Desde Niza hacia Cannes hay poco qué hacer más que ver el lugar y acordarse de Jean Vigo. Poco queda físicamente de aquellos planos pero el espíritu es igual de desalentador y a su vez alienante. Alienante también fueron tus compañeros de vuelo, los precios del transporte, de los hoteles o del café. Así que con ventivarios –debe ser un chiste con veintipocos, en general– hay que decidir entre tomar un tren o un bus para ahorrar en este tramo. Decidí por el tren, toma unos 40 minutos y no sale más que el café. Al llegar todos andan de gala en la estación y ves cómo tu mejor camisa es tu mejor camisa de domingo de misa, felizmente no es una competencia y el cine está en otro lado, al menos eso prefieres sospechar.
Al llegar al hotel de estudiantes, el dueño no está, nadie responde, tienes 24 horas de viaje encima, no podrías ni recitar la tabla del 2 y preguntas por el dueño. Se fue, me esperó por una hora y anda molesto: el tren me ha pasado la factura. La vecina conoce Perú por los viajes de sus hijos, es una bella señora de 80 años y me ofrece alojarme por la noche mientras tomamos un Porto viendo unos cantantes ridículos de un programa que puede ser el Sábado Gigante del país. Me acuerdo de la gente hermosa de las películas de Kiarostami. Pienso que él debe andar por algún lugar a unas cuadras de acá y qué pensaría de esto. Así que voy al teatro y he llegado tarde, no hay acreditación por hoy. Se estrena Relatos salvajes, la película de Damián Szifrón, que estudió en mi universidad –incluso el primer capítulo de su serie de TV Los simuladores se filmó ahí– así que busco caras conocidas: es un show de freaks de gala, la gente sostiene carteles que recitan ¿Tiene una entrada? ¿Me regala una entrada? Mi número por una entrada.
¿Tu número por una entrada? Oui, responde la chica de los ojos del color del mar de la costa en la que está el festival.
Busco una entrada, ya no hay nada mejor que hacer. La encuentro: 5000 Euros por dos. Tengo 10. Nos reímos un montón con el vendedor mientras intenta explicarme en su mejor español que ésta no es tierra de estudiantes, ni de pobres tipos, no tiene ni idea de qué está vendiendo, le digo que baje las expectativas y que busque vender la del miércoles, que por la de Godard, y calculando la exquisitez de la vestimenta general, alguien podría pagarle esa locura para el escudo de mi pasaporte. Me voy a la playa, hay unas proyecciones gratuitas pero corre viento y transito como un zombie entre el jet lag y mi falta de alimentación.
Vuelvo al teatro y la chica sigue esperando con propuesta en mano, a su lado alrededor de cincuenta otras chicas hacen más activas en medio de un griterío que anuncia la cercanía de la proyección. Recuerdo que protagoniza Ricardo Darín y pienso si está aquí. No consigo ver nada entre el mar de gente apelotonada tras la mar de camarógrafos en un aire enrarecido por la exaltación de la nada. Luego pienso en cuán extraño sería venir acá a la gala y no haber ido a la de los Oscar, y si ello no sería un despropósito ideológico dado que en este espacio el público está pensando en entretenerse tal y como lo hacen el público de las películas de Los Ángeles. Y luego el cine, el público y después la gente del cine nos metemos a una melaza hipnótica del ahora industrializado. Me voy a la cama, mañana será un mejor día con una credencial y pareceré menos freak. Quizá.
Vigo: qué clara la tenías.
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