamiento de la mente (de sus explosiones de luz a sus abismos de sombra), que trata de ver la mente en acción (o inacción) y que se sumerge ahí de lleno; por eso la metaficción, la autoconciencia, la cita filosófica, el fraseo poético, las ondulaciones oníricas, el sabor lisérgico; como lo surrealista, lo hipnótico, lo chamánico y hasta lo ‘epiléptico’, en sus imágenes, en su narración y personajes.
El espacio entre las cosas es una película que no tiene miedo de ser moderna, que cita lo que le apetece, que segura de lo que es, no problematiza el ser cosmopolita, multicultural, de fluida movilidad geográfica; nómade (Deleuze diría que no hay desterritorialización sin que al mismo tiempo se dé un esfuerzo para reterritorializarse en otro lugar, en otra cosa). No cifra la cuestión de su identidad en el temor de no ser claramente ‘identificable’ como peruana, esto es importante (terrible temor que acompleja al grueso pasado de nuestro cine, ¿si no, por qué disfrazar su fantásticamente aterrador vacío de costumbrismo, de pintoresquismo, de palabritas vulgares y de ‘perfos’ lobotómicas de viveza criolla?). Mi patria es mi búsqueda, ‘y de preferencia en otra parte, o de otra forma, y a mi manera’ podría uno bien decir.
La película no tiene miedo de afirmar, o no se esfuerza en negar, que es una película: que ella es su propio territorio; diciendo más o menos: ‘soy yo haciendo una película’ o ‘mi película trata de que quiero hacer una película, más bien varias’. Si hacer una película es en algún misterioso punto tanto como crear un ser, esto resulta infinitamente más interesante que el escapismo habitual, muy ‘realista’, de esconderse tras una historia, simulando, real y/o simbólicamente que ella sea ‘la realidad’ y que se cuenta sola. Pero la película no es nunca la realidad, la realidad es que siempre se trata de una película. ¿Y cuál es la realidad de una película? Incluso al tratar de sí misma es más real. No confundir ‘realidad’ con modelo que la ideología quiere y promueve que tomemos por real. Necesitamos más películas que empiecen a dar la cara seriamente a estas cuestiones y que dialoguen en otros niveles más ricos…
El espacio entre las cosas no tiene miedo de valorar y de ‘jugar’ con la imagen en cuanto imagen; la imagen, lo repito, es algo en sí, no un mero vehículo, un medio ‘más’ o ‘la línea entre dos puntos’ que sirva para contar una historia (el cine visto como carro o autopista para que circulen las historias sin preocuparse por investigar qué puede ser o qué significa la imagen, además de qué puede ser o qué significa la historia). Hay por cierto múltiples relatos dentro de la película pero El espacio entre las cosas se define fundamentalmente en este aspecto como interacción de imágenes y sonidos, que no tiene miedo de intentar acercarse a la esencia del cine. Una película sobre el poder de la imagen.
Finalmente deseo decir que El espacio entre las cosas es una película que no tiene miedo de ser una búsqueda espiritual. Una película sobre la iluminación.
Post data: Casi olvido el tema de otro tabú del cine: que no debe ser demasiado personal (o lo menos personal posible, o al menos, solo un poquito personal, pero mejor no tanto) si lo que quieres es conectar con el público. El cineasta como cable eléctrico. O como repartidor o traficante de imágenes simplificadas de lo que somos. ¡Porque vendes un producto!
– Ah, el público consumidor. Consumidor, básicamente, es ser engañado–.
¿Y el cine íntimo y personal, ese que nos habla desde un lugar propio, particular, insustituible, irreductible, sagrado? Porque ¿no es eso el arte; la expresión más libre de una personalidad única? O, en una palabra, mi pregunta es: ¿y la dignidad humana? ¿Y el deseo de un cine que cambie conciencias, que cambie la vida?
Un cine basado en otras premisas, en otra ética personal. Eso es lo que necesitamos. El espacio entre las cosas satisface estos requerimientos.
La revolución del cine peruano, del más valioso, continúa.
Un último apunte: un buen amigo mío observa que me pongo muy duro con el cine más terrícola… Le respondí que fácil termino filmando comedias… Como quiero que quede claro que soy democrático y pluralista, diré lo mismo que Bowie cuando le preguntaron por Britney: «tiene derecho a existir». De la misma manera que nosotros, quienes inquirimos por la esencia y naturaleza de este arte y lo mejor que será capaz de dar.
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