12 años de esclavitud (12 Years a Slave) ha tenido la fortuna que no tuvieron Amistad, El color púrpura y Lincoln de Spielberg, y Django sin cadenas de Tarantino, entre otras cintas dedicadas al periodo de mayor legalismo y brutalidad, por su pretensión de ser natural, establecido y formal, de la discriminación en Estados Unidos, el esclavismo cotidiano, heredable, comercial: ganar el Oscar a la Mejor Película y atraer las miradas de millones de espectadores en todo el mundo, pese a llevarse sólo un par de estatuillas más (actriz de reparto y guión adaptado).
El realizador Steve McQueen (Hunger, Shame) emprende un relato de largo aliento, que dura 134 minutos no del todo sostenibles y abarca el tiempo expresado en el título, alrededor de la experiencia de Solomon Northup (muy correcto Chiwetel Ejiofor), un afronorteamericano nacido libre, residente en New York, dotado de talento musical y buena educación, que es víctima de un secuestro y puesto en cautiverio en ciudades del Sur como New Orleans, Louisiana.
La clave de la cinta es el mundo escindido: íntimo y colectivo, personal y nacional, dependiente de buenas o malas intenciones y objetos o documentos tangibles, trucados o eliminados, como la carta incinerada o el violín destrozado, que incluso alcanza al terrateniente algo compasivo William Ford (Benedict Cumberbatch), distante de la crueldad de Edwin Epps (Michael Fassbender) pero finalmente preso de las torcidas convenciones de su sociedad y del rol que ocupa en ella.
El guión del polifacético John Ridley ubica a Northup como un personaje de involuntaria doble identidad, que proviene, en terrible comparación, de un origen privilegiado perdido súbitamente, en un país de jerarquías deshumanizantes, que debe ocultar o minimizar sus virtudes para pasar desapercibido como Platt, un supuesto esclavo fugitivo de Georgia, ganarse la simpatía de sus captores y así tener algunas posibilidades más de sobrevivir (tan así que al poco tiempo de reclusión Solomon y dos compañeros descartan rápidamente un intento de evasión que involucrara al grupo completo porque el resto estaba integrado por negros que siempre fueron esclavos y ya no tenían energía para luchar).
Pero a veces algunas personas que sufren el encierro junto con él saben quién es y surgen discusiones que pueden ser más lacerantes que los enfrentamientos que también ocasionalmente sostiene con los psicopáticos explotadores de turno. Es decir, como los presos de los campos de concentración nazis de casi un siglo después, expuestos en cintas sobre la Segunda Guerra Mundial que se producen con mucha más frecuencia que las de la esclavitud en Estados Unidos, Solomon es un sujeto que se adapta a la atrocidad para mantenerse vivo y opera a duras penas dentro del sistema que lo ha atrapado sin dejarle vías de escapatoria, imponiendo una línea imaginaria, pero terriblemente concreta, que divide el territorio estadounidense en zonas algo más seguras y cohabitables y regiones de peligro mortal y horror legalizado.
McQueen opta por una puesta en escena generalmente clásica, de la cual se sustrae en algunas escenas enfáticas y estetizantes que no siempre ayudan, como la tortura que sufre Patsey (la ganadora del Oscar Lupita Nyong’o), con chorros de sangre que son expelidos del cuerpo y heridas que convierten la piel en una materia resiliente, o el castigo a Solomon que lo muestra en un interminable plano al borde de la asfixia y delante de compañeros esclavos que no reaccionan a pesar de la ausencia de los celadores.
Es la mirada pesimista y amarga del realizador, que no deja de subrayar que en el cautiverio no se gesta cohesión grupal ni liderazgo sublevante del protagonista ni mucho menos plan de fuga a largo plazo. Es la desesperanzada sobrevivencia mínima del día a día que ha horadado hasta los instintos más primarios, tan dolorosamente vigente en el mundo siglo y medio más tarde en otros espantosos contextos, como parece recordarnos Ejiofor –quien precisamente debutara en el cine en Amistad– cuando lanza una mirada seca y cuestionadora a la cámara.
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