El festival de Berlín comenzó ayer su 64 edición con la particular energía del cine de Wes Anderson. Su nuevo filme, The Grand Budapest Hotel, es otra brillante muestra de su estilo exuberante e imaginativo. El proyecto supera en ambición a su anterior trabajo, Moonrise Kingdom. Si aquella era una obra melancólica e incluso íntima (al menos para lo que nos tiene acostumbrados Anderson), en esta ocasión las dimensiones se amplían, los personajes se multiplican, las historias se reproducen sin parar.
Todo comienza en 1986. Un famoso escritor interpretado por Jude Law visita un hotel perdido entre las montañas de la imaginaria República de Zubrowka, al este de Europa. Allí conoce al propietario del edificio, un hombre de pasado apasionante que siempre estuvo ligado al hotel. Mediante un flashback que prácticamente abarca el resto del metraje, nos situamos en los años treinta. La trama se centra en Gustave, antiguo conserje del hotel, encarnado por Ralph Fiennes, que tras heredar un valioso cuadro de la que fue su amante (Tilda Swinton), será perseguido por el hijo de ésta y por su brutal sicario (Adrien Brody y Willem Dafoe, respectivamente).
Anderson entra de lleno en el territorio de la comedia de aventuras clásica, desarrollando un dispositivo visual y narrativo que, como en anteriores ocasiones, recuerda al mejor Michael Powell. El director ha afirmado que su deseo era homenajear al cine de los años treinta (identificó a Ernst Lubitsch, Rouben Mamoulian y Edmund Goulding como referencias clave) y también a la literatura del autor vienés Stefan Zweig. The Grand Budapest Hotel es una película sobre el arte de contar historias. En este sentido, Anderson demuestra ser uno de los realizadores con mayor talento para manejar narrativas desbordantes.
Entre los títulos que pudimos ver hoy en la competencia oficial, destaca sin duda la británica ‘71, dirigida por Yann Demange, una aproximación lúcida y descarnada al conflicto de Irlanda del Norte. Un soldado inglés es enviado a Belfast en 1971 para colaborar con los protestantes y luchar contra los terroristas del IRA. El filme se concentra en apenas 12 horas de la vida del joven soldado, un tiempo reducido pero que difícilmente podría ser más intenso. Demange logra transmitir la ebullición de las calles de Belfast en uno de los períodos más violentos del conflicto, y lo hace sin tomar partido por ningún bando.
En realidad, todos ellos (ejército británico, paramilitares católicos y protestantes) quedan retratados como animales condenados a un incendio que cada uno parece avivar con cada acto. En su estética se funden el realismo inglés de los setenta con un tratamiento extremadamente dinámico del montaje que recuerda a la Kathryn Bigelow de Zero Dark Thirty. Es cierto que hay algunas concesiones melodramáticas (sobre todo en el inicio y el final) prescindibles, pero aún así ’71 puede considerarse una notable contribución al cine sobre el conflicto norirlandés.
La primera de las numerosas películas alemanas seleccionadas este año fue Jack, del suizo Edward Berger. Desde el inicio vemos al protagonista, un niño de apenas diez años, tomando las riendas de su vida y haciéndose cargo de su hermano pequeño. No tienen padre pero sí una madre joven (quizás demasiado), aunque su presencia es intermitente, casi fantasmal. Ella sostiene la economía familiar y en su tiempo libre disfruta de relaciones sexuales ocasionales, por lo general en su propia casa, hecho que altera la existencia de sus hijos.
La situación es insostenible. Jack ingresa en un centro para menores (donde sufre el acoso de un adolescente problemático) con la promesa de volver junto a su familia en vacaciones. Llegado el momento, su madre no acude a recogerle. Jack huye de la institución, pero se encuentra con que nadie le espera. Las puertas de su casa están cerradas. Su madre está en paradero desconocido, dejando a sus hijos a la deriva. Es entonces cuando la película encuentra su verdadero camino: dos niños vagando por el Berlín resplandeciente del verano, buscando a su madre sin apenas descanso. Niños obligados a comportarse como adultos por culpa de unos adultos que no saben asumir las responsabilidades de la edad.
Berger no deja que su historia se distraiga en ningún momento. Podríamos hablar de un guión excesivamente armado al que le falta libertad. Uno piensa en lo potente que hubiese sido esta película si la hubiesen firmado los hermanos Dardenne o, más todavía, Maurice Pialat. Suponemos que mucho más potente y genuina.
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