Lima Independiente 2014: «Costa da Morte», el hombre y el vaivén


Un pueblo o un lugar, un tiempo y todos; las costumbres, sus historias, el clima, la luz, su industria, sus fiestas. La forma en que se angustian y los ribetes de lo textual: Costa da morte. Costa–da–morte. Después lo sintomático. La descripción del perfil social, político, psicológico, del entramado mundano, la larga melaza de sus interpretaciones. Aquí suena a descaro. Como aquella larga equivocación del contemporáneo, del manifestante anti y el optimista pro, de pensar que la universalidad de las relaciones de su entorno es una materia nueva. Que algo parecido a una globalización es nuevo. ¿Es nuevo ver en el propio sudor el trabajo de todo hombre? ¿En las historias de un pueblo, la forma en que son armadas, no está el largo temblor en dónde nos reflejamos todos? Los tentáculos de una cultura, informe, inabarcable y exagerada e indomablemente humana, rebotan ante la única gran verdad del hombre.

Y luego es la muerte misma la que agencia la herencia de la compasión.

‘Costa da Morte’, de Lois Patiño.

Lo inmanente es sencillo y explicito: el calor de la hoguera, la voracidad del mar, lo fantasmagórico de la neblina en la mañana, la brutal contundencia de una cantera. Pero aquello que acontece inmanente es tan transitivo como el propio tiempo en la subjetividad del hombre. Una familia se protege del viento tras una roca, un hombre pesca al filo de un acantilado arriba de olas salvajes, otros tratan de arrancar unas conchas de las rocas sorteando los caprichos del mar, leñadores, pescadores, marineros, pastores, sacerdotes. Hombres enterrando a sus muertos. Hombres recordando: la historia de sus costas, de desembarcos, de guerras, la datación de sus montañas, a los exploradores de sus tierras, la razón de algunos nombres. Y entonces llueve, o los invade el frío, o extrañan. Acá, siempre, el hombre; acá, siempre, solo hay tránsito.

Unas postales: planos anchísimos, compuestos de «aire» y por los que los hombres cruzan cual polvo mientras conversan con unos nunca más precisos corbateros, porque otra vez, lo inmanente es sencillo y su representación no tendría que ser distinta. Y entonces cuando aparece la amenaza de reducirse todo a un formalismo preciosista, ecuánime y autoindulgente, es el hombre que modifica el panorama, que destruye las rocas, que incendia, que surte barriles de petróleo al mar, que hace naves tan grandes como una costa y que sobre todo transparenta su espíritu en el tiempo. Revienta las piedras. Caza. Mata. Es. Aunque también a veces parece no estar y solo se adivina, o se le oye. La presencia no es lo importante, la grandeza de la puesta de Lois Patiño no está en un ejercicio retórico o en un dispositivo afilado sino más bien en hacer dudar a una posible eficiencia. La gente, como los lugares, transita, como cuando se anuncia que el lugar no siempre ha sido así o mientras los personajes siguen haciendo su día a día. La trascendencia del sujeto ocurre cuando hace lo que hace y tal vez porque esa transcendencia es solo ubicable en el tiempo, ello arroja que el presente no existe, algo que siempre supo adelantar, porque de eso sabe mucho, el cine. El ahora es una porción y lo es el todo.

El cine que ocurre en Costa da morte es justo y tan ancho como su voluble seducción por el tiempo y la luz. Así ocurre en una de las últimas secuencias, una que hace recordar por qué el cine debería ser visto en la oscuridad y con una atención como consecuencia y no como requisito, y tal vez con la compañía de uno mismo. En medio de la noche unos hombres tratan de controlar un incendio, de pronto es poca la actividad por ese control, son pocos los hombres en el plano y solo se pueden intuir por las linternas que sostienen, entonces solo quedan algunas luces de las cuales la más grande es la enorme fogata, de pronto un acento sonoro para reconfigurar el peso de lo que está ocurriendo: ver el fuego, como ver las olas, las nubes o el atardecer, es algo fundacional de la condición humana, al hacerlo uno puede pensar en el primero y en el último día del hombre, es una apertura a la percepción de los otros y de uno, la clave de la existencia de las artes, y se recuerda, claro está, que la reproducción de la luz es la única materia real del cine. Como en un vaivén, el peligro que envuelve a esos hombres en esa pequeña secuencia recuerda al de todos, uno que es además de una actividad a enfrentar, uno que le otorga el valor a estar de pie, hoy, en ese entonces, aquí, allá. Como el miedo por estar vivo al saber que eso no es para siempre, y que uno quiera sentir ese miedo para confirmarse vivo.


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