Nunca me había temblado la voz al decir que desprecio la variable del 3D. Así no se sepa nada del director o de la película, cuando sé que en tal sala está el formato de reproducción tal me viene la pregunta: ¿me están dando esto para cobrarme la entrada más cara o tiene realmente una razón de ser? Dos respuestas: Sí, te quieren sacar más plata, no existe un uso narratológico, ni un uso formal, no hay nada. No, pero tiene una razón de ser al «aumentar el realismo», al darte un efecto mayor en la profundidad de campo, al carbonearte el disfrute, eso puede costar más. No me sirve ninguna.
Vi Pina y no le vi la lógica salvo en la primera secuencia, vi la de Herzog y tampoco le encuentro una razón, una justificación, quien estuvo cerca ha sido Scorsese en una película de Disney con el espíritu de comida para llevar. Hasta el mes de agosto del año pasado cuando finalmente vi el segmento de 3x3D de Jean–Luc Godard no había salido pensando a conciencia en cuál sería una posible gran respuesta. Ahora tuve muchas. Por estos momentos es que debo remover mi ridículo escepticismo y seguir creyendo en las maneras propias en que desfila la historia de los recursos en el cine, los técnicos, los narratológicos. Pero esto no tiene el ritmo de un desfile: es una celebración de 70 minutos.
Como él mismo ha sabido anunciar, Adieu au langage arranca, o más bien puede arrancar, por una idea «sencilla». Más que sencilla, dura y noble. Godard recuerda una vieja premisa acuñada de algún modo por todos, filósofos o no, de postguerra que parafrasearé: después de lo que llevó a la segunda guerra mundial y las consecuencias en el cuerpo y la mentalidad de la humanidad no se puede hablar más de historia ni humanidad. Simplemente no deberíamos seguir siendo. Seguiré acuñando –ofrezco mis más sinceras disculpas a la lectoría–: la mentalidad sobre la que operaron la locura que ha llevado a crear a esos monstruos que desnaturalizaron el concepto de humanidad en determinado grupo de hombres nace en el distante momento en el que el radar se puso en algún concepto esquivo nombrado desarrollo, se asumió que el hombre debería ser por y para el beneficio hasta que se conciba como normativa moral. Había sido en la primera guerra mundial que se vieron los inicios de un proyecto de evasión sobre las normas de la guerra por parte de aquellos alemanes que hundían barcos de pasajeros para intimidar al enemigo, para pasar luego por el Lager, los trenes, y la cámara, para aún ahora Alemania seguir siendo el ejemplo de la forma de llevar una sociedad por el camino del desarrollo. Así que Godard no se equivoca jamás en mencionar a Alemania la cantidad de veces, tanto por el contexto desde el dónde habla en la Europa contemporánea, como por la simbología imperecedera que acompaña con archivo de guerra, dado que cualquier guerra remite inmediatamente a la segunda guerra mundial. Y aún el hombre sigue siendo.
Pero si se sigue creyendo en el desarrollo, antes se debe aceptar el hecho de la relación social, de la necesidad de proliferar y hacerse por medio de la sociedad, luego la profundidad del lenguaje, luego cualquier relación es la comprobación del lenguaje. Y así la importancia de la metáfora, la renovación y el quiebre del sistema, y su perenne cualidad violenta y la justificación para que lo sea. Por eso es que tal vez, Godard hace un uso inesperado y burdo del 3D en dos secuencias: juega con la orientación de los dos objetivos con los que se compone la imagen y de pronto tenemos una suerte de fuera de campo entre la relación de un plano con otro y en vivo, como un fundido a punta de profundidad de campo. Así es como se justifica una herramienta y se dice algo de la herramienta. Es un chiste. Su cine últimamente está lleno de chistes para reafirmar la materialidad y para poner en juego la necesidad de hacer vibrar hasta su propio discurso y decir que el planteamiento crítico se aplica a todo y todo el tiempo, y él mismo no se escapa.
Jugar a hacer la revolución: apelotonamiento de los discursos que se pueden articular desde Europa sobre África (que Sartre decía que eran todos imposibles y que Godard parece reconocer que lo son), de la imposibilidad de la igualdad del género, de que una verdadera igualdad se da en la posición que asumimos en la taza de un baño, de chistes de pedos, de otros sobre la burguesía bohemia, sobre la representación. Jugar es ser consciente de la necesidad de la inconsciencia. Godard recorta el color, en una suerte de efecto de treshold, de buena parte de sus imágenes filmadas, o repite varias usadas en otro contexto con este ajuste, acercando sus imágenes a algunos cuadros impresionistas, para luego citar a Monet reconociendo que al arte no le corresponde la abstracción mimética de la realidad sino lo que se le escapa a la percepción, y que es lo único que puede hacer: así enuncia la lógica por la que ocupan su verdadero lugar la puesta en escena de la acumulación de material archivo, escenas filmadas en una clave exagerada, secuencias de asalto, de tranquilos días de campo, de desnudos sin aparente intención. Su mira está en el margen para anunciar la construcción del contenido.
Pero Godard piensa en palabras. Sabe que ello lo condena a vivir en una mimesis del mundo que se le puede parecer pero nunca lo será. Dice: yo solo puedo entender lo que el otro me dice pero no me puedo comprender a mí. Voz over, texto impreso en plano, diálogos, personajes leyendo en voz alta. Quizá trata de anticiparse a la subjetividad ajena avasallando con un bouquet de textos y de herramientas. Puede adivinar que algunos podrán leer que se trata de la historia de una pareja que adopta a un perro por no querer tener un hijo, otros que es una película sin sentido, otros que es amor a la plástica, otros que es un viaje opiáceo, que sería una falta de atención sorprendente porque de lo último que se trata aquí es de la libertad de la mente. La elección de cualquier palabra es un acto ideológico: nada tan lejano como la libertad y nada también tan reclamado a la vez. Es la nostalgia desde una domesticación irreversible.
Pero su intento de anticipación, barroco, lúdico y/o poliforme encierra algo más: el amor por el hombre. Amor que duplica en la promesa más simpática que se había hecho para esta película, la del perro que habla, que efectivamente se resuelve, porque ya se había resuelto, por esa conmovedora necesidad de tratar de controlar hasta el espíritu de los animales, o hacerlos parte de su mayor adicción, como cuando la gente entrena a los loros a hablar, o doma leones, o hace saludar a un delfín, o dar la pata a un perro, o celebra que algún animal tenga un lamento muy parecido a una palabra. Porque el hombre es (no está) necesariamente solo y las palabras al menos lo asen a un plano más manejable, y el perro es el único animal que siempre seguirá amándolo, incluso más que así mismo, y que no necesita nada, ni razones, ni palabras, para seguir haciéndolo, y quién mejor sabe llevar la relación aunque luego el hombre lo instruya, lo adapte, lo llene de sí. Pero nada le importa ni a uno ni al otro porque se necesitan en un plano irrepresentable. En realidad no se necesita nada porque tal vez cuando el otro se necesita se trasciende cualquier sistema que divida, violente, intimide, dicte, ate, y se reconozca sin mediación algo parecido a una real verdad del amor, uno que debería habitar en todo hombre como parece hacerlo en esta película. Y así la quimera: adiós al lenguaje.
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