He visto el miedo, la belleza, el día hacerse noche y lo diáfano en la oscuridad, he visto el amor y la violencia reverberar a la vez. He visto desdoblarse al tiempo como en un cristal.
Cuando resuena la fuerza de la naturaleza se entiende la fragilidad de su existencia.
He visto el horror de la cultura.
Un grupo de muchachos se enfrentan en un partido de rugby escolar. Es un deporte de bestias y de caballeros. Son entrenados en la violencia tecnificada. En la defensa de su posición, en la toma del espacio del otro, en la competencia. Veo la repelencia en la educación.
En una playa dos hermanos pasan tres tiempos de sus vidas frente al atardecer. En uno, de niños, juegan con sus padres mientras inventan historias que seguramente olvidarán, como ocurre con la belleza transparente, tan difícil de aprehender. En otra, de bebés, aprenden a caminar, a hablar, parecen estar solos pero en realidad los rodean sus padres, como el sol, la tierra o el mar. De jóvenes ese atardecer ha adquirido la incertidumbre del tiempo, lo contemplan en una predecible nostalgia por la ausencia de los padres. El sol no es solo un concepto, nunca lo ha sido. Y ahí, en la construcción de la impronta y, en sus plétoras, el cine, el de oficio pulcro, se explaya en sus misteriosas afirmaciones.
¿Cuál es el origen del mal? ¿El origen del bien?
¿Qué es el demonio? ¿Un mito, el miedo?
¿Por qué el miedo en el hombre? ¿Por el vacío de ser solo?
¿Cómo mutilamos la convivencia del hombre?
Creando enemigos.
¿Cómo creamos enemigos?
Conviviendo.
Aquí estoy Yo y allá está el Otro. Aquí Nosotros, allá Ellos. Una vieja esquizofrenia del psicoanálisis es un garabato en la historia de la especie. De grupos, castas, comarcas, naciones, clases, se ha visto mucho y mucha crueldad. Y aún su persistencia es inagotable. Así dos visiones: el hombre de arriba y el de abajo. El hombre de arriba se posiciona culto, profesional, solvente, con familia. Patrón, castigador, posesivo, «blanco», de una extensa familia rica. A ese personaje se le adivinan más proximidades con del director por vivir en su casa y los niños ser sus hijos. Al otro lado, el hombre de abajo vive pobre, errante, oprimido. Es un ladrón y un traidor. Un drogadicto, un golpeador de mujeres. Es acaso el director observando las pesadillas de su clase sobre la otra. Y así la latencia de un fantasma se dibuja.
Aquí está Juan. En algún momento Juan se cree morir. Y eso acalla su violencia. Tiene una revelación que lo conecta con todo, con la sensación de amar todo. Evalúa su pasado y su ejercicio del odio, y siente que ha estado enfermo hacia el final de su vida. Tiempo después en una cena, sobreviviente, rescatará la buena sensación de perder el control y el poder. Pero al filo de la muerte ve a los mansos perros que golpeó y el odio que sintió al hacerlo, y ve el amor que puede sentir, y la locura de su experiencia. Y siente culpa. Allá está el Siete que escucha al auto en el que va, atropellar a un perro, y es indolente. Siete no puede reconciliarse con su culpa. Ha hecho daño matando, ha hecho daño golpeando a los suyos y ha destruido a su entorno. Siete se queda solo, o consigo mismo que es peor. Cuando toma conciencia de ello, de la soledad a la que su violencia lo ha remitido, se arranca la cabeza decididamente. Y su muerte, como cualquier otra, no representa nada en la circularidad del mundo, en el desplazamiento del tiempo. No hay ninguna novedad en la muerte, como tampoco la hay en la matanza. Ha sido la práctica más común y ha sido poco el tiempo del hombre.
Tampoco hay ninguna novedad en que el pobre sea el victimario, el rico la víctima y que ello sea un juego del lugar por dónde se mire, como tampoco que la revelación que expíe la culpa sea dinamizada excluyentemente para la contemplación de quien puede contemplar: el hombre de arriba, dejándole al hombre de abajo los restos de su tiempo y de su alma. En ambos puertos habitan demonios, pero quién pierde más y quién no tiene retorno es el pobre. Una oda o una cruz, acaso, del origen. Ello puede ser brillante en la consciencia de su retórica para poner el dedo en la yaga, como quien coincide ir con el vox populi del reaccionario para escandalizar la buena conciencia de quien no sigue el juego, pero hasta ahí el peso de la cultura en quien escribe.
Porque los niños suelen jugar a lo mismo, como el hijo de Juan y el de Siete lo hacen con la arena. Y luego pueden ser adoctrinados. En doblegar al rival, en tirar un arma, en querer ser empresario, en tener vergüenza con el cuerpo. Como también en sospechar de cualquier infeliz coincidencia que posibilite propagar un virus. En cualquier caso, no creo en la eficiencia de esta vacuna.
Ahí están estos hombres. Y luego todos los hombres, desintegrándose lentamente en el vaivén del cálculo de cuánta es la violencia correcta en cada interacción con el resto. Armando cadenas de culpas. El amor, del hombre hacia los hombres, y luego del hombre al mundo, sin desviaciones teológicas o seculares, es algo nuevo en la historia de la humanidad. El amor no está probado, esclarecido, controlado. No se ha graduado. No es la zona lo suficientemente segura para arriesgar a nuestros hijos ni a nosotros mismos. Entonces, muy probablemente, no habrán cambios en el horizonte. Y tal vez esa sea la naturaleza. Aunque en sus márgenes haya algo más vibrando en cada momento, y podamos ver en cada acción, la misma acción, y sus infinitas posibilidades esparcirse ante nosotros. Porque como no existe el presente este no puede ser malo o bueno. ¿Y el futuro?
Extra: Desde el jueves 13 de marzo, Post Tenebras Lux se exhibe en el Centro Cultural PUCP, todos los días a las 7 pm (salvo el miércoles 19) y 9:10 pm.
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