El pasado domingo, luego de un día agotador dedicado a escribir, fui a ver esta película. En parte, por sugerencia de Laslo Rojas y, de otro lado, por una cierta afinidad nominativa con el apellido de su director, Raúl del Busto, a quien no conozco.
Aunque estaba preparado para ver una cinta aburrida donde “no pasa nada”, me encontré con una grata sorpresa: una obra de arte. Una cinta que explora el cine como lenguaje, es decir, la combinación de imagen y sonido en movimiento en sí mismos, antes que proporcionar elementos narrativos que te enganchen a un relato. Aquí el gancho es otro, tiene que ver con una forma específica de aprender a sentir emociones. No en vano lo primero que se nos advierte en el filme es: no trates de entender esto, sino de sentirlo.
En esa línea, lo que me gustó en esta cinta es el contrapunto entre las imágenes y la banda sonora, y dentro de esta última de una voz en off que dice, pausadamente, en primera persona, un texto que combina descripciones, situaciones (algunas se verán más adelante del momento de su enunciación) y poesía. En realidad toda la película es poesía pura, compuesta de episodios propios de los sueños pero también de un viaje vital por varias ciudades y lugares reconocibles, el cual también es anunciado al comienzo del filme; aunque luego veremos que es un viaje personal e introspectivo.
Las imágenes muestran una tendencia a los contrapicados sobre el firmamento, las copas de los árboles, los postes de luz en la noche, acompañados por efectos fotográficos de estrella, contraluces y tomas iridiscentes de un oscuro río amazónico. A ello deben sumarse tomas aberrantes, otras con la cámara fija y planos con cámara en mano. Además, hay travellings desde el interior de vehículos en movimiento: aviones, vagones del metro, balsas; sugiriendo una sucesión de tránsito y parada, de velocidad e (in)quietud.
De otro lado, buena parte de las tomas ha sido sometida a efectos tales como desenfoques y otros que tienden hacia la difuminación. Particularmente interesante son las tomas en que la imagen flamea levemente, como flotando en el ecran (en realidad, en nuestra propia mente, en nuestra alma), lo que encaja con ese cielo –a veces claro, otras nocturno, pero casi siempre gris– y esas arboledas que se agitan por el viento. Así también, destacan las transiciones creadas por ágiles movimientos de cámara que parecen sustraer velozmente las imágenes de una secuencia para dar paso a otra. Todo ello envuelto por una cierta tendencia general hacia los tonos opacos y la penumbra.
Cuestión aparte son las locaciones. Se trata de espacios y lugares marginales, en los bordes del mundo urbano o en alejados espacios rurales. Panorámicas de la selva lluviosa y lugares agrestes, un perro que vagabundea alrededor de un charco de barro en medio de la jungla, planos generales de techos, tránsito en calles urbano marginales, exploración de una azotea cercana al manicomio de Lima, ¡hasta el estacionamiento del Jockey Plaza! (uno de los principales malls de la capital peruana, irreconocible salvo por un aviso que se cuela fugazmente).
Adicionalmente, tenemos lugares de tránsito: el aeropuerto y un parque de diversiones –lleno de gente y explorado en diversos detalles– en la misma capital mexicana, el metro, el asfalto de calles diversas donde nuestra vista se fija y pierde. Desolación, vacío, abandono. Y algunas imágenes que configuran un efecto cuasi hipnótico (¡esa veleta armada con una mitad de botella de plástico que gira y gira con el viento nocturno, como las memorables veleta o el poste descritos en el Viaje de Invierno de Schubert!), que nos mantienen pegados al filme incluso cuando pareciera que nos vamos a desvanecer –nosotros también– en el sueño.
Nada de esto es gratuito, sino que va sugiriendo lo mismo que explícitamente nos advirtió la voz en off al inicio: un viaje, pero un viaje interior y el transitar por el mundo como una transición hacia el propio Yo. El talento de Del Busto está en el buen ritmo que consigue para combinar las situaciones de tránsito con las detenciones para explorar sus locaciones. Pero lo más admirable es cómo logra convertir estos lugares tan disímiles en un espacio personal, coherente y homogéneo, merced al trabajo visual: encuadres, angulaciones y movimientos de cámara, fotografía e iluminación, efectos. Aclaro que el realizador no busca para nada el efectismo, ni el escándalo, ni presenta imágenes grotescas o chocantes; sino que consigue la puesta en escena de obsesiones visuales que anidan en su mente pero que son también una invitación para ingresar en la nuestra.
Tan importante como el trabajo con las imágenes lo constituye la banda sonora de El espacio entre las cosas. La música, variada, de un rock más o menos estilizado, se combina muchas veces con los ruidos, al mismo tiempo que los ruidos solos constituyen una tercera dimensión de sentido que sostiene las sensaciones producidas por su unión con las imágenes. Mientras los procedimientos del trabajo de cámara y la fotografía van “vaciando” nuestras mentes, los contenidos de tales imágenes y los ruidos van poblándola.
Nuevamente, viaje, tránsito, transición. ¡Y cuánto ayuda la música a suavizar esos procesos, a retenernos en la consciencia mientras surge –en aproximaciones sucesivas– el umbral del subconsciente! Pero es la voz en off el hilo que nos mantiene en la vigilia, incluso cuando los párpados han caído y el bostezo aflora por momentos. Una voz que impide que los conatos de frenesí en la imagen lleguen al delirio. Queremos seguir oyéndola en su buen balance entre lo enfático y lo relajado, entre los trazos narrativos sobre el foso de lo poético, en ese momento de ensoñación que se mantiene sin que lleguemos a caer –aunque podríamos– en brazos de Morfeo.
Ese equilibrio de la voz en off marca el tono general de la película. Si bien las imágenes pueden parecer algo sombrías, la banda sonora compensa un poco lo que de otra manera podría resultar deprimente o angustiante. La música en general es más animada –fresca, ligera, aunque no siempre– y logra que esta semi road movie discurra más placenteramente, mientras que los ruidos la dirigen hacia un ámbito misterioso y enigmático.
De esta forma también se evita un desborde de intensidad emocional y más bien se enfatiza el asombro de un gradual descubrimiento que va más allá del filme, y de rebote, hacia nosotros mismos. La voz del narrador en primera persona es narrativa e inquisitiva a la vez, e incluso es descriptiva pero nunca redundante con la imagen, sino anticipando algunas situaciones. Sobre todo refuerza la intención exploratoria a la que invita el tratamiento de las imágenes, tanto en las escenas de tránsito como en las de detención. No estamos, pues, ante una película lúgubre ni tampoco expresionista, sino ante un filme de mirada más reposada, quizás resignada y, en cierto sentido, cada vez más sabia. El viaje describe un aprendizaje de sentimientos pero en clave de auto evaluación psicológica, de terapéutica profunda a través del arte.
Pasemos ahora al texto, ya que en esta película no hay propiamente acción dramática, aunque sí algunas situaciones explícitas (documentales, testimoniales) y otras sugeridas (la mayoría). Entre las primeras tenemos que la voz en off se identifica desde el inicio como un detective epiléptico que, a la vez, prepara materiales para la realización de un largometraje; sugiriendo que lo que veremos en el filme es una recopilación de esos materiales. Esto podría ser una presentación irónica del oficio de un cineasta y una justificación de la sucesión aparentemente arbitraria de escenas que vemos a lo largo del filme. (Aparentemente, porque sabemos que hay lógicas de construcción de sentido anudadas en el plano del lenguaje y no en una casi inexistente estructura dramática.)
Entre esas escenas hay una situación amorosa poco clara, que da pie a una bella escena submarina (la chica en piyama bajo el agua, onírica a más no poder), una secuencia dedicada a un japonés que se quedó a vivir 100 días en el aeropuerto de Ciudad de México (grabado casi siempre como si fuera cámara oculta), el testimonio y canto de un viejo okinawense, el canto y danza de un grupo de nativas amazónicas. Y no sigo, porque no me acuerdo y tampoco importa, ya que –como nos lo han dicho desde el comienzo– no se trata de entender sino de asomarnos más allá de la frontera de lo consciente. Lo narrativo aquí ha sido quebrado, disuelto y fagocitado –cual pacman cinematográfico– por el peso del lenguaje audiovisual del director. Y junto a estos débiles jirones narrativos que han sobrevivido hay un discurso poético que forma parte de ese equipaje que llevamos en la gradual exploración a lo largo de ese viaje, de esos tránsito y transición introspectivos que describimos antes.
Hace un par de años –lo recuerdo nítidamente– discutía con un amigo documentalista cómo podría filmarse un texto poético, por ejemplo, en base a algunos de mis propios poemas. Digamos que nunca llegué a avanzar más allá de pensar imágenes para unos pocos versos. Y ahora veo ante mí una película que lo ha logrado con creces, como un contrapunto a tres voces: imagen, banda sonora y textos en off. Cada uno de estos ámbitos ha sido trabajado para dar soporte al otro hasta configurar un proceso de construcción de sentido coherente y personal; pero, al mismo tiempo, “abierto” a otras exploraciones por parte del público. Aquí el texto poético se intercala, convive y se contrasta con las alusiones narrativas y testimoniales; pero también con las numerosas escenas que –mediante un trabajo de conversión en el plano del lenguaje audiovisual– exploran un espacio interior como si fuera el mundo exterior. (De paso, compruebo toda la chamba que implica haber conseguido esta compleja “traducción” cinematográfica de lo poético.)
¿Y qué significa, en este contexto, “el espacio entre las cosas”? El cine narrativo tiende a aferrarse a las “cosas”, a las acciones, la voluntad, los obstáculos, el conflicto y –en esos términos– lo tangible. Esta película se sitúa al margen de esas “cosas” y se aboca a esos “espacios” marginales, transitorios, lugares a los que generalmente no prestamos atención, pero donde uno puede perderse y encontrarse, en la soledad o en la multitud, en la lejanía geográfica y en lo más remoto de la conciencia. Esta película nos lo muestra en su fugacidad, en su estar quieto, en su exploración (también, por momentos) del aburrimiento y en su fluir hacia el inconsciente. La forma que tiene el director de construir este proceso es lo que Robles Godoy llamaría “el lenguaje misterioso”. Lo extraño, lo distante, lo que está “al otro lado del espejo”, pero dentro de nosotros mismos, eso es lo que intenta Del Busto que experimentemos mientras vemos su película.
Quisiera concluir señalando que pese a sus inocultables cualidades estéticas no toda la película fluye al mismo nivel. Algunas secuencias, como la que trascurre en la Selva, no llegan a tener el mismo impacto que las escenas urbanas, pese a algunos momentos notables; quizás porque en el área rural no hay la variedad de elementos disímiles que pueden convivir en espacios citadinos. Pero el punto débil es una muy breve y única aparición de otra voz en off, femenina, que a manera de “explicación” de toda la obra nos invita a la “disolución”; una afirmación tan explícita, que resulta redundante. De esta manera, la cinta pierde algo de esa gran riqueza de sentido que los numerosos momentos de sugerencia poética han conseguido. Sería injusto, sin embargo, negar la calidad artística de este filme, su audacia, su homogeneidad estilística, su pizca de buena onda psi y juvenil, y su valor cultural como ejemplo de cómo se puede reproducir lo poético en el arte cinematográfico.
También sería injusto dejar de reconocer el coraje de los jurados del Ministerio de Cultura que en su momento premiaron al proyecto de este joven realizador, apostando por la renovación creativa en la cinematografía nacional. Igualmente, este es un ejemplo de cómo las ayudas estatales pueden coadyuvar al desarrollo de una industria cinematográfica que incluya todo tipo de obras, estilos y géneros; así como apoyar tanto a proyectos de realizadores consagrados como de nuevos valores. Ojalá en el futuro inmediato tengamos jurados que apuesten no solo a propuestas “seguras” sino que también fomenten películas rompedoras y creativas que abran o transiten nuevas rutas para el desarrollo del lenguaje audiovisual.
El espacio entre las cosas
Perú, 2013, 90 min.
Dirección: Raúl del Busto
Interpretación: Ryowa Uehara, Ricardo Sandi, Natalia Pena, Ezequiel Malpartida, Fernando Escribens, Cyntia Inamine, Juan Daniel F. Molero, Fernando Vílchez, Iván Tejeda.
Estreno en Lima: 19 de setiembre del 2013.
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